Cuando
recuperó el conocimiento se encontró en el suelo, tumbada boca abajo, con el
lógico aturdimiento que se presupone en estos casos; lo veía todo borroso,
había perdido las gafas al caer, le pareció verlas a poco más de dos metros de
donde estaba; intentó alcanzarlas pero un dolor lacerante le taladró desde la
rodilla a la cadera impidiéndole cualquier movimiento, a la vez que le arrancó
un gemido lastimero. Bueno, lo de no ver con claridad no constituía en ese
momento su mayor preocupación. Así todo consultó su reloj de pulsera, un acto
reflejo, no pudo ver qué hora era por lo que tampoco supo que había estado más
de media hora inconsciente.
Intentó
tranquilizarse en la medida de lo posible; ya que no podía ver, debía al menos
pensar con claridad, evaluar las posibilidades de solventar la difícil
situación en que se encontraba. Estaba claro que lo de moverse debía descartarlo;
cualquier movimiento, no ya intentar ponerse de pie o semi incorporarse, sino
el simple intento de arrastrarse para alcanzar las gafas le había producido un
dolor tal, que incluso temía mover siquiera un brazo. Estaba al final del
vestíbulo, en el pasillo de entrada a la casa, no le separaban de la puerta de
la calle más que unos cinco metros, pero en esas condiciones, y con sus setenta
y tres años a cuestas, se sentía como un náufrago en medio de un océano.
Su
hija pequeña, su yerno y los niños se habían ido a eso de las nueve y media de
la noche, después de haber pasado juntos un agradable día de Reyes; “¿qué hora sería ahora?”, daba igual,
tenía claro que no iban a volver, ni tampoco llamarían por teléfono para avisar
que habían llegado a casa por un viaje de apenas tres cuartos de hora. La única
solución pasaba por llamar la atención de las vecinas, las más próximas, la de
enfrente del rellano, o la de abajo. Lo mejor sería la de enfrente, Palmira,
que además tenía llave de casa, pero no veía forma de poder alertarla, al menos
esa noche. Mañana se pasaría, como todos los días, para ver si necesitaba que
le trajera algo del mercado; pero a lo mejor mañana ya era tarde. La otra
posibilidad era la vecina de abajo, Benedicta; podría intentarlo dando golpes
con algo en el suelo de madera, pero Bene vivía sola y estaba sorda como una
tapia; además, como no diera puñetazos en el suelo, no veía con qué podría
golpear. La opción del teléfono tampoco le pareció viable, estaba en el salón,
aún más lejos que la puerta de la calle, no podría llegar hasta él. En el año
noventa y cuatro los móviles aún eran ciencia ficción, por no hablar de la
medalla pulsador de la Cruz Roja, a la que le quedaban años para ser una
realidad.
No
debería de ser muy tarde ya que, a través de la ventana del vestíbulo que da al
patio de luces, aún se entreveían reflejos de luces encendidas en los pisos de
abajo. No se le ocurría ninguna solución pero intentaba no desesperarse. Era lo
suficientemente mayor para saber que la paciencia daba mejores resultados que
perder los nervios; además, no tenía miedo, no le asustaba morir, pero el dolor
lo soportaba mal. Le ayudaría pensar en otra cosa.
Le
vino a la memoria aquella otra vez que había estado así, tirada boca abajo, sin
poder moverse, solo que entonces sí que estaba muerta de miedo. Hacía ya muchos
años pero conservaba fresco el recuerdo - ¡cómo
olvidar aquellos años! – estaba en Granda, en plena guerra civil, era el
otoño del año 37. Las tropas rebeldes intentaban tomar Gijón, la última ciudad
que se les resistía en el Cantábrico. La aviación hacía vuelos rasantes en las
afueras y pueblos de alrededor, ametrallando todo lo que se movía. Ella, que
tenía entonces diecisiete años, estaba en casa de sus tíos, acogida desde
tiempo atrás, después del miedo cerval que había pasado en su pueblo, en la
cuenca del Nalón, cuando una cuadrilla de falangistas enardecidos la rodearon,
la acosaron, la humillaron.
Ayudaba
a sus tíos y primas en las labores del campo, con el ganado, en la casa. Aquel
día le encargaron que llevase unas botellas de leche a una casa del pueblo
vecino; a mitad de camino empezó a oír los motores de los aviones acercándose,
antes de verlos. De repente aparecieron por detrás de ella, eran dos aviones
que, al verla, empezaron a tabletear sus armas. Dio un grito, soltó las
botellas y se tiró al suelo, en la cuneta del camino. Allí permaneció sin
moverse hasta que después de un par de pasadas más disparando sus ráfagas, los
aviones abandonaron la presa y siguieron su deriva hacia la ciudad. Aún tardó
cerca de dos horas en poder moverse, hasta que su tío la encontró rígida de
miedo, en la misma cuneta en la que se había encogido, y se la llevó a casa.
Las
horas pasaban despacio. Hacía ya mucho tiempo que todo estaba oscuro, en
silencio; lo único que oía era su corazón latiendo. Estaba muy desorientada; el
dolor le había hecho perder la consciencia en varias ocasiones, o quizá el
cansancio la había rendido y se había dormido; o los recuerdos la habían
trasladado otra vez a aquellos años de sufrimiento e intenso miedo. O tal vez
fuera la suma de todas esas cosas, unidas al arrepentimiento por no haber hecho
caso a sus hijas, dejar aquella casa, un quinto sin ascensor, que la ataba a
los recuerdos del marido ausente, pasar los pocos, o muchos, años que le
quedasen en compañía. Sentirse querida, cuidada, mimada…
Parecía
que había algo más de luz, puede que comenzase a amanecer. Había sido una noche
larga y dura, pero ahora todo mejoraría. Una fractura de cadera era una buena
excusa para un cambio.