Parecía
un día completamente normal, como cualquier otro, como ayer, como mañana. El
despertador había sonado a las seis de la mañana, una hora que tenía que estar
prohibida para despertar pero, qué remedio, las mañanas, las madrugadas más
bien, eran intensas, tenía que hacer el desayuno, recoger la casa, sacar al
perro, correr hasta el metro y, después de veintiocho estaciones, llegar al
trabajo a las ocho en punto. Una tarea titánica; y así un día tras otro. Si, la
vida de Tristán era pura rutina, pero no cabía ninguna duda, no carecía de
intensidad.
El
trabajo tampoco era precisamente muy relajante. Su habilidad oratoria le había
servido para procurarse un reconocido estatus como comercial de una compañía de
seguros pero, desgraciadamente, es un empleo en el que no se puede vivir de
éxitos pasados; cada día es un nuevo reto; cada mes es un nuevo objetivo al que
llegar, un reto casi infranqueable, una barrera que cada vez parece más alta
que la anterior. Todo eso para conseguir llegar, año tras año, a cobrar un
bonus con el que, bien administrado, poder completar el miserable sueldo y llegar
a fin de mes sin mayores sobresaltos.
No,
la vida de Tristán no es un dechado de aventura, ni de lujo, ni de derroches;
quizás algún homenaje casual, si la suerte acompaña en alguna gestión delicada.
Cuando
echa la vista atrás y recuerda con nostalgia sus sueños infantiles, incluso
juveniles, sueños en los que llevaba una vida plagada de irrealidades, de
utopías, de leyendas, en fin, de mitos, añora la ilusión que por entonces le
movía, la pasión que le ponía a todo lo que emprendía. ¡Ilusión! Eso es precisamente
lo que le falta a su vida; magia que convierta la rutina en una aventura, mejor
aún, en una sucesión inacabada de epopeyas gloriosas que le devuelvan la
sonrisa, las ganas de enfrentar cada día como si fuera el último; o como si
fuera el primero.
En
estas cavilaciones se perdía aquella tarde, conduciendo por una comarcal de
tercera. Era la misión más delicada que debía afrontar cada año, la renovación
de todas las pólizas de su mejor y más difícil cliente. Por eso le habían
dejado disponer, excepcionalmente, del coche de empresa. Estaba atardeciendo;
un atardecer de principios de primavera, cuando el sol aún tiene un pequeño
grado de inclinación que hace, cuando está a punto del ocaso, que parezca que
lo llevas encima del capó; deslumbrante no, cegador. De repente el sol le
estalló delante de los ojos, o al menos eso fue lo que se le pasó por la
imaginación, por los sentidos; un estallido descomunal, un big bang luminoso,
ruidoso, ardiente, que le penetraba por todos los poros de su piel, que le deshacía
en pedazos y le recomponía simultáneamente, que le trasladaba. Instintivamente
pisó el freno y se quedó quieto, con los ojos ciegos, cerrados, esperando…, no
sabía que esperaba.
Después
de una eternidad, no más de diez o quince segundos, todo desapareció como por
ensalmo, con la misma crudeza con la que se había presentado, como si alguien
hubiera apagado el interruptor. Abrió los ojos y lo que le golpeó la visión le
hizo también abrir la boca. Totalmente epatado se vio a si mismo cubierto de
arriba abajo con una pesada armadura a la que no le faltaba detalle alguno. En
su mano, la izquierda, sostenía un yelmo adornado con cintas de colores; con la
derecha agarraba las bridas de un inmenso caballo negro alazán, ricamente
enjaezado a la usanza medieval que recordaba de sus libros de aventuras; a un
lado del caballo colgaba un escudo, al otro se engarzaba una lanza muy larga y,
adivinaba que muy, muy pesada.
A
pesar del anonadamiento inicial, totalmente justificado por otra parte, su
cerebro estaba acostumbrado a reaccionar con rapidez ante situaciones
imprevistas, aunque ésta superaba con creces cualquier calenturienta
imaginación. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Dónde se había ido el coche, y la
carretera, y su traje, y…? Parecía como si al explosionar el big bang hubiese
traspasado algún tipo de barrera en el tiempo.
No
le dio tiempo a seguir reflexionando. Una voz como un trueno le sorprendió a su
espalda:
— ¡Sir
Tristán de Leonis!, parecéis un poco despistado, ¿acaso habéis visto por estos
lugares alguna campesina digna de admiración?
Al
volverse se encontró frente a frente con un tipo alto como un castillo,
embutido en una armadura similar a la suya, izado en un enorme caballo en cuya
manta pudo distinguir una iniciales que no le eran en absoluto desconocidas,
fruto de sus lecturas juveniles; las iniciales L.L., estaba delante, ni más ni
menos que de Sir Lanzarote del Lago. ¡Y le había llamado Sir Tristán de Leonis!
— ¡Vamos,
vamos, Sir Tristán! No nos demoremos por más tiempo. Ya sabéis que al Rey
Arturo le desquicia la falta de puntualidad cuando convoca la Mesa Redonda.
Si,
definitivamente, pensó Tristán, su vida estaba necesitada de magia, de ilusión.
Pero estaba tomando un giro muy interesante. Se subió a su caballo, no sin
cierta dificultad, y galopó hasta ponerse a la altura de Sir Lanzarote.