martes, 31 de marzo de 2015

LA MESA REDONDA

(Relato presentado al I Certamen de relato corto de Ciencia Ficción "Literatron")

Parecía un día completamente normal, como cualquier otro, como ayer, como mañana. El despertador había sonado a las seis de la mañana, una hora que tenía que estar prohibida para despertar pero, qué remedio, las mañanas, las madrugadas más bien, eran intensas, tenía que hacer el desayuno, recoger la casa, sacar al perro, correr hasta el metro y, después de veintiocho estaciones, llegar al trabajo a las ocho en punto. Una tarea titánica; y así un día tras otro. Si, la vida de Tristán era pura rutina, pero no cabía ninguna duda, no carecía de intensidad.
El trabajo tampoco era precisamente muy relajante. Su habilidad oratoria le había servido para procurarse un reconocido estatus como comercial de una compañía de seguros pero, desgraciadamente, es un empleo en el que no se puede vivir de éxitos pasados; cada día es un nuevo reto; cada mes es un nuevo objetivo al que llegar, un reto casi infranqueable, una barrera que cada vez parece más alta que la anterior. Todo eso para conseguir llegar, año tras año, a cobrar un bonus con el que, bien administrado, poder completar el miserable sueldo y llegar a fin de mes sin mayores sobresaltos.
No, la vida de Tristán no es un dechado de aventura, ni de lujo, ni de derroches; quizás algún homenaje casual, si la suerte acompaña en alguna gestión delicada.
Cuando echa la vista atrás y recuerda con nostalgia sus sueños infantiles, incluso juveniles, sueños en los que llevaba una vida plagada de irrealidades, de utopías, de leyendas, en fin, de mitos, añora la ilusión que por entonces le movía, la pasión que le ponía a todo lo que emprendía. ¡Ilusión! Eso es precisamente lo que le falta a su vida; magia que convierta la rutina en una aventura, mejor aún, en una sucesión inacabada de epopeyas gloriosas que le devuelvan la sonrisa, las ganas de enfrentar cada día como si fuera el último; o como si fuera el primero.
En estas cavilaciones se perdía aquella tarde, conduciendo por una comarcal de tercera. Era la misión más delicada que debía afrontar cada año, la renovación de todas las pólizas de su mejor y más difícil cliente. Por eso le habían dejado disponer, excepcionalmente, del coche de empresa. Estaba atardeciendo; un atardecer de principios de primavera, cuando el sol aún tiene un pequeño grado de inclinación que hace, cuando está a punto del ocaso, que parezca que lo llevas encima del capó; deslumbrante no, cegador. De repente el sol le estalló delante de los ojos, o al menos eso fue lo que se le pasó por la imaginación, por los sentidos; un estallido descomunal, un big bang luminoso, ruidoso, ardiente, que le penetraba por todos los poros de su piel, que le deshacía en pedazos y le recomponía simultáneamente, que le trasladaba. Instintivamente pisó el freno y se quedó quieto, con los ojos ciegos, cerrados, esperando…, no sabía que esperaba.
Después de una eternidad, no más de diez o quince segundos, todo desapareció como por ensalmo, con la misma crudeza con la que se había presentado, como si alguien hubiera apagado el interruptor. Abrió los ojos y lo que le golpeó la visión le hizo también abrir la boca. Totalmente epatado se vio a si mismo cubierto de arriba abajo con una pesada armadura a la que no le faltaba detalle alguno. En su mano, la izquierda, sostenía un yelmo adornado con cintas de colores; con la derecha agarraba las bridas de un inmenso caballo negro alazán, ricamente enjaezado a la usanza medieval que recordaba de sus libros de aventuras; a un lado del caballo colgaba un escudo, al otro se engarzaba una lanza muy larga y, adivinaba que muy, muy pesada.
A pesar del anonadamiento inicial, totalmente justificado por otra parte, su cerebro estaba acostumbrado a reaccionar con rapidez ante situaciones imprevistas, aunque ésta superaba con creces cualquier calenturienta imaginación. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Dónde se había ido el coche, y la carretera, y su traje, y…? Parecía como si al explosionar el big bang hubiese traspasado algún tipo de barrera en el tiempo.
No le dio tiempo a seguir reflexionando. Una voz como un trueno le sorprendió a su espalda:
   ¡Sir Tristán de Leonis!, parecéis un poco despistado, ¿acaso habéis visto por estos lugares alguna campesina digna de admiración?
Al volverse se encontró frente a frente con un tipo alto como un castillo, embutido en una armadura similar a la suya, izado en un enorme caballo en cuya manta pudo distinguir una iniciales que no le eran en absoluto desconocidas, fruto de sus lecturas juveniles; las iniciales L.L., estaba delante, ni más ni menos que de Sir Lanzarote del Lago. ¡Y le había llamado Sir Tristán de Leonis!
   ¡Vamos, vamos, Sir Tristán! No nos demoremos por más tiempo. Ya sabéis que al Rey Arturo le desquicia la falta de puntualidad cuando convoca la Mesa Redonda.

Si, definitivamente, pensó Tristán, su vida estaba necesitada de magia, de ilusión. Pero estaba tomando un giro muy interesante. Se subió a su caballo, no sin cierta dificultad, y galopó hasta ponerse a la altura de Sir Lanzarote.

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