Había
madrugado más que de costumbre. La verdad es que lo de madrugar era un hábito
adquirido durante los más de cuarenta años de actividad laboral, el reloj
orgánico le funcionaba con puntualidad, era inevitable. Pero aquel día era
distinto, especial, además tenía por delante un viaje de bastantes kilómetros y
la puntualidad era un vicio heredado, lo llevaba en los genes.
Mientras
conducía por la autopista iba repasando mentalmente todo el informe que le
habían facilitado; tranquilo, le habían dicho, no te preocupes, la primera vez
impone un poco, ya sabes, la falta de costumbre, hablar para una audiencia
numerosa, ponerse delante de una clase de preadolescentes, pero ya verás como las
cosas van surgiendo con naturalidad y, ten por seguro que la experiencia será
muy gratificante.
Le
venían a la mente recuerdos de su juventud, cuando empezaba en su trabajo o,
más adelante, cada vez que le daban un nuevo destino y tenía que empezar de cero,
siempre esas mariposas en el estómago, ese deseo de agradar, de hacerlo bien,
de sentirse a gusto consigo mismo por las cosas bien hechas; parece mentira,
van pasando los años pero las sensaciones perduran, no deja de ser algo
ilusionante, te hace sentir vivo.
Cuando
dejó el trabajo, repentinamente, le agobiaba pensar en que emplearía su tiempo,
sus ganas, su ilusión, su mente. Todas estas cosas le pasaban por delante
mientras se acercaba a su destino y buscaba aparcamiento cerca del colegio.
Se
había ofrecido como voluntario a una ONG que, como muchas otras, lucha día a
día por hacer la vida menos difícil a un montón de gente que ha tenido el
infortunio de nacer en el sitio equivocado, en el momento equivocado, en el
hemisferio equivocado. Quién sabe, a lo mejor, en el futuro, es posible que se
embarcase en la aventura de acudir directamente a alguno de los países en los
que se precisaba la ayuda. De momento su misión consistiría en dar charlas a
los niños, en los colegios, sensibilizando desde el principio a una generación
que se adivinaba mucho más solidaria que la suya, intentando recaudar fondos
para poder proseguir con las ayudas, con el envío de alimentos, de
medicamentos, de herramientas, con el aporte de trabajo, de ilusión sobre todo.
Les
iba a hablar de un país del que, hasta hace unos días apenas sabía más que su
nombre, Burkina Faso. Quería hacer las cosas bien, quería poder responder a
todas las peguntas que a los niños se les pudiera ocurrir, había memorizado
datos, porcentajes, ratios de pobreza; les hablaría de la severa climatología
en el Sahel, de los largos meses de sequía abrasadora, de las inundaciones que
arrasaban los cultivos en los meses de lluvia, de los centros de recuperación
donde ingresaban, después de varias horas de camino a pie, a los niños,
desnutridos, al borde de la muerte, de los pozos de agua, escasos y
contaminados, que transmitían enfermedades; les describiría paso a paso como
cocinaban el plato que constituía la base de su alimentación, machacando las
hojas del baobab junto con unas habas y algo de mijo.
Había
aprendido a lo largo de su larga experiencia laboral a ser organizado,
metódico, había preparado el discurso de varias formas distintas, adecuando el
mensaje a las distintas edades de los niños, desde los pequeños de primaria
hasta los últimos cursos de la ESO, incluso los había ensayado el día anterior,
en la soledad del salón de casa, como hacen los actores cuando preparan una
obra de teatro, pensaba.
Se
sabía preparado, estaba listo, era el momento del debut, de pasar a la acción.
Se estrenó con los mayores, a primera hora de la mañana, con la desgana con la
que se inician los lunes pero con la motivación que da el saltarse la clase de
matemáticas, le escucharon con educación, era un buen colegio, en silencio, si
mucha atención, apenas participaron, no abrieron debate, ya sabes, le dijeron
los profesores, a estas edades se retraen mucho, no se significan, prefieren
pasar inadvertidos; estuvo bien, le había servido para soltar los nervios
iniciales, para que salieran por su boca, volando, las mariposas que anidaban
dentro.
La
mañana fue transcurriendo, cada vez más satisfactoriamente, cada discurso iba
ganado en fluidez, la participación de los oyentes aumentaba proporcionalmente
según disminuía su edad, algún grupo, más efusivo, incluso le había aplaudido.
Cuando llegó al final, con el grupo de los más pequeños, se encontraba cansado,
tantas horas hablando, de pie, para que luego digan de los maestros, le habían
escuchado de forma casi reverencial, con los ojos desorbitados, le habían hecho
las preguntas más peregrinas, ninguna de las que había preparado, por supuesto,
una niña le había contado que su abuelo había hecho la guerra en África, le
habían rodeado contándole, diciéndole, preguntándole, eso sí que era un baño de
masas. De repente le vio, en una esquina, solo, con el mandilón medio
desabrochado, una lágrima le caía por la mejilla, se le notaba algún rasgo de
un incipiente síndrome de Down, se acercó al niño, se agachó hasta quedar a su
altura, ¿cómo te llamas?, Daniel Sánchez García, le dijo a media lengua, muy
bajito, ¿y por qué lloras Daniel?, me he puesto triste, contestó con los ojos
acuosos, limpios, azules, ¿he dicho algo que te haya entristecido?, no, bueno
si, es que…, dudó antes de confiarle, dime pequeño, le animó, es que antes me
he comido un bocadillo de chorizo y no tenía hambre, se lo podías haber llevado
a esos niños. Se sentó a su lado, le abrazó y lloraron juntos.