Estábamos
desolados, abatidos, tristes. Todas las ilusiones que nos habíamos creado, los
sueños vividos una y mil veces,… todo roto, por los suelos. ¡Y ni siquiera
habíamos jugado!
La historia
se había iniciado con la convocatoria de la sociedad de festejos de un torneo
de fútbol para menores de doce años que se celebraría durante el mes de fiestas
de la ciudad, y en el que podría participar cualquier equipo, bien fuese
federado o, simplemente, un equipo formado por los amigos del barrio, siempre y
cuando mantuviesen una uniformidad. Parece una tontería, pero a finales de los
años sesenta conseguir una equipación de diez o doce camisetas y pantalones
iguales para uniformar un equipo de fútbol no era moco de pavo.
Ya nos
veíamos triunfando por todo lo alto. No es que fuéramos un equipazo, al menos
en lo que al juego se refiere, pero éramos un equipo con mayúscula porque
éramos los amigos del barrio de toda la vida. Llevábamos jugando juntos desde
que aprendimos a andar, nos queríamos, nos admirábamos; nuestra unión, nuestra
pandilla tenía más importancia incluso que la familia.
En cuanto
supimos de la convocatoria nos pusimos a planear la forma de conseguir los “trajes
de futbolista”, como decíamos antes. Visitamos a todos los comerciantes del
barrio intentando conseguir un patrocinador, pero no estaban los tiempos para
esas alegrías, nos dijeron, y el márquetin y la esponsorización no eran
términos muy conocidos en la época. Lo que si conseguimos fue que una fábrica
de galletas que se había instalado recientemente en la zona, nos cediera un
lote surtido de todo lo que fabricaba, pastas, galletas,… y se nos ocurrió la
idea de rifarlo entre todos los vecinos. Confeccionamos a mano las papeletas y
nos dedicamos a ir casa por casa, por todo el vecindario, vendiendo nuestra
rifa de galletas.
Se nos
puso la piel de gallina el día que salimos de la tienda con nuestras camisetas,
blancas con una línea roja en diagonal cruzando el pecho, “cómo las del Rayo Vallecano”, dijo Regino que era el más enterado
de deportes porque leía el As todos los días.
Lo de
entrenar para el torneo ni siquiera nos lo llegamos a plantear, ¿para qué?,
simplemente jugábamos al fútbol todos los días, a todas horas, en la plaza, en
el descampado, en la calle, interrumpiéndonos cuando, de vez en cuando, pasaba
algún coche; incluso en un foso que habían hecho al lado de la iglesia nueva
con intención de poner un estanque, pero que nunca habían llegado a echar agua.
No era muy grande, pero se podía jugar dos contra dos, sin porteros y
utilizando las paredes. Quién iba a decir que con el tiempo…
El bajón
nos llegó de improviso, sin que nadie contase con ello. El día que fuimos a
inscribir el equipo en el torneo. Fuimos todos juntos, ¡faltaría más! El
encargado de tomarnos los datos se dirigió a Manuel, nuestro portero.
—
¿Y tú que eres, el entrenador o el masajista?
—
¡Nooo!, el portero – contestamos a coro
—
Huy pues, ya lo siento, pero eso na va a ser
posible. No te puedo apuntar teniendo esa pierna así.
Nos quedamos
atónitos, mirando para la pierna derecha de Manuel, la que llevaba, como había
llevado toda la vida, metida en el armazón de hierros a causa de la polio.
Javier,
que era el que más reflejos tenía y mejor sabía dirigirse a las “personas
mayores”, contestó acto seguido.
—
Pero oiga, que eso no le impide jugar, que es
el mejor portero que hay, y además el aparato se lo quita para jugar sin ningún
problema.
—
¡Que no!, no insistáis chicos. Si queréis que
os inscriba al resto, no hay problema. Pero él – señalando a Manuel con el índice
acusador – no puede jugar.
—
Pues si él no juega, nosotros tampoco.