(Relato
ganador del II CONCURSO INTERGENERACIONAL DE ENSAYO Y RELATO BREVES 2014
“VALORES UNIVERSALES” organizado por Fundación UNIR)
Es
posible que si, ¿quién lo sabe?. No creo que nadie pueda aseverar con certeza
que exista algo así como el Destino con mayúscula que tenga prefijado de
antemano la vida que cada uno va a
llevar, las vicisitudes por las que pasará y cómo o cuándo se va a terminar su
devenir por este breve lapso de tiempo que es la vida.
Pero lo que sí creo es lo que en cierta ocasión alguien me dijo: “Todo sucede por algo”.
Si
revisamos los episodios vitales de cada uno de nosotros nos daremos cuenta que,
efectivamente las cosas no pasan porque si, no son fruto de la casualidad, sino
que obedecen a unas consecuencias directamente enraizadas con lo que nos ha
pasado anteriormente, o con lo que hemos decidido, o con lo que hemos pensado.
Es algo así como el juego mental al que todos hemos jugado alguna vez. “¿Qué hubiera sido de mi vida si…..?”.
Mi
historia comienza en Fada, soy de Fada, un pequeño pueblo? que actualmente tan
solo tiene una treintena de habitantes descendientes de la orgullosa tribu Teda,
aunque dispuso de su momento de esplendor en los albores del siglo XX cuando su
censo llegó a alcanzar la escalofriante cifra de 228 personas. El pueblo nace
cuando, en un momento del pasado, cansados del pillaje y asalto de caravanas
comerciales que se atrevían a peregrinar por el desierto, varias familias
deciden establecerse en la Meseta de Ennedi al suroeste de las montañas
Tibesti, no muy lejos del Guelta de Archei.
Fada
es posiblemente el pueblo más pequeño y recóndito de la Región de Borkou que,
con sus cerca de 100.000 habitantes es la región más inaccesible e inhóspita de
las veintidós que componen el estado del Chad, país que tiene el dudoso de
honor de figurar en el top ten tanto de los países más pobres del mundo como de
los más corruptos. Por todo ello, parece obvio que Fada no es el centro del
mundo.
Como
decía, mi historia comienza en Fada y nada podía hacer suponer que fuese a
diferenciarse lo más mínimo de las historias de todos mis conciudadanos desde
hace generaciones; nuestro pueblo se dedica poco más o menos que a sobrevivir
procurando ser autosuficientes por pura necesidad. La base de nuestra economía
(de nuestro sustento y de nuestra vida) es la agricultura y la ganadería.
Dentro de este reparto de roles, a mí, desde temprana edad se me asignó el de
la ganadería, es decir, pastoreo y cuidado de los escasos animales que
poseemos, principalmente cabras y camellos que son los que mejor se adaptan al
clima que padecemos.
A
pesar de estar en tierras desérticas donde la época de lluvias dura muy poco y
apenas se diferencia del resto del año, no podemos quejarnos de falta de agua.
Entiéndaseme, no se puede decir que sea abundante, pero no falta, debido
principalmente a la formación de gueltas (charcas) en las profundidades de los
cañones que forman el macizo montañoso del Tibesti. Son necesarias estas
aclaraciones para explicar el motivo por el que yo estaba allí aquel día en el
que, como tantos otros había llevado el rebaño hasta las orillas del Archei
para que abrevaran. A diferencia de ocasiones anteriores, de lo que siempre
habíamos hecho en nuestro pueblo con el ganado, ese día tuve que bordear la
guelta por su parte más oriental debido a unos extraños derrumbamientos que
habían dejado totalmente inaccesible el vado que siempre utilizábamos. Jamás
utilizábamos esa orilla oriental puesto que, dada su orientación, es la más
soleada, las temperaturas que se alcanzan entre las arenas y las rocas, sin
vegetación ni sombra alguna, son absolutamente insoportables; pero con todo, no
es eso lo peor. El verdadero peligro lo constituye la extraordinaria
proliferación de cocodrilos que aprovechan esas altas temperaturas para hacer
de esa zona su hábitat natural y preferente.
En
aquella época me hubiera sorprendido que la gente se extrañase que en estas
latitudes estemos hablando de cocodrilos ya que era nuestra realidad del día a
día, era parte de nuestra vida, de nuestra cultura; la convivencia de nuestro
pueblo con los cocodrilos existía desde siempre. Pero actualmente entiendo que
provoque altas dosis de incredulidad tan solo explicables en el estudio de la
evolución climática de África en los últimos 9000 años. Efectivamente, en esa
época nuestra zona disponía de un clima que configuraba paisajes muy diferentes
de los actuales y, por ende una fauna que nada tiene que ver con la actual. Los
cocodrilos son el último vestigio de aquellas épocas, pero hasta no hace mucho
aún se podían ver leones, antílopes e, incluso alguna leyenda de transmisión
oral habla de una raza de tigres de largos colmillos de sable.
Pues,
como iba relatando, aquel día tuve necesariamente que acceder a la guelta
cruzando el territorio de los cocodrilos; no era la primera vez y con un poco
de cuidado no tenía por qué pasar nada, pero pasó. Un mal paso, un tropezón y
cuando me di cuenta me vi en el suelo con varios reptiles rodeándome; me
atacaron, me mordieron, el rebaño huyó, me di un golpe en la cabeza, me
revolví, noté los dientes de otro en el muslo (debo aclarar que los cocodrilos
de esta zona no son de gran tamaño, raramente alcanzan los dos metros de largo,
lo que explica que los accidentes, con ser graves por las secuelas que dejan,
no suelen resultar mortales), notaba que perdía el conocimiento cuando me
pareció oír voces humanas, alguien se acercaba gritando desaforadamente, dando
golpes a diestro y siniestro con un palo,… después nada, la oscuridad…
Cuando
recobré el conocimiento estaba atado a lomos de un camello, la pierna me dolía
horriblemente más que por las dentelladas recibidas, por el torniquete que
aquel extraño me había practicado y, como puede comprenderse, mi confusión y
desorientación era total.
El
hombre, que caminaba al lado del camello, se dio cuenta de que volvía en mí,
dirigió el camello hacia una oquedad que se abría en la roca y una vez allí,
después de apearme del camello, me explicó (mediante palabras sueltas de varios
dialectos de la zona, signos y buena voluntad) que me encontraba bastante mal
(me había dado cuenta), que había perdido bastante sangre, que me había
practicado alguna cura con cataplasmas de varias hierbas que crecían entre las
rocas y que la única posibilidad era llegar a un hospital donde me pudiesen
tratar en condiciones; y que en esas estábamos, dirigiéndonos a lomos de un camello
de mi huido rebaño hacia La Faya-Largeau, la capital de la región de Borkou y
distante de mi pueblo nada menos que 276 Km. en línea recta ¡¡¡una locura!!!.
Aquel
viaje de cuatro días y tres noches sin casi descanso del que tengo luces y
sombras debido a mi estado de semiinconsciencia en gran parte del mismo, no
solo me salvó la vida sino que me la cambió por completo. El Hombre, me van a
permitir que le nombre así con mayúscula, sin más datos, me fue relatando su
vida, supongo que por mantenerme despierto, prestando atención y que no “me dejase
ir”. Recuerdo de forma vaga que me habló
de una familia, su familia, una esposa, un hijo; de su trabajo, parece ser que
era maestro, de una existencia feliz, de una vida tranquila, conceptos
occidentales que por entonces me eran totalmente ininteligibles, me costaba
trabajo seguir su cháchara pero tenía una voz agradable, un sonido que
transmitía serenidad y a la vez un deje de tristeza, un poso de amargor y
añoranza. Después recuerdo que me hablaba de un accidente, de muertes, de
perderlo todo, de querer escapar, de desaparecer. Su voz ahora sonaba más
desgarradora, no hablaba conmigo, hablaba para sí mismo, se culpaba,
sufría,…poco a poco recuperaba la serenidad y volvía a ese tono de voz
reconfortante y me decía que nada de eso me pasaría a mí, que conseguiría
llegar a tiempo, que “esta vez sí me salvaría”.
No
recuerdo muy bien la agonía final del viaje, mi siguiente recuerdo es despertar
en una cama del hospital, era la primera vez que estaba en una cama en mi vida,
y el Hombre estaba a mi lado. Estuvo a mi lado siempre, en todo momento de las
cinco semanas que permanecí hospitalizado. Creo que se sentía en la obligación
de no dejarme, de llenar todo mi tiempo, de redimir alguna culpa que yo no
entendía. Su vocación de maestro salió entonces a relucir, mi analfabetismo
significó todo un reto para esa parte de él que creía dormida, ya pasada. Para
mi aquello fue un verdadero descubrimiento, desconocía que pudiera tener una
avidez intelectual tan desmedida.
Una
vez recibida el alta hospitalaria decidimos quedarnos en la ciudad; el Hombre
conseguía trabajos eventuales que nos permitían subsistir, no necesitábamos más
que eso, y estudiar, leer, escribir, investigar,…, horas y horas todos los
días, yo volcado en los libros y el Hombre volcado en mí.
Nunca
supe gran cosa de mi mentor; mi estricta educación tribal me impedía preguntar
directamente ¿Qué? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Por qué? … Y su dolor, sus recuerdos, le
impedían a él volver a hablar tan largo y tendido de su vida como lo había
hecho durante nuestro viaje. No volvió a hablar nunca del tema, tan solo supe
que cuando nuestras vidas se cruzaron llevaba dos años vagando en solitario por
las montañas del Tibesti, porque no había encontrado un rincón más recóndito en
el planeta.
No
sé qué hizo, ni como lo consiguió, que teclas de su pasado tuvo que tocar ni
que favores tuvo que pedir, pero a la vuelta de unos meses me dijo que él ya no
tenía más que enseñarme y que mi potencial no podía desaprovecharse, por lo
tanto me había conseguido una beca para proseguir mi educación en su país; allí
alguien, antiguos conocidos, compañeros, amigos suyos se harían cargo de mí, de
mi vida, de mi educación, de mi existencia. Todo sucedía de forma tan rápida e
inesperada, el vértigo y la vorágine se habían instalado en mi alma hasta tal
punto que los años y los libros de la carrera de medicina fueron cayendo con
una rapidez inusitada. Mi vida cambió, tenía ilusiones, esperanzas, objetivos a
corto y largo plazo y un futuro muy lleno de cosas, de gente, de trabajo,…,
pero vacía de noticias sobre el Hombre. Nada más volví a saber de él.
Desapareció de mi vida con la misma brusquedad y misterio con la que había
entrado. Pregunté a sus amigos, la gente que me estaba ayudando, pero nadie
sabía nada. Me hablaron de lo que había sido su vida antes del “accidente”, de
su familia destruida, de su juventud, pero nada de nada sobre lo que había sido
de su vida después, o en la actualidad…
Cuando
estoy escribiendo esto han pasado varios años, muchos años de todo lo relatado
anteriormente. Me licencié, me doctoré, me especialicé, me labré una vida, una
reputación como epidemiólogo de postín cuando, de repente en el horizonte de la
humanidad empiezan a aparecer oscuras nubes de tormenta en forma de ébola. África,
mi África está sufriendo duramente las consecuencias de este jinete del
apocalipsis y yo no puedo quedarme al margen, ni por compromiso, ni por origen,
ni por formación, ni por conciencia. Me tomo un año sabático y me voy con la
Cruz Roja a Sierra Leona. Y aquí estoy, en un suburbio de las afueras de
Magburaka, en el distrito de Tonkolili, al norte del país. Lo que estamos
viendo es tremendo y descorazonador por la falta de ayudas “oficiales” del
mundo desarrollado. Pero hoy, si me he puesto a contar esta historia no es
porque me encuentre desanimado por esta falta de respaldo del primer mundo,
algo esperado, no se moverán hasta que no les vean las orejas al lobo; es
porque hemos tenido que atender a unos niños infectados, seriamente enfermos, y
a su maestro, mi maestro,… el Hombre.