No tendría más de catorce
años y su futuro ya aparecía más negro que una bocamina de carbón. Ahí estaba
el chaval, en el suelo de la farmacia, tumbado boca abajo, con la mirada
perdida en la navaja que había caído tres metros más allá, las manos
esposadas a la espalda. Un policía estaba ayudando a la farmacéutica; la pobre
mujer había sufrido un ataque de ansiedad. Su compañero hablaba por la radio
con la central:
- Nada, un crío con una navaja en una farmacia... No, no hay heridos...
¿Drogas?, no, no parece. Insiste que solo quería vendas y algo con lo que curar
a su madre... Sí, que al parecer su padre le ha dado una paliza… No, no podemos
ir a su casa, se niega a darnos la dirección. Dice que su madre se moriría de
vergüenza.