miércoles, 29 de abril de 2015

EL CUENTISTA






 (Relato finalista en el Primer Concurso Internacional de Microcuentos. Publicado en antología del concurso)

Ciento cuarenta caracteres se reúnen para decidir el argumento para un buen cuento. Ciento cuarenta minutos después, desisten.



BUCLE

(Relato enviado al II Concurso de Relatos del Museo del Gas)



El abuelo Enrique me imponía mucho. Hablaba muy poco y, cuando lo hacía, en gallego bastante cerrado a pesar de los muchos años, más de cincuenta, que había abandonado su pueblo, en los montes de Lugo, siempre era riñendo, siempre de mal humor, siempre enfadado; tocado con una boina, que yo siempre capaba a poco que se descuidase, y aquejado de una leve cojera, que con el tiempo fue a más y necesitó de bastón, fruto, según contaba, de sus correrías en la guerra contra los moros, a principios de los años veinte; pero a saber si era verdad o simplemente me lo contaba, muy adornado, solo para ver la cara que ponía, con los ojos desorbitados, la boca abierta, viendo, porque lo veía, como aquel moro con turbante, alfanje en mano, avanzaba amenazador hacia él, que tumbado en el suelo, intentaba sacar su pistola de la cartuchera,…, en fin, ya se sabe que los abuelos, y más los que participaron en alguna guerra, son muy dados a contar sus batallitas a los nietos.
El mío no; en realidad en muy contadas ocasiones conseguí que me contase la historia del moro del alfanje, ya digo que hablaba poco, pero le brillaban los ojos, azules, de una manera especial en cuanto se lanzaba. Le gustaba más jugar con el gato; aunque lo de jugar es un eufemismo, lo que le gustaba era hacer de rabiar al gato, martirizarlo decía mi hermana mayor, que siempre fue una exagerada; se pasaba horas enseñándole una sardina antes de que el pobre gato la pudiera catar; y el gato, paciente, eterno, entrando al trapo a todas las provocaciones, sin volverse, esperando, jugando con mi abuelo a simular desesperación, los gatos siempre van un paso por delante, son sabios, los egipcios lo sabían bien. Siempre hubo gato en casa de mi abuelo, no siempre el mismo, pero siempre se llamaba Pipi. Creo que a mi abuelo le hubiera gustado reencarnarse en gato, en Pipi.
Me gustaban aquellos veranos de mi primera infancia en casa de los abuelos, y no solo por el cocido de garbanzos que preparaba la abuela y que mi hermana detestaba. Era el cambio, lo distinto, descubrir una cosa nueva cada día, pasar las tardes en el prado, en frente de casa, jugando, hasta que anochecía, y por la noche, desde la ventana de la cocina, ver como se iluminaban las luciérnagas, cantaban los grillos; si, aquello era otra cosa, diferente.
A pesar de lo que me imponía, me gustaba estar cerca de mi abuelo. Aún no se había jubilado, pero disfrutaba sus vacaciones para coincidir con nosotros, mi hermana y yo, en su casa. Iba detrás de él a todas partes, como el gato, los dos. Le recuerdo afeitándose, a navaja, en el pequeño cuarto de baño, delante de un minúsculo espejo, en camiseta de tirantes y con la boina, siempre, puesta. Más tarde nos llevaba a pasear por los caminos y los prados de la zona, un cerro a las afueras de Oviedo, contemplando a lo lejos el Alto del Naranco; en esos momentos, cuándo le preguntábamos, nos iba desgranando alguna historia de la otra guerra, la civil, aquí había una trinchera, allá pusieron un nido de ametralladoras, desde aquel alto lanzaban los obuses y tiraban contra los otros, que entraban por el monte; se reflejaba el miedo en sus ojos, recordando aquellas situaciones en las que su preocupación pasaba, como es lógico, por su familia, sus hijos, pequeños por entonces.
En una ocasión, supongo que para tenernos entretenidos, nos llevó a visitar su trabajo. Era el encargado de vigilancia y mantenimiento de las instalaciones de la antigua fábrica del gas, en Oviedo. Unas instalaciones que estaban ya medio abandonadas pero que la compañía quería mantener en pie y cuidadas mientras se decidía su futuro que, por cierto, aún no se ha decidido a pesar de que han pasado varias décadas, pero esa es otra historia.
La aventura prometía; para empezar no iríamos andando sino en autobús, lo cual ya de por si era fantástico. Cuando llegamos a la fábrica el primero que salió a recibirnos fue un gran perro pastor alemán que le puso las patas encima de los hombros a mi abuelo y le lamió por toda la cara; los animales son difíciles de engañar, primero el gato, en casa, ahora el perro de la fábrica; estaba claro que mi abuelo, a pesar de lo que quería aparentar, de su aspecto gruñón y antipático, en realidad era una buena persona, los animales lo detectaban. Entramos y, así de buenas a primeras, tuve la sensación que, seguramente tuvieron mis hijos, un montón de años después, la primera vez que entraron en un parque de atracciones. Apenas había gente por allí trabajando, tan solo algún equipo de mantenimiento y poco más, por lo que pudimos movernos con total libertad por las instalaciones.
Precedidos siempre por Toni, el pastor alemán, mi abuelo nos fue enseñando cada uno de los seis hornos de seis retortas que, parece ser, se habían construido hacía más de cien años y tenían una capacidad de producción de setecientos metros cúbicos de gas en marcha normal de veinticuatro horas, el condensador de agua, las cuatro depuradoras y un lavabo capaces para una fabricación de cuatro mil metros cúbicos. Yo creía que mi abuelo era simplemente un vigilante a punto de jubilarse, pero hablaba de todo aquello como si lo conociera en profundidad, más aún, como si realmente formara parte importante de su vida. Nos habló de que en aquella fábrica, a mediados del siglo anterior, se había suministrado el gas a la primera farola de Oviedo, en la calle Cimadevilla, y poco después a toda la ciudad, durante muchos años, ampliando la demanda, hasta que empezó a dejar de ser rentable, fue el principio del fin. Lo más impresionante, por lo que yo recuerdo, fue el gasómetro; según mi abuelo tardaron más de tres años en construirlo y era lo más grande y sobrecogedor que había visto nunca.
Mi hermana no se soltaba de la mano de mi abuelo, se la veía un poco entre asustada y aburrida por la visita, nunca tuvo mucho espíritu aventurero y tampoco le había entusiasmado la idea de la excursión. Yo le dije a mi abuelo que me iba a explorar, había todo un mundo por delante, nada menos que doce mil metros cuadrados de fábrica, de instalaciones, de oficinas, todo a mi disposición, lleno de huecos, de rincones, de armarios, quien sabe si de pasadizos secretos, de sótanos inexplorados, y todo ello desierto, esperando a que mi imaginación y yo lo descubriéramos. Mi abuelo le hizo una seña a Toni, el perro se me pegó a la pierna, era un buen guardián, sabía hacer su trabajo.
Corrí por todas las oficinas, salté por encima de las mesas, hice absolutamente todo lo que me apeteció, lo que, con toda seguridad no podría haber hecho si hubiesen estado allí mis padres; pero solo estaba Toni, que me seguía a todas partes, jugaba conmigo y, cada no mucho tiempo me hacía visible por la zona donde andaba mi abuelo. En una de nuestras correrías encontré una puerta cerrada, era raro, todas estaban abiertas, se oía ruido al otro lado, pero Toni estaba tranquilo. Abrí la puerta y entré, entramos, Toni no se separaba. Dentro había un hombre, un hombre mayor, con poco pelo, con gafas, tecleando una vieja máquina de escribir, todo era viejo en aquel sitio, y extrañamente familiar. El hombre dejó de escribir y me miró por encima de sus pequeñas gafas que hacían equilibrio en el fondo de su pronunciada, enorme nariz.
    ¡Hola! – me saludó – que visita tan agradable ¿Cómo se llama este precioso perro?
    Se llama Toni – respondí - ¿y tú, cómo te llamas?
    ¿Cómo quieres que me llame?
    Pues no lo sé. ¿Qué estás haciendo?
    Escribo.
    ¿Y que escribes? – me resultaba fácil y agradable hablar con él.
    Pues escribo cuentos, relatos, cosas que se me ocurren, de todo un poco.
    ¿Has escrito algún libro? – Pregunté
    No. Libros aún no he escrito ninguno, pero me gustaría hacerlo algún día, pronto.
    Pues ya eres muy viejo. No deberías esperar más tiempo. – Sonrió, tenía una sonrisa agradable, aunque detrás afloraba una mirada algo más triste que la sonrisa.
    ¿Qué estás escribiendo ahora? – Seguí preguntando
    Un relato, un cuento.
    ¿De qué trata ese cuento?
    De un niño pequeño y su hermana, que están de vacaciones en casa sus abuelos y un día el abuelo les lleva a visitar una enorme, mágica y abandonada fábrica de gas donde hay un perro precioso.
    ¡Guauu!
    Calla Toni – me volví.
Me quedé desconcertado, cuando me di la vuelta el hombre había desaparecido y tan solo quedaba la máquina de escribir, cubierta de polvo, de años de polvo, como si nadie la acabase de estar utilizando. Cuando se lo conté a mi abuelo no le dio ninguna importancia; dijo que estaría cansado y me habría quedado dormido, soñando, porque en la fábrica ya no había nadie.
Han pasado muchos años desde entonces, la vieja fábrica está a punto de ser declarada Bien de Interés Cultural; supongo que la arreglarán y se podrá visitar, una vez adecentada. Me gustará volver a visitarla.

REDACCIÓN

(Relato presentado al Concurso de Relatos Breves del Heraldo de Aragón)



La maestra les había encargado un trabajo de redacción, el primero que hacían, ya no eran tan pequeños, les había preguntando ¿Qué es Aragón para ti?
Cuando llegó el momento de leer, uno se decantó por el paisaje, ensalzando la magnificencia de las cumbres pirenaicas; otra le cantó sus loas al Ebro como columna vertebral que lleva la vida por todo el territorio; alguno hubo que se decantó por el fervor religioso, glosando a la virgen y a la emoción del tronar de los tambores en semana santa; una niña recurrió a la épica y remontó la historia lo menos hasta César Augusto; también se dejó oír el deportivo que vibró relatando los éxitos de nuestro Real Zaragoza. Finalmente le tocó leer a Luis, el pequeño de la clase, que dijo que no había escrito nada, ¿por qué, Luis?, porque cuando pienso qué es Aragón para mí es como si se me llenase todo el pecho de aire, como si me ahogase, no sé explicarlo muy bien, pero siento que me duele y no me sale escribir nada; es un sentimiento.

ALMOGAVAR

(Relato enviado al Concurso de Relato Breve del Heraldo de Aragón)



Más de veinte años ya que falto de mi tierra de mis montañas, de mis ibones, que añoranza. Siempre me pasa lo mismo en vísperas de un gran día, de una gran victoria, debe ser la proximidad de la muerte que hace recordar la vida pasada, lejana, feliz. Nos pasa a todos los compañeros, por eso esta noche reina el silencio, aunque nadie duerme todos sueñan, unos con la gloria, otros con el regreso, algunos con la muerte, los hay que incluso rezan, a pesar de estar todos excomulgados por el papa desde hace más de un año.
Mañana culminaremos nuestra venganza; nunca debieron asesinar a Roger de Flor, nuestro general; su espíritu nos dirige, nos hace permanecer unidos, nos enaltece. Han pasado muchas cosas de Galípoli, muchas batallas, muchos muertos.
Ya amanece, ya se oyen los primeros rumores del campamento, ya comienzan las arengas, no son necesarias, pronto solo se oirá el bramido almogávar de la Gran Compañía Aragonesa, tiembla Neopatria, ¡por San Jorge!, ¡por Aragón!, ¡desperta ferro!

jueves, 23 de abril de 2015

ELECCIONES

(Relato presentado al I Concurso de Microrrelatos Gora Gasteiz)

Estaban especialmente inquietos y la maestra, en su experiencia, tocó las palmas y les dijo todos a pensar, la interrogaron desde el fondo de su inocencia y de sus ojos de cinco años, tenéis que pensar lo que haríais vosotros si fuerais el alcalde del pueblo, aprovechando que la campaña electoral estaba en apogeo, con imaginación, tenéis que atreveros, sé música, sé color. Al cabo de un rato, pequeño porque los pensamientos de los niños son tan naturales que brotan espontáneos,  comenzó a preguntar uno por uno, yo pondría más bicis, yo quitaría los coches, yo haría un parque muy grande con muchos lagos; cuando le tocó el turno a Alicia, la más pequeña, dijo nerviosa, a mi me gustaría que el señor negro que está siempre triste a la entrada del supermercado me sonriese, si fuese alcalde seguro que algo podría hacer.