(Relato enviado al II Concurso de Relatos del Museo del Gas)
El abuelo
Enrique me imponía mucho. Hablaba muy poco y, cuando lo hacía, en gallego
bastante cerrado a pesar de los muchos años, más de cincuenta, que había
abandonado su pueblo, en los montes de Lugo, siempre era riñendo, siempre de
mal humor, siempre enfadado; tocado con una boina, que yo siempre capaba a poco
que se descuidase, y aquejado de una leve cojera, que con el tiempo fue a más y
necesitó de bastón, fruto, según contaba, de sus correrías en la guerra contra
los moros, a principios de los años veinte; pero a saber si era verdad o
simplemente me lo contaba, muy adornado, solo para ver la cara que ponía, con
los ojos desorbitados, la boca abierta, viendo, porque lo veía, como aquel moro
con turbante, alfanje en mano, avanzaba amenazador hacia él, que tumbado en el
suelo, intentaba sacar su pistola de la cartuchera,…, en fin, ya se sabe que
los abuelos, y más los que participaron en alguna guerra, son muy dados a
contar sus batallitas a los nietos.
El
mío no; en realidad en muy contadas ocasiones conseguí que me contase la
historia del moro del alfanje, ya digo que hablaba poco, pero le brillaban los
ojos, azules, de una manera especial en cuanto se lanzaba. Le gustaba más jugar
con el gato; aunque lo de jugar es un eufemismo, lo que le gustaba era hacer de
rabiar al gato, martirizarlo decía mi hermana mayor, que siempre fue una
exagerada; se pasaba horas enseñándole una sardina antes de que el pobre gato
la pudiera catar; y el gato, paciente, eterno, entrando al trapo a todas las
provocaciones, sin volverse, esperando, jugando con mi abuelo a simular
desesperación, los gatos siempre van un paso por delante, son sabios, los
egipcios lo sabían bien. Siempre hubo gato en casa de mi abuelo, no siempre el
mismo, pero siempre se llamaba Pipi. Creo que a mi abuelo le hubiera gustado
reencarnarse en gato, en Pipi.
Me
gustaban aquellos veranos de mi primera infancia en casa de los abuelos, y no
solo por el cocido de garbanzos que preparaba la abuela y que mi hermana detestaba.
Era el cambio, lo distinto, descubrir una cosa nueva cada día, pasar las tardes
en el prado, en frente de casa, jugando, hasta que anochecía, y por la noche,
desde la ventana de la cocina, ver como se iluminaban las luciérnagas, cantaban
los grillos; si, aquello era otra cosa, diferente.
A
pesar de lo que me imponía, me gustaba estar cerca de mi abuelo. Aún no se
había jubilado, pero disfrutaba sus vacaciones para coincidir con nosotros, mi
hermana y yo, en su casa. Iba detrás de él a todas partes, como el gato, los
dos. Le recuerdo afeitándose, a navaja, en el pequeño cuarto de baño, delante
de un minúsculo espejo, en camiseta de tirantes y con la boina, siempre,
puesta. Más tarde nos llevaba a pasear por los caminos y los prados de la zona,
un cerro a las afueras de Oviedo, contemplando a lo lejos el Alto del Naranco;
en esos momentos, cuándo le preguntábamos, nos iba desgranando alguna historia
de la otra guerra, la civil, aquí había una trinchera, allá pusieron un nido de
ametralladoras, desde aquel alto lanzaban los obuses y tiraban contra los
otros, que entraban por el monte; se reflejaba el miedo en sus ojos, recordando
aquellas situaciones en las que su preocupación pasaba, como es lógico, por su
familia, sus hijos, pequeños por entonces.
En una
ocasión, supongo que para tenernos entretenidos, nos llevó a visitar su
trabajo. Era el encargado de vigilancia y mantenimiento de las instalaciones de
la antigua fábrica del gas, en Oviedo. Unas instalaciones que estaban ya medio
abandonadas pero que la compañía quería mantener en pie y cuidadas mientras se
decidía su futuro que, por cierto, aún no se ha decidido a pesar de que han
pasado varias décadas, pero esa es otra historia.
La
aventura prometía; para empezar no iríamos andando sino en autobús, lo cual ya
de por si era fantástico. Cuando llegamos a la fábrica el primero que salió a
recibirnos fue un gran perro pastor alemán que le puso las patas encima de los
hombros a mi abuelo y le lamió por toda la cara; los animales son difíciles de
engañar, primero el gato, en casa, ahora el perro de la fábrica; estaba claro
que mi abuelo, a pesar de lo que quería aparentar, de su aspecto gruñón y
antipático, en realidad era una buena persona, los animales lo detectaban.
Entramos y, así de buenas a primeras, tuve la sensación que, seguramente
tuvieron mis hijos, un montón de años después, la primera vez que entraron en
un parque de atracciones. Apenas había gente por allí trabajando, tan solo
algún equipo de mantenimiento y poco más, por lo que pudimos movernos con total
libertad por las instalaciones.
Precedidos
siempre por Toni, el pastor alemán, mi abuelo nos fue enseñando cada uno de los
seis hornos de seis retortas que, parece ser, se habían construido hacía más de
cien años y tenían una capacidad de producción de setecientos metros cúbicos de
gas en marcha normal de veinticuatro horas, el condensador de agua, las cuatro
depuradoras y un lavabo capaces para una fabricación de cuatro mil metros
cúbicos. Yo creía que mi abuelo era simplemente un vigilante a punto de
jubilarse, pero hablaba de todo aquello como si lo conociera en profundidad,
más aún, como si realmente formara parte importante de su vida. Nos habló de
que en aquella fábrica, a mediados del siglo anterior, se había suministrado el
gas a la primera farola de Oviedo, en la calle Cimadevilla, y poco después a
toda la ciudad, durante muchos años, ampliando la demanda, hasta que empezó a
dejar de ser rentable, fue el principio del fin. Lo más impresionante, por lo
que yo recuerdo, fue el gasómetro; según mi abuelo tardaron más de tres años en
construirlo y era lo más grande y sobrecogedor que había visto nunca.
Mi
hermana no se soltaba de la mano de mi abuelo, se la veía un poco entre
asustada y aburrida por la visita, nunca tuvo mucho espíritu aventurero y
tampoco le había entusiasmado la idea de la excursión. Yo le dije a mi abuelo
que me iba a explorar, había todo un mundo por delante, nada menos que doce mil
metros cuadrados de fábrica, de instalaciones, de oficinas, todo a mi
disposición, lleno de huecos, de rincones, de armarios, quien sabe si de
pasadizos secretos, de sótanos inexplorados, y todo ello desierto, esperando a
que mi imaginación y yo lo descubriéramos. Mi abuelo le hizo una seña a Toni,
el perro se me pegó a la pierna, era un buen guardián, sabía hacer su trabajo.
Corrí
por todas las oficinas, salté por encima de las mesas, hice absolutamente todo
lo que me apeteció, lo que, con toda seguridad no podría haber hecho si
hubiesen estado allí mis padres; pero solo estaba Toni, que me seguía a todas
partes, jugaba conmigo y, cada no mucho tiempo me hacía visible por la zona
donde andaba mi abuelo. En una de nuestras correrías encontré una puerta
cerrada, era raro, todas estaban abiertas, se oía ruido al otro lado, pero Toni
estaba tranquilo. Abrí la puerta y entré, entramos, Toni no se separaba. Dentro
había un hombre, un hombre mayor, con poco pelo, con gafas, tecleando una vieja
máquina de escribir, todo era viejo en aquel sitio, y extrañamente familiar. El
hombre dejó de escribir y me miró por encima de sus pequeñas gafas que hacían
equilibrio en el fondo de su pronunciada, enorme nariz.
— ¡Hola!
– me saludó – que visita tan agradable ¿Cómo se llama este precioso perro?
— Se
llama Toni – respondí - ¿y tú, cómo te llamas?
— ¿Cómo
quieres que me llame?
— Pues
no lo sé. ¿Qué estás haciendo?
— Escribo.
— ¿Y
que escribes? – me resultaba fácil y agradable hablar con él.
— Pues
escribo cuentos, relatos, cosas que se me ocurren, de todo un poco.
— ¿Has
escrito algún libro? – Pregunté
— No.
Libros aún no he escrito ninguno, pero me gustaría hacerlo algún día, pronto.
— Pues
ya eres muy viejo. No deberías esperar más tiempo. – Sonrió, tenía una sonrisa
agradable, aunque detrás afloraba una mirada algo más triste que la sonrisa.
— ¿Qué
estás escribiendo ahora? – Seguí preguntando
— Un
relato, un cuento.
— ¿De
qué trata ese cuento?
— De
un niño pequeño y su hermana, que están de vacaciones en casa sus abuelos y un
día el abuelo les lleva a visitar una enorme, mágica y abandonada fábrica de gas
donde hay un perro precioso.
— ¡Guauu!
— Calla
Toni – me volví.
Me
quedé desconcertado, cuando me di la vuelta el hombre había desaparecido y tan
solo quedaba la máquina de escribir, cubierta de polvo, de años de polvo, como
si nadie la acabase de estar utilizando. Cuando se lo conté a mi abuelo no le
dio ninguna importancia; dijo que estaría cansado y me habría quedado dormido,
soñando, porque en la fábrica ya no había nadie.
Han
pasado muchos años desde entonces, la vieja fábrica está a punto de ser declarada
Bien de Interés Cultural; supongo que la arreglarán y se podrá visitar, una vez
adecentada. Me gustará volver a visitarla.