viernes, 2 de septiembre de 2016

OLIMPIADAS



Otra vez, puntual, como siempre, cada cuatro años los juegos Olímpicos nos trasladan a un universo de esfuerzo, de superación, de deportividad, de valores positivos, en suma.

Durante dos o tres semanas nos olvidamos de los sempiternos Messi, Cristiano, Madrid o Barça que habitualmente copan, monopolizan los espacios deportivos de diarios y telediarios.

Vuelven a surgir las figuras de los deportes minoritarios, las estrellas del hockey, del bádminton o del tiro con arco; esas de las que nadie volverá a oír nada, salvo honrosas excepciones, hasta dentro de otros cuatro años. Por detrás quedan miles de horas de entrenamientos, de lesiones superadas a base de sacrificios personales, tanto físicos como económicos la mayor parte de las veces, de pequeñas frustraciones y satisfacciones repartidas a discreción en el día a día de estos deportistas, de élite en cuanto a sus resultados, que no en compensaciones económicas.

Y como no, vuelven a surgir los enterados; esos que creen saber de todo, que dicen dominar cualquier especialidad deportiva, y que siempre saben con antelación las medallas a conseguir y las decepciones que, a pesar del trabajo realizado, también llegan.

A Uno de éstos le oí comentar inicio de los Juegos que el baloncesto este año nada, ni masculino ni femenino, “no tenemos nada que hacer”. El agorero continuaba diciendo que en España no hay más que “paquetes” y que no se conseguirían más de cuatro o cinco medallas.

En fin, disfrutemos de los Juegos y de nuestros deportistas.

MODAS



Ya. Ya sé que es la moda. Pero no me gustan los pantalones rotos. Lo siento, pero no lo puedo remediar. Y no, no es que sea un antisistema de las roturas como alguien podría pensar, ni mucho menos. Me encantan, por ejemplo, las fracturas gastronómicas de los huevos rotos. Ya sean acompañados de jamón, de chorizo o de morcilla. ¡Qué ricos!.

También me declaro un ferviente defensor de la sonora y estética tradición de la rota de la hora, aunque no busque tras ella significado religioso alguno.

Disfruto una barbaridad con las roturas de servicios en el tenis, o quizá debería decir con Nadal, del que me declaro seguidor incondicional.

Pero insisto, por muy de moda que se hayan puesto, no puedo con los pantalones rotos. Como decía mi madre, si mañana se pone de moda salir con un tiesto en la cabeza… ¿tú, que?

Y es que, sí, mi madre tenía razón, hay modas que merecen palos.

MOSTRUOS Y DEMONIOS



Y después ¿qué? Todo parece indicar que, si nadie lo remedia, en navidades estaremos nuevamente votando, y no con entusiasmo precisamente. Y parece que “nadie” no está por la labor de remediar nada. Pero, ¿soluciona algo una tercera convocatoria a las urnas? Además de ser una vergüenza y una auténtica tomadura de pelo, me temo que una vez escrutada la cada vez más exigua recolección de votos, volveremos a estar en la misma tesitura que después de las primeras o las segundas votaciones. Por eso mi pregunta inicial, “y después ¿qué?”. ¿Unas cuartas? ¿Unas quintas elecciones? ¿Hasta cuándo? ¿Cuántos más despropósitos disparatados nos harán padecer?

Están consiguiendo, no sólo que la ciudadanía, anónima y siempre a pie, se cabree mucho, de verdad; sino que se empiecen a cabrear los poderes fácticos, esos invisibles que son los que realmente manejan el cotarro y que necesitan un gobierno de verdad, no en funciones, un gobierno que les sirva de pantalla, al que poder apretar, exigir, exprimir, chantajear, corromper,… pueden añadir todos los infinitivos que se les ocurran.

En otras épocas, no tan lejanas, esos poderes fácticos se identificaban con el ejército, o con la iglesia. Hoy día, el único Poder (con mayúscula) reconocido que mueve voluntades y moldea la sociedad a capricho es el dinero.

El cabreo de ese poder es peligroso, además de tremendamente sibilino, porque no se le ve, ni se le oye; actúa sin avisar y, una vez se pone en marcha, difícilmente se le puede parar. Más nos vale idear alguna fórmula que nos ponga de acuerdo, cualquier cosa nos puede valer, todo antes de que se despierte el monstruo. La última vez nos costó tres años de guerra y un millón de muertos. No tentemos al destino.

ALARMA SOCIAL



Leo en la portada del Heraldo de ayer que la juez que instruye las diligencias del doble atropello ciclista en Botorrita no ha considerado la prisión preventiva del autor de los hechos al considerar que no existe alarma social.

En su artículo de opinión, Santiago Mendive reflexiona sobre la sensación de impunidad que se nos instala en el alma, ante tal decisión; incluso reconociendo la inviabilidad de que dicha prisión preventiva se aplique como castigo añadido al acusado.

Mendive incide en la alarmante posibilidad de que el ínclito reincida en una ebria conducción, una vez se vea en libertad. Posibilidad, o probabilidad a tener en cuenta dada las circunstancias que concurren. Una persona que ya cuenta con cierta edad y con dos “dedos de frente”, no se pone al volante cuando ha bebido, salvo que lo haga habitualmente.

Pero hay otros motivos alarmantes; por ejemplo que un hijo de uno de los fallecidos, transido de dolor por la muerte de su padre, y sintiéndose ofendido al ver a su ejecutor en libertad, decía tomarse la justicia por su mano y le abra la cabeza de un hachazo.

O que el presunto homicida, una vez tomada consciencia de la barbarie que ha provocado, en un ataque de culpable arrepentimiento decida poner fin a su sufrimiento y a su vida. Lo cual no dejaría de ser una fuga. 

Claro que yo no soy juez, y probablemente mi criterio de “alarma social” esté equivocado.