domingo, 19 de febrero de 2017

BISABUELO



Recientemente falleció la abuela de mi esposa; era la última representante de su generación en la familia. Una venerable anciana que superaba el siglo de existencia y que, en contra de su voluntad, pasó sus últimos años en una residencia de la tercera edad en la apacible villa alicantina de Santa Pola; recluida, proclamaba ella para escarnio de sus hijos y nietos.

La buena señora, Eufemia Oarrichena se llamaba, procedía de una familia considerada durante siglos una de las grandes en la provincia de Alicante, pero con el paso del tiempo y los avatares de la segunda mitad del siglo pasado, claramente se fue a menos. No obstante, consiguió, contra viento y marea, conservar en el patrimonio familiar la gran casona, la mansión le gustaba decir, que siempre había tenido en Elche.

Finalizadas las exequias, la familia vio llegado el momento de tomar decisiones. Todos estuvimos de acuerdo en vender la mansión, había una buena oferta de una constructora. Antes nos pasaríamos a revisar las reliquias que guardaba la abuela, por si nos interesaba conservar algún recuerdo.

Mientras el resto de la familia evocaba épocas pasadas, aproveché para sumergirme en la vetusta biblioteca de la casa. Revisando viejos manuales de astronomía encontré unas hojas manuscritas con una letra clara, muy inclinada, varonil, que se veían gastadas y ajadas por el paso de los años y de las muchas veces que habrían sido leídas.

La carta, pues de una carta se trataba, estaba fechada en Cavite (Filipinas) el día de Reyes de 1886, estaba dirigida a la madre de la abuela Eufemia, Rosaura. Decía así:

Amadísima Rosaura, espero y deseo que al recibo de la presente te encuentres bien de salud y de ánimos; con lo mucho que te quiero me sentiría muy desgraciado si no fuera así.
Lamentablemente yo no puedo decir lo mismo en cuanto a la salud. No, no te alarmes, me voy reponiendo y se puede decir que lo peor ha pasado; pero durante varias semanas he padecido unas extrañas fiebres tifoideas que me han sobrevenido durante la travesía y que me han tenido postrado en cama con tremendos espasmos y calenturas durante la última parte del trayecto. Tanto es así que tuve que ceder el mando de la compañía a mi segundo, el teniente Bertomeu, a causa de los delirios que padecía.

Te estoy escribiendo hoy, seis de enero, a pesar de que hemos llegado hace tres días y, a pesar de que había prometido darte razón en el mismo momento de nuestra llegada a puerto, no me he encontrado con fuerzas suficientes para sostener la pluma. Como verás, la travesía se ha dilatado una eternidad; esto fue a causa del mal estado de las calderas de la corbeta, la vieja María de Molina, por lo que solo pudimos alcanzar una velocidad de cinco nudos.

Queridísima Rosaura, recuerdo la última conversación que tuvimos antes de mi partida. Sabes que te amo con locura y que mi deseo, y me consta que también el tuyo, es que fundemos una familia lo antes posible. Pero esta expedición es una auténtica locura, un paso hacia un abismo impredecible que, si hay suerte, retrasará nuestros planes durante años; si las cosas se tuercen quizás no volvamos a vernos. Rosaura, amor mío, si aun no lo has hecho, deberías hablar con Don Eduardo, tu padre. Como Venerable de la Logia Constante Alona tiene un acceso relativamente fácil al Presidente Sagasta que, aunque no es de dominio público, tu padre me ha comentado que es el Gran Maestre del Gran Oriente de España. Debe hacerle ver la sinrazón de esta expedición. Si el Imperio alemán se empecina en ocupar las Carolinas no podremos impedirlo. Solo contamos con nuestra vieja corbeta y dos barcos obsoletos al mando del capitán Guillermo España. Nuestro armamento no puede compararse al del cañonero alemán Litis. No podremos imponer la investidura del Gobernador Capriles. Probablemente perezcamos en el intento. Sagasta debe ser consciente y seguro que si tu padre muestra interés personal, quizás podremos estar juntos nuevamente en breve.

Se está haciendo muy tarde. Mañana continúo escribiéndote.

Queridísima Rosaura, amor de mi vida. Me muero. Hace diez días que empecé a escribirte esta carta; esa noche volvió a subirme la fiebre y, por lo que dicen los médicos, he estado comatoso desde entonces. Parece que la infección que sufro es irreversible y nada pueden hacer por salvar mi vida.

Luz de mi vida, parece que nuestras vidas no van a poder cruzarse. Siento una gran pena y no, no creas que se debe al hecho de afrontar mi próxima muerte; soy un soldado y, como tal, la muerte siempre viaja en nuestra mochila, lo tenemos asumido. Lo que me apena es no poder llegar a ver realizados todos los planes que  habíamos fraguado juntos, tantos deseos de felicidad mutua prometida, esa gran familia que pensábamos fundar y, sobre todo, Rosaura, no volver a besar tus labios, ni moldear tu cuerpo, ni ensortijar tus cabellos como aquella tarde de primavera, ¿sabes?, ese es el recuerdo que más me ha alentado en esta mi última aventura y que, ten por seguro, me llevaré a la tumba.

Lo siento amor mío, no sabes cuánto lo siento. 

Quiero que seas feliz, que te rehagas, que encuentres a alguien con quien compartir todos tus sueños, mis sueños, nuestros sueños. Desde donde quiera que yo esté, velaré por ti.
Siempre tuyo.

Aunque la firma resultaba un tanto ilegible, me pareció entrever en ella el nombre de Emiliano. Compartí el hallazgo con mi mujer y con el resto de la familia y, por lo que pude comprobar, por las caras de sorpresa que observé, nadie había sabido nunca de la existencia de ese amor de juventud de la bisabuela Rosaura, ni del pasado francmasón de la familia, posible causa, según apuntó mi cuñado, del declive sufrido a partir de los años de la postguerra civil.

Desde entonces consideramos al “bisabuelo” Emiliano como parte de la familia.
Creemos que su amor lo merece.