Recuerdo
un verano, hace ya muchos años, quizás el primer recuerdo de verano de mi
infancia. Mis padres decidieron que deberíamos pasar una temporada “secando”.
En Asturias por aquel entonces, y durante bastantes años, la expresión de “ir a
secar a Castilla” era muy popular debido principalmente a la conjunción
histórica de dos factores inherentes a la tierra: su clima por un lado, sobrada
y húmedamente conocido, y las afecciones respiratorias provocadas por la
profesión que más ha popularizado a los asturianos durante el pasado siglo, la
minería.
El
calor, la altitud y la sequedad del clima veraniego que se encuentra allende
Pajares, suponían la mejor medicina jamás inventada para miles de asturianos.
No,
no somos de familia de mineros ni residíamos siquiera en ninguna de las Cuencas
Mineras. La decisión de ir a Castilla a pasar el verano vino provocada por los
continuos catarros por los que fue transcurriendo mi infancia hasta que se tomó
la drástica solución, actualmente en desuso, de extraerme las amígdalas.
El
destino de nuestro viaje estaba marcado por el origen de nuestra familia ya que
tres de mis cuatro abuelos son nacidos en Grajal de Campos, pequeño pueblo del
sureste de la provincia de León, en plena Tierra de Campos y a escasos cinco
kilómetros de Sahagún, capital de la comarca. Allí todavía resistía un pequeño
bastión de la familia que había optado por permanecer fiel a sus raíces, o
quizás que no habían tenido ocasión de emigrar en busca de otros horizontes,
como hizo la mayoría.
En
ese entorno, que yo veía como una especie de paraíso, fui descubriendo cosas
que para mis ojos eran absolutamente nuevas, auténticas aventuras; la casa
tenía un corral con toda suerte de animales domésticos, caballo, perro, gato,
cerdo, gallinas; me llevaban a la era en un carro con caballo; me montaban en
el trillo; a mediodía descansábamos a la sombra, a la orilla del Valderaduey,
plagado de ranas que jamás había visto. Incluso había un castillo de verdad.
Eran tantas sensaciones nuevas, día tras día, que me daba la impresión de estar
viviendo un cuento; mi propio país de las maravillas.
Recuerdo
uno de esos mediodías, cuando más apretaba el calor, mi padre, su primo Tanis,
el hijo de éste, Miguel que más o menos tenía mi edad y yo, estábamos a la
orilla del rio; los adultos charlando de sus cosas y los niños enredando, como
de costumbre. En uno de estos enredos yo acabé cayendo al rio. No había
peligro, no cubría más arriba del muslo, pero el susto y la mojadura,
tremendos. Una vez pasada la primera impresión consiguieron que nos
estuviéramos quietos un rato, pero enseguida volvimos a la carga:
- Papá,
yo quiero ir al castillo – le dije en tono zalamero.
- Ya
hemos estado. Le hemos dado toda la vuelta – contestó mi padre.
- ¡No,
no! – respondimos al unísono Miguel y yo – Lo que queremos es entrar dentro del
castillo.
- ¡Eso
si que no! Es imposible, no se puede entrar en el castillo.
Como
veía que la respuesta no nos convencía lo más mínimo y nos íbamos a poner un
poco pesados en la insistencia, nos dijo:
- A
ver. Venid acá, sentaos en esas piedras que os voy a contar una historia que ha
pasado hace muchos años, desde que el castillo está cerrado.
Hace muchos, muchos años, en el siglo
pasado, allá por el año 1895 en un pueblecito de la provincia de Zamora, aquí
al lado, pegando con la de León donde estamos ahora, pues eso, en un pueblo que
se llama Nuez de Aliste vivía un molinero que se llamaba Serafín. En aquel
entonces había muchos molinos, sobre todo en los pueblos que cultivaban cereal,
porque el cereal hay que molerlo para poder hacer harina y no era posible tener
una muela en cada casa. Había molinos de viento, como los que salen en El
Quijote que estuvimos leyendo el otro día ¿os acordáis?, pero los molinos de
Nuez de Aliste eran molinos de agua porque en esa zona, en la comarca de
Aliste, hay muchos ríos pequeños como éste, y la fuerza que lleva el agua mueve
la muela que es una piedra que pesa mucho. El molino de Serafín se llamaba, y
se llama porque aún existe, Fillival. No, ya no funciona porque hoy día hay
otros métodos para moler el cereal, pero el molino sí que existe. Bieeen, de
acuerdo, otro día iremos de excursión a conocer un molino. Si me seguís
interrumpiendo y yéndoos por los cerros de Úbeda no vamos a terminar nunca con
la historia.
Como os iba diciendo, el molino de
Serafín, el Fillival, estaba enclavado sobre el rio Manzanas que es el rio que
pasa por Nuez de Aliste y que, además marca la frontera con Portugal. Este
molino estaba algo alejado del pueblo, en su extremo norte, por el camino que
conducía hacia Trabazos que era la capital del municipio y que distaba algo
menos de cuatro kilómetros.
Este ligero alejamiento del pueblo y un carácter
un tanto huraño hacían que el Fillival no fuera uno de los molinos preferidos
por los habitantes de Nuez, lo cual se traducía en menos ganancias para Serafín
que, aunque vivía solo, pasaba algunas estrecheces económicas y eso le hacía a
su vez volverse más hosco y solitario, o sea, la pescadilla que se muerde la
cola.
La verdad del asunto es que Serafín
había tenido algunos problemas al nacer y su cerebro jamás se desarrolló a la
misma velocidad que el de otros niños de su edad. No es que se notara mucho,
pero él era consciente de que era algo “lento” y eso le acomplejó siempre,
aumentando según iban pasando los años. El hecho de quedarse huérfano en su
adolescencia en un trágico incendio que hubo en el molino, en el que murieron
sus padres y cuyas causas nunca se aclararon, tampoco influyó a que su relación
con el resto del mundo, sus vecinos, y de sus vecinos con él, fuesen muy
fluidas.
Por lo demás Serafín se esforzaba por
participar en todos los actos y celebraciones, tanto de Nuez, su pueblo, como
del resto de la comarca de Aliste. Acudía puntualmente durante el otoño, el
cuarto día de cada mes al mercado de San Vitero donde procuraba captar clientes
de otros pueblos cercanos, Latedo, San Martín del Pedroso, Villarino de Cebal,…
Participaba con cierto entusiasmo en el Tafarrón, que era una especie de
mascarada de invierno, de carnaval que se celebraba por todos los pueblos de la
comarca en los primeros días del año y que en los pueblos de Castilla se
conocen como “los doce días rigurosos” en los que, según la tradición los vivos
y los muertos entran en comunicación. El hecho de portar máscara y de que no se
le reconociera (o eso creía él) le daba más seguridad en sí mismo. Participaba
en los trabajos comunales de la Rozada; en fin, intentaba ser uno más en el
pueblo, integrarse, pero no lo lograba, algo había en su persona que provocaba
cierto rechazo en el resto de los vecinos.
Por eso a nadie extrañó, cuando la
pequeña Piedad apareció muerta, que todas las miradas recayesen en Serafín.
Piedad era una niña de siete años, la tercera de los cinco hijos de Don
Anselmo, el boticario de Viñas, un pueblo distante unos cinco kilómetro de Nuez
en dirección a Alcañices. Hacía cinco días que había desaparecido
misteriosamente cuando jugaba con otros niños cerca de la plaza de la Iglesia.
Era verano, los días son largos, los niños abundantes y el calor de la tarde
hacía que los adultos buscasen la sombra fresca dentro de las casas, por lo que
nadie se dio cuenta de su falta hasta cerca de la hora de la cena. A los cinco
días apareció muerta a las afuera de Nuez, cerca del molino de Serafín, en una
cabaña que se utilizaba para almacenar el grano. La encontraron una partida de
hombres que habían salido de batida en su busca. La niña tenía muchas heridas y
su visión era horrible. Inmediatamente, por la cercanía del molino, fueron a
preguntar a Serafín, pero éste, que la noche anterior había abusado del vino,
se presentó ante los hombres que le buscaban en un estado deplorable que, unido
a su tradicional lentitud y ligero tartamudeo habitual hicieron de él, no ya el
principal sospechoso, sino el reo cierto del crimen.
La situación se fue volviendo violenta
por instantes, los comentarios de los presentes iban subiendo de tono, - ¿Qué
te pasa Serafín, qué es lo que nos ocultas?- preguntaba uno - ¿Qué hiciste
anoche, dónde estuviste? – inquiría otro sin dejar que Serafín hubiese
contestado al primero, - ¿Qué le has hecho a la niña, miserable? – terciaba
otro más, encrespando los ánimos del resto.
Lo que hubiese culminado en un
linchamiento inminente se evitó, milagrosamente con la casual, o quizás no tan
casual, aparición de la pareja de la Guardia Civil a caballo que llevaba a cabo
la batida de los montes de los alrededores. Hizo falta que pegaran un par de
tiros al aire y más de un par de culatazos a alguno de los exaltados vecinos,
pero consiguieron sacar de allí al molinero medio muerto de miedo, de vergüenza
y de asco. Lo trasladaron a los calabozos de Trabazos a la espera de que el
juez instructor se trasladara desde Zamora, realizase la investigación,
instruyese el caso y dictaminase el proceder a llevar a cabo con el reo.
No os podéis imaginar lo que suponía en
tiempo la realización de todas estas tareas en aquella época. Debéis de tener
en cuenta que las comunicaciones en la España de finales del siglo pasado eran
muy pobres y los medios de locomoción (no había coches, ni trenes como ahora)
muy lentos, la gente viajaba principalmente en carruajes tirados por caballos.
A esto hay que unirle que la comarca donde había transcurrido todo lo que os
estoy contando estaba muy lejos de cualquier ciudad (Zamora distaba unos
ochenta kilómetros) y con accesos montañosos muy difíciles de transitar.
Esto hizo que la permanencia de Serafín
en los calabozos de Trabazos se prolongase durante varios meses, en los cuales
la Guardia Civil tuvo que reforzar la vigilancia ya que hubo varios intentos
por parte de los vecinos de asaltar el cuartelillo para ajusticiarle de forma
popular.
Finalmente, a finales de marzo, ya en
1896, el juez instructor dictaminó, sin complicarse mucho la existencia, que
los indicios de culpabilidad eran más que suficientes como para que el caso se
viera en el Tribunal de la Audiencia, por lo que habría que trasladar al preso
hasta León.
Los traslados de presos en aquella época
los ejecutaba la Guardia Civil y eran a la vez sencillos y complicados.
Sencillos porque se trataba simplemente de atar al preso convenientemente y
ponerle a caminar entre dos guardias hasta llegar al destino. Complicados se
volvían cuando ese traslado era a un punto lejano, lo cual suponían varias
jornadas de camino; o cuando no era solo un preso el trasladado, sino varios
que caminaban todos ellos atados a su vez a una única soga. Es lo que se
llamaba una cuerda de presos.
En este caso el traslado llevaría
bastante tiempo y era probable que surgieran complicaciones por el camino,
tanto por causa del preso, que con el tiempo había ido trastornándose y
volviéndose bastante agresivo, como porque su fama había incluso transcendido
de la comarca y cabía la posibilidad de que alguien intentase ajusticiarle por
el camino. Por ese motivo el comandante de puesto, el sargento Vasijas, eligió
para esta misión al cabo Graciano y al guardia Fulgencio. Este último era una
auténtica fuerza de la naturaleza, un tipo rocoso, alto (en el siglo pasado un
hombre de 1,80 era muy alto), de manos grandes, brazos como muslos y capaz de
correr sin parar tres días seguidos; pero era un poco bruto. Graciano sin
embargo, era un hombre ya maduro, más reposado, bastante reflexivo y que había
sido padre recientemente, por lo que haría todo lo posible para evitar los
problemas y acabar la misión en el menor tiempo posible.
El 2 de Abril, el mismo día que se
celebraba en Atenas la ceremonia de inauguración de las primeras olimpiadas de
la era moderna, el trio compuesto por los dos guardias y el molinero Serafín
iniciaron su periplo. El invierno se estaba prolongando ese año más de lo
habitual y, a pesar de que ya debería de empezar a notarse el calor durante el
día, lo cierto es que el aire frio del norte no cesaba de soplar por lo que la
sensación gélida era constante. Habían hecho bien, pensó Graciano, en echarse
al petate la capa alistana; no es que los capotes del uniforme no abrigasen,
pero con ese aire que barría la meseta congelándolo todo a su paso, todo era
poco, y esas capas alistanas que solían utilizar los varones de la comarca para
procesionar en Semana Santa eran una auténtica bendición.
Cuando llevaban varios días de camino
sin que hubiesen tenido ningún percance digno de mención, el tiempo se tornó en
temporal de agua; durante tres días llovió con una intensidad desproporcionada,
como no se había visto jamás en esa parte de España. Tuvieron que permanecer a
resguardo y, cuando por fin pudieron reemprender la marcha, tuvieron que
hacerlo rodeando muchos kilómetros debido a los múltiples desbordamientos
sufridos por los ríos que habían anegado todos los campos y caminos de las
comarcas que atravesaban. Unas inundaciones muy superiores a las que cuatro
años antes, en 1892 había provocado en la comarca el desbordamiento del Rio
Pisuerga. Este improvisado desvío les llevó hasta este pueblo, Grajal de
Campos.
Como os podréis imaginar, en aquella
época no había hoteles, pensiones ni nada parecido, y mucho menos en pueblos
tan pequeños como los que atravesaban nuestros guardias en su camino. Tenían
que alojarse en los puestos de la guardia civil, donde los había, o en casas
particulares que les daban cobijo. En Grajal no había puesto de la Guardia
Civil, pero lo que si había era estación de ferrocarril desde hacía varios
años, concretamente desde que en 1863 la Compañía de Ferrocarriles del Noroeste
de España puso en marcha el tramo León – Palencia, aunque en esa época esa
compañía ya no existía porque había sido absorbida por la Norte, que en
realidad se llamaba Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, pero
todo el mundo la conocía como La Norte.
Uno de los gerifaltes de La Norte,
procedente de familia leonesa, tenía un primo lejano viviendo aquí en Grajal el
cual, aprovechando el parentesco por un lado y la jubilación del jefe de
estación por otro, escribió a finales de 1893 a su primo para que mediara ante
la empresa la posibilidad de que su hijo Aquilino, joven de gran preparación,
accediera al cargo. La consecución de este puesto de trabajo fue un gran motivo
de alegría para la familia y más aún para el joven Aquilino ya que por un lado,
al ocupar un puesto considerado como público y estratégico se libraba de su
incorporación a filas (las cosas por aquel entonces estaban bastante revueltas
tanto en Filipinas como en Cuba). Por otro, podía pensar en casarse con su
novia Carmen, a quien festejaba hacía años.
Cuando llegan nuestros amigos Graciano y
Fulgencio custodiando al molinero Serafín a la estación de Grajal, Aquilino y
Carmen llevan ya dos años casados y, si bien no nadaban en la abundancia
precisamente, su situación era lo suficientemente estable como para ver
esperanzados la inminente llegada de su primer hijo. Efectivamente, Carmen se
encontraba en el último mes de gestación de un embarazo que, por lo demás le
había causado bastantes problemas físicos desde el principio, debiendo
permanecer en reposo absoluto durante varios meses.
La llegada de la cuerda de presos a la
estación no era ninguna novedad. Tampoco es que fuera cosa de todos los meses,
pero con cierta frecuencia alojaban durante una noche a los caminantes, por lo
que tanto Aquilino como Carmen, más Aquilino que Carmen dado el delicado estado
de ésta, se afanaron en disponer lo necesario para acoger a los huéspedes.
Nadie, ni los guardias ni el matrimonio, se percataron del cuchillo de cocina
que disimuladamente Serafín distrajo entre la faja y el pantalón.
Esa noche, en silencio, poco a poco,
Serafín fue cortando las ligaduras que le maniataban y que por la noche también
le aferraban los pies. Una vez liberado, muy sigilosamente fue moviéndose
centímetro a centímetro para no despertar a sus centinelas. Se supone que uno
de ellos debería de estar siempre despierto, turnándose en la vigilia, pero llevaban
ya muchos días de difícil caminata por caminos totalmente embarrados y el
cansancio y la, hasta entonces, ausencia de problemas terminó por rendirles.
Serafín sabía que esta sería su única
posibilidad de fuga, por lo que, cuchillo en mano se acercó a la puerta rezando
porque ésta no crujiera al abrirse. Tuvo suerte, Aquilino la mantenía bien
engrasada. A pesar que su intención era únicamente la de evadirse sin causar
mal a nadie, él no era un criminal repetía a cuantos le quisieran escuchar,
continuó aferrando el cuchillo con su mano izquierda. Todo estaba saliendo
bien, recordaba perfectamente la disposición de los muebles de la cocina por
donde debía de pasar para salir de la estación, no tropezaba con nada, no hacía
ningún ruido, sin embargo una voz le sobresaltó desde el rincón donde estaba la
pila - ¿Quién anda ahí? – Una voz de mujer, más asustada que otra cosa. Carmen,
que con tanto reposo tenía las horas de sueño trastocadas y no podía dormir a
causa del ardor de estómago que le causaban los movimientos nocturnos del feto,
se había levantado a tomar un vaso de leche.
De inmediato se oyeron otras voces desde dentro de la
habitación - ¡¡Fulgencio, despierta, el preso se fuga!! – seguidas de fuertes
golpes al levantarse de los catres, chocar con la silla, tirar la mesita de
noche, ruido de cristales rotos al caerse el vaso de agua que Graciano se había
llevado la habitación, el portazo al abrir la puerta con toda la fuerza
desbocada de Fulgencio. Cuando Serafín reaccionó Fulgencio ocupaba todo el
espacio de la puerta que comunicaba la cocina con las habitaciones, amenazante,
con el mosquetón en la mano. Sin pensárselo dos veces agarró a Carmen por el
cuello amenazándola con el cuchillo y parapetándose detrás de ella.
La situación era muy tensa, Fulgencio
estaba a punto de abalanzarse hacia el bulto que formaban Carmen y Serafín, lo
que podía haber originado un auténtico desastre cuando, apareciendo por detrás
de Fulgencio, intervino Graciano – A ver, vamos a intentar tranquilizarnos
todos. ¡Fulgencio, ni te muevas!; Serafín ¿Qué pretendes? Haz el favor de dejar
a esta mujer que vas a provocar una desgracia ¿No dices que no eres un
criminal? ¡Demuéstralo ahora! – Le dijo mientras avanzaba muy lentamente hacia Serafín.
Éste, sabiendo que era su última
oportunidad, desesperado, empujó a Carmen violentamente contra Graciano
haciéndoles caer a los dos y saltó por la ventana haciendo añicos los
cristales, se incorporó rápidamente y comenzó a correr como no había corrido
nunca en su vida.
Carmen aulló de dolor cuando en la caída
algo se desgarró en su interior - ¡Dios mío, mi hijo! – mientras se encogía
sobre si misma sujetándose el vientre fuertemente con las manos que rápidamente
se le empaparon.
-
¡Tranquila,
no se preocupe, yo la ayudaré! – Le dijo Graciano lo más suavemente que pudo,
intentado tranquilizar; y luego bramó - ¡Fulgencio, que no escape!
El parto se presentó de inmediato, un
visto y no visto; el pobre Aquilino, al que un color se le iba y otro se le
venía pero pálido como un muerto, ni siquiera tuvo tiempo de avisar a nadie que
pudiese ayudar. Graciano sin embargo parecía que pasase por situaciones
similares todos los días, tranquilizando a Carmen, enervando a Aquilino que se
había quedado como una estatua. – No se preocupe mujer, yo he sido padre hace
poco y tengo ya cuatro hijos, tranquilícese que sé lo que hago – le decía a
Carmen mientras pensaba que ojalá fuera verdad, que ojalá supiera que demonios
estaba haciendo - ¡Aquilino, por Dios, ¿Qué pasa con ese agua caliente?!
Entre tanto Fulgencio, en su persecución
había llegado hasta el castillo donde se había adentrado Serafín tratando de
ocultarse. Prácticamente nadie entraba en el castillo desde que el terremoto de
Lisboa de 1755 lo había dejado peligrosamente dañado, igual que destruyó la
torre oeste de la Catedral de Astorga, o la torre de la Iglesia de San Miguel
de Palencia o casi derruido el castillo de Torremarjón a tan solo 45 kilómetro
de Grajal. Pero esto no lo sabía Serafín ni lo podía prever Fulgencio. Ninguno
de los dos pudo prever tampoco que las graves inundaciones de días pasados
provocasen un deslizamiento del terreno que acabó por derribar el ya agrietado
muro interior del ala oeste del castillo, justo donde se escondía Serafín.
Fulgencio vio el movimiento del muro un segundo antes de oír el pavoroso
crujido de la muralla al quebrarse. Tuvo tiempo de echarse hacia atrás, pero se
abalanzó hacia donde estaba Serafín en un intento desesperado de librarle de
una muerte cierta; al fin y al cabo se conocían desde niños…. y juntos quedaron
sepultados bajo toneladas de piedras. Desde entonces el castillo permanece
sellado.
El bebé que tuvo Carmen, después de
tanto avatar, nació muy bien, fue niña y, en honor al cabo Graciano y a que
nació siendo ya la madrugada del 16 de Abril, día de Santa Engracia, le
pusieron ese nombre, Engracia. Vuestra abuela Engracia.
* * * * *
Cuando
volvíamos de la excursión, tanto Miguel como yo íbamos extrañamente callados y
tranquilos, recordando la historia, rumiándola, cuando nos cruzamos con alguna
gente que venía de la era y saludaron a mi padre y a mi tío.
- Hay
que ver, que niños más majos tenéis, ¿Qué queréis ser de mayores? – Los adultos
siempre preguntaban lo mismo.
- ¡Guardia
Civil! – contestó Miguel inmediatamente.
- ¿Y
tú Nardito?
- Nardito
es mi padre. Yo soy Nardo y quiero ser ingeniero naval.