lunes, 26 de octubre de 2015

EL PRESO




José Gálvez es un hombre cabal. A pesar de su corta edad, actualmente a los treinta años aún se es un joven, en su época ya es considerado como un adulto maduro, serio, responsable y cabeza de familia, además de veterano de la primera Gran Guerra. 
Pero está preso.


De nada le ha valido su linaje, que lo tiene, porque no lo ha considerado un recurso utilizable; ni este ni ningún otro. Se sabe culpable y, además, orgulloso de portar el peso de su culpa. Es un hombre de honor; pagará por lo que ha hecho, sin arrepentimientos, con orgullo.
-          No puedes continuar aquí – le insistía el Padre Vicente cada vez que le visitaba – Se lo debes a tu familia ¡Si tu abuelo levantara la cabeza!
-          No, padre. No siga por ese camino. Sabe usted que hace muchos años renuncié a cualquier tipo de contacto con toda mi familia o, más bien, mi familia me repudió. No voy a arrastrarme ante ellos ¡ni ante nadie!.
El padre Vicente era el asesor espiritual de la familia Gálvez desde hacía décadas y el único que mantenía algún contacto con José desde que éste, desoyendo todos los consejos y directrices familiares, se fue al norte para casarse con aquella mestiza.
Durante años, desde que volvió de la guerra, fue feliz en su pequeña casa a las afueras de Star Valley, pequeño pueblecito del condado de Gila (Arizona), dedicándose a su ganado y a su mujer, Wanda. No habían tenido hijos, pero no perdían la esperanza, a ambos les gustaban los niños y ansiaban tener varios críos.
Durante estos años la paz que disfrutaban tan solo se vio turbada en media docena de ocasiones, coincidiendo con las esporádicas visitas que le hacía su padre, Luis Gálvez, el magnate, el gran terrateniente del estado de Sonora. José sabía que esas visitas se debían a los remordimientos de conciencia que su padre sufría por la separación de la familia. Nunca, jamás desde hacía generaciones, ningún miembro había osado emanciparse, hacer la vida por su cuenta ¿para qué?, al fin y al cabo los Gálvez eran toda una institución en Hermosillo; tenían todo lo que querían; decir “Gálvez” era decir poder, riqueza, privilegios, ¿quién querría renunciar a esa vida tan regalada? Entre su padre y sus dos tíos controlaban la práctica totalidad de los sectores de producción del estado, por no hablar del poder político; desde hacía años el Partido Liberal Constitucionalista y el Partido Laborista Mexicano se turnaban en el trono de la presidencia municipal de Hermosillo y, por ende, de todo el estado de Sonora. La familia Gálvez no se dedicaba a la política, eso supondría tener que exponerse públicamente y no lo necesitaban; simplemente controlaban con suficiencia ambos partidos políticos y nada se hacía en Hermosillo sin la previa consulta con la Mansión Gálvez.
José sabía que su padre deseaba su regreso al redil. A Luis le importaba un comino la raza de Wanda, ni la pureza de su sangre. De hecho era totalmente consciente que el gran patriarca de la familia, su tatarabuelo Bernardo de Gálvez y Madrid, que llegó a ostentar el cargo de virrey de Nueva España, se había casado en 1777 con Feliciana, una viuda criolla de Luisana, y de ese matrimonio descendía toda la estirpe. Ese era un dato que el resto de la familia no mencionaba jamás; el típico secreto de familia grande del que se sienten avergonzados. Sobre manera Cristina, la madre de José. Ella fue la que se opuso por completo a su relación con Wanda, la que puso a toda la familia en contra, la que puso a su padre entre la espada y la pared y que terminó con la huida de José y Wanda a donde, pensaban, no les encontrarían nunca.
La entrada en Arizona no le salió gratis a José. Estados Unidos acababa de entrar en la contienda bélica que se desarrollaba en Europa y le obligaron a alistarse para poder oficializar legalmente su inmigración. Fueron años de separación de la pareja; difíciles; la guerra estaba lejos, las comunicaciones eran lentas, ellos eran muy jóvenes y, si la vida en la trinchera era dura, la supervivencia en retaguardia de una joven medio india con gran desconocimiento del idioma, no era mucho más sencilla.
Cuando terminó la guerra, al fin, se establecieron. Compraron un pequeño rancho en las afueras de Star Valley; el pueblo por aquel entonces no tendría más allá de cuatrocientos o quinientos habitantes. La vida era tranquila, de mucho trabajo, pero apacible y, sobre todo, lo suficientemente lejos de la familia Gálvez. Ellos dos, solos, codo con codo; levantándose al alba y trabajando sin parar hasta bien entrada la noche; atendiendo al ganado, a los pastos, a la falta de agua, a las tormentas, a las plagas. Así fue como poco a poco levantaron su “paraíso” como le gustaba llamarlo a Wanda.
¡Wanda! ¡Cómo la quería! Vivían el uno para el otro. Lo habían sido todo el uno para el otro desde que eran poco más que unos mocosos que correteaban por las calles de Hermosillo. Cuando la adolescencia les hizo despertar los sentidos, se sintieron y ya no se separaron. Su madre se dio cuenta bastante rápido de lo que pasaba; las madres, ya se sabe, tienen un sexto sentido para estas cosas. Pero no le dio, en principio, mayor importancia; al fin y al cabo, se dijo, los Gálvez siempre han cogido lo que han querido, es joven, que disfrute; cuando llegue el momento de sentar la cabeza, pensó, ya decidiremos lo que hay que hacer. ¡Qué equivocada estaba!
Por eso le había dolido tanto. Por eso no se arrepentía. Por eso estaba preso; porque quería pagar; porque su unión era, o eso creía él, algo único, indestructible, eterno. Y cuando descubrió que no, que resulta, a pesar de todo lo que habían pasado juntos, que Wanda no creía en lo mismo que él; que Wanda se había arrojado en los brazos de otro hombre, todo su ser se rompió, el abismo se abrió ante él y por allí se fue su vida, su futuro, su amor.
La semana había resultado bastante dura; entre José y el capataz habían tenido que transportar varios centenares de reses hasta el mercado de Tucson, a más de doscientas millas de distancia. Gracias a dios, el temporal de viento había amainado con lo que el traslado resultó bastante más rápido y sencillo de lo que en un principio había pensado, por lo que pudo regresar un par de días antes de lo previsto. El capataz se había quedado en Tucson disfrutando de un más que merecido descanso; tenía familia en la ciudad y José era un jefe comprensivo. Pensó en telegrafiarle a Wanda su regreso pero, cuando ya estaba en la oficina de telégrafos de Tucson se lo pensó mejor – le daré una gran sorpresa – se dijo.
A partir de ese momento todo se reduce a una sucesión de imágenes sin sentido; un caos emocional y físico; la nada. Por eso las visitas del Padre Vicente, enviado urgentemente por su padre el gran Gálvez, le dibujan una triste sonrisa en el rostro.
-          Ya está otra vez aquí ese cura cargante – piensa cuando oye vocear al carcelero de turno - ¡Visita para el número nueve!
-          ¡Hijo, arrepiéntete al menos! El alcaide me ha confirmado que la próxima semana te ahorcarán.
-          Padre, ni me arrepiento, ni me da miedo la eternidad. Creo en Dios y en su juicio. Estoy totalmente dispuesto para ir en su busca.
Bastantes años después la historia de José Gálvez serviría de inspiración para una canción tan desgarradora como su historia.



miércoles, 14 de octubre de 2015

UN CUENTO DE VERANO



Recuerdo un verano, hace ya muchos años, quizás el primer recuerdo de verano de mi infancia. Mis padres decidieron que deberíamos pasar una temporada “secando”. En Asturias por aquel entonces, y durante bastantes años, la expresión de “ir a secar a Castilla” era muy popular debido principalmente a la conjunción histórica de dos factores inherentes a la tierra: su clima por un lado, sobrada y húmedamente conocido, y las afecciones respiratorias provocadas por la profesión que más ha popularizado a los asturianos durante el pasado siglo, la minería.
El calor, la altitud y la sequedad del clima veraniego que se encuentra allende Pajares, suponían la mejor medicina jamás inventada para miles de asturianos.
No, no somos de familia de mineros ni residíamos siquiera en ninguna de las Cuencas Mineras. La decisión de ir a Castilla a pasar el verano vino provocada por los continuos catarros por los que fue transcurriendo mi infancia hasta que se tomó la drástica solución, actualmente en desuso, de extraerme las amígdalas.
El destino de nuestro viaje estaba marcado por el origen de nuestra familia ya que tres de mis cuatro abuelos son nacidos en Grajal de Campos, pequeño pueblo del sureste de la provincia de León, en plena Tierra de Campos y a escasos cinco kilómetros de Sahagún, capital de la comarca. Allí todavía resistía un pequeño bastión de la familia que había optado por permanecer fiel a sus raíces, o quizás que no habían tenido ocasión de emigrar en busca de otros horizontes, como hizo la mayoría.
En ese entorno, que yo veía como una especie de paraíso, fui descubriendo cosas que para mis ojos eran absolutamente nuevas, auténticas aventuras; la casa tenía un corral con toda suerte de animales domésticos, caballo, perro, gato, cerdo, gallinas; me llevaban a la era en un carro con caballo; me montaban en el trillo; a mediodía descansábamos a la sombra, a la orilla del Valderaduey, plagado de ranas que jamás había visto. Incluso había un castillo de verdad. Eran tantas sensaciones nuevas, día tras día, que me daba la impresión de estar viviendo un cuento; mi propio país de las maravillas.
Recuerdo uno de esos mediodías, cuando más apretaba el calor, mi padre, su primo Tanis, el hijo de éste, Miguel que más o menos tenía mi edad y yo, estábamos a la orilla del rio; los adultos charlando de sus cosas y los niños enredando, como de costumbre. En uno de estos enredos yo acabé cayendo al rio. No había peligro, no cubría más arriba del muslo, pero el susto y la mojadura, tremendos. Una vez pasada la primera impresión consiguieron que nos estuviéramos quietos un rato, pero enseguida volvimos a la carga:
-       Papá, yo quiero ir al castillo – le dije en tono zalamero.
-       Ya hemos estado. Le hemos dado toda la vuelta – contestó mi padre.
-       ¡No, no! – respondimos al unísono Miguel y yo – Lo que queremos es entrar dentro del castillo.
-       ¡Eso si que no! Es imposible, no se puede entrar en el castillo.
Como veía que la respuesta no nos convencía lo más mínimo y nos íbamos a poner un poco pesados en la insistencia, nos dijo:
-       A ver. Venid acá, sentaos en esas piedras que os voy a contar una historia que ha pasado hace muchos años, desde que el castillo está cerrado.
Hace muchos, muchos años, en el siglo pasado, allá por el año 1895 en un pueblecito de la provincia de Zamora, aquí al lado, pegando con la de León donde estamos ahora, pues eso, en un pueblo que se llama Nuez de Aliste vivía un molinero que se llamaba Serafín. En aquel entonces había muchos molinos, sobre todo en los pueblos que cultivaban cereal, porque el cereal hay que molerlo para poder hacer harina y no era posible tener una muela en cada casa. Había molinos de viento, como los que salen en El Quijote que estuvimos leyendo el otro día ¿os acordáis?, pero los molinos de Nuez de Aliste eran molinos de agua porque en esa zona, en la comarca de Aliste, hay muchos ríos pequeños como éste, y la fuerza que lleva el agua mueve la muela que es una piedra que pesa mucho. El molino de Serafín se llamaba, y se llama porque aún existe, Fillival. No, ya no funciona porque hoy día hay otros métodos para moler el cereal, pero el molino sí que existe. Bieeen, de acuerdo, otro día iremos de excursión a conocer un molino. Si me seguís interrumpiendo y yéndoos por los cerros de Úbeda no vamos a terminar nunca con la historia.
Como os iba diciendo, el molino de Serafín, el Fillival, estaba enclavado sobre el rio Manzanas que es el rio que pasa por Nuez de Aliste y que, además marca la frontera con Portugal. Este molino estaba algo alejado del pueblo, en su extremo norte, por el camino que conducía hacia Trabazos que era la capital del municipio y que distaba algo menos de cuatro kilómetros.
Este ligero alejamiento del pueblo y un carácter un tanto huraño hacían que el Fillival no fuera uno de los molinos preferidos por los habitantes de Nuez, lo cual se traducía en menos ganancias para Serafín que, aunque vivía solo, pasaba algunas estrecheces económicas y eso le hacía a su vez volverse más hosco y solitario, o sea, la pescadilla que se muerde la cola.
La verdad del asunto es que Serafín había tenido algunos problemas al nacer y su cerebro jamás se desarrolló a la misma velocidad que el de otros niños de su edad. No es que se notara mucho, pero él era consciente de que era algo “lento” y eso le acomplejó siempre, aumentando según iban pasando los años. El hecho de quedarse huérfano en su adolescencia en un trágico incendio que hubo en el molino, en el que murieron sus padres y cuyas causas nunca se aclararon, tampoco influyó a que su relación con el resto del mundo, sus vecinos, y de sus vecinos con él, fuesen muy fluidas.
Por lo demás Serafín se esforzaba por participar en todos los actos y celebraciones, tanto de Nuez, su pueblo, como del resto de la comarca de Aliste. Acudía puntualmente durante el otoño, el cuarto día de cada mes al mercado de San Vitero donde procuraba captar clientes de otros pueblos cercanos, Latedo, San Martín del Pedroso, Villarino de Cebal,… Participaba con cierto entusiasmo en el Tafarrón, que era una especie de mascarada de invierno, de carnaval que se celebraba por todos los pueblos de la comarca en los primeros días del año y que en los pueblos de Castilla se conocen como “los doce días rigurosos” en los que, según la tradición los vivos y los muertos entran en comunicación. El hecho de portar máscara y de que no se le reconociera (o eso creía él) le daba más seguridad en sí mismo. Participaba en los trabajos comunales de la Rozada; en fin, intentaba ser uno más en el pueblo, integrarse, pero no lo lograba, algo había en su persona que provocaba cierto rechazo en el resto de los vecinos.
Por eso a nadie extrañó, cuando la pequeña Piedad apareció muerta, que todas las miradas recayesen en Serafín. Piedad era una niña de siete años, la tercera de los cinco hijos de Don Anselmo, el boticario de Viñas, un pueblo distante unos cinco kilómetro de Nuez en dirección a Alcañices. Hacía cinco días que había desaparecido misteriosamente cuando jugaba con otros niños cerca de la plaza de la Iglesia. Era verano, los días son largos, los niños abundantes y el calor de la tarde hacía que los adultos buscasen la sombra fresca dentro de las casas, por lo que nadie se dio cuenta de su falta hasta cerca de la hora de la cena. A los cinco días apareció muerta a las afuera de Nuez, cerca del molino de Serafín, en una cabaña que se utilizaba para almacenar el grano. La encontraron una partida de hombres que habían salido de batida en su busca. La niña tenía muchas heridas y su visión era horrible. Inmediatamente, por la cercanía del molino, fueron a preguntar a Serafín, pero éste, que la noche anterior había abusado del vino, se presentó ante los hombres que le buscaban en un estado deplorable que, unido a su tradicional lentitud y ligero tartamudeo habitual hicieron de él, no ya el principal sospechoso, sino el reo cierto del crimen.
La situación se fue volviendo violenta por instantes, los comentarios de los presentes iban subiendo de tono, - ¿Qué te pasa Serafín, qué es lo que nos ocultas?- preguntaba uno - ¿Qué hiciste anoche, dónde estuviste? – inquiría otro sin dejar que Serafín hubiese contestado al primero, - ¿Qué le has hecho a la niña, miserable? – terciaba otro más, encrespando los ánimos del resto.
Lo que hubiese culminado en un linchamiento inminente se evitó, milagrosamente con la casual, o quizás no tan casual, aparición de la pareja de la Guardia Civil a caballo que llevaba a cabo la batida de los montes de los alrededores. Hizo falta que pegaran un par de tiros al aire y más de un par de culatazos a alguno de los exaltados vecinos, pero consiguieron sacar de allí al molinero medio muerto de miedo, de vergüenza y de asco. Lo trasladaron a los calabozos de Trabazos a la espera de que el juez instructor se trasladara desde Zamora, realizase la investigación, instruyese el caso y dictaminase el proceder a llevar a cabo con el reo.
No os podéis imaginar lo que suponía en tiempo la realización de todas estas tareas en aquella época. Debéis de tener en cuenta que las comunicaciones en la España de finales del siglo pasado eran muy pobres y los medios de locomoción (no había coches, ni trenes como ahora) muy lentos, la gente viajaba principalmente en carruajes tirados por caballos. A esto hay que unirle que la comarca donde había transcurrido todo lo que os estoy contando estaba muy lejos de cualquier ciudad (Zamora distaba unos ochenta kilómetros) y con accesos montañosos muy difíciles de transitar.
Esto hizo que la permanencia de Serafín en los calabozos de Trabazos se prolongase durante varios meses, en los cuales la Guardia Civil tuvo que reforzar la vigilancia ya que hubo varios intentos por parte de los vecinos de asaltar el cuartelillo para ajusticiarle de forma popular.
Finalmente, a finales de marzo, ya en 1896, el juez instructor dictaminó, sin complicarse mucho la existencia, que los indicios de culpabilidad eran más que suficientes como para que el caso se viera en el Tribunal de la Audiencia, por lo que habría que trasladar al preso hasta León.
Los traslados de presos en aquella época los ejecutaba la Guardia Civil y eran a la vez sencillos y complicados. Sencillos porque se trataba simplemente de atar al preso convenientemente y ponerle a caminar entre dos guardias hasta llegar al destino. Complicados se volvían cuando ese traslado era a un punto lejano, lo cual suponían varias jornadas de camino; o cuando no era solo un preso el trasladado, sino varios que caminaban todos ellos atados a su vez a una única soga. Es lo que se llamaba una cuerda de presos.
En este caso el traslado llevaría bastante tiempo y era probable que surgieran complicaciones por el camino, tanto por causa del preso, que con el tiempo había ido trastornándose y volviéndose bastante agresivo, como porque su fama había incluso transcendido de la comarca y cabía la posibilidad de que alguien intentase ajusticiarle por el camino. Por ese motivo el comandante de puesto, el sargento Vasijas, eligió para esta misión al cabo Graciano y al guardia Fulgencio. Este último era una auténtica fuerza de la naturaleza, un tipo rocoso, alto (en el siglo pasado un hombre de 1,80 era muy alto), de manos grandes, brazos como muslos y capaz de correr sin parar tres días seguidos; pero era un poco bruto. Graciano sin embargo, era un hombre ya maduro, más reposado, bastante reflexivo y que había sido padre recientemente, por lo que haría todo lo posible para evitar los problemas y acabar la misión en el menor tiempo posible.
El 2 de Abril, el mismo día que se celebraba en Atenas la ceremonia de inauguración de las primeras olimpiadas de la era moderna, el trio compuesto por los dos guardias y el molinero Serafín iniciaron su periplo. El invierno se estaba prolongando ese año más de lo habitual y, a pesar de que ya debería de empezar a notarse el calor durante el día, lo cierto es que el aire frio del norte no cesaba de soplar por lo que la sensación gélida era constante. Habían hecho bien, pensó Graciano, en echarse al petate la capa alistana; no es que los capotes del uniforme no abrigasen, pero con ese aire que barría la meseta congelándolo todo a su paso, todo era poco, y esas capas alistanas que solían utilizar los varones de la comarca para procesionar en Semana Santa eran una auténtica bendición.
Cuando llevaban varios días de camino sin que hubiesen tenido ningún percance digno de mención, el tiempo se tornó en temporal de agua; durante tres días llovió con una intensidad desproporcionada, como no se había visto jamás en esa parte de España. Tuvieron que permanecer a resguardo y, cuando por fin pudieron reemprender la marcha, tuvieron que hacerlo rodeando muchos kilómetros debido a los múltiples desbordamientos sufridos por los ríos que habían anegado todos los campos y caminos de las comarcas que atravesaban. Unas inundaciones muy superiores a las que cuatro años antes, en 1892 había provocado en la comarca el desbordamiento del Rio Pisuerga. Este improvisado desvío les llevó hasta este pueblo, Grajal de Campos.
Como os podréis imaginar, en aquella época no había hoteles, pensiones ni nada parecido, y mucho menos en pueblos tan pequeños como los que atravesaban nuestros guardias en su camino. Tenían que alojarse en los puestos de la guardia civil, donde los había, o en casas particulares que les daban cobijo. En Grajal no había puesto de la Guardia Civil, pero lo que si había era estación de ferrocarril desde hacía varios años, concretamente desde que en 1863 la Compañía de Ferrocarriles del Noroeste de España puso en marcha el tramo León – Palencia, aunque en esa época esa compañía ya no existía porque había sido absorbida por la Norte, que en realidad se llamaba Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, pero todo el mundo la conocía como La Norte.
Uno de los gerifaltes de La Norte, procedente de familia leonesa, tenía un primo lejano viviendo aquí en Grajal el cual, aprovechando el parentesco por un lado y la jubilación del jefe de estación por otro, escribió a finales de 1893 a su primo para que mediara ante la empresa la posibilidad de que su hijo Aquilino, joven de gran preparación, accediera al cargo. La consecución de este puesto de trabajo fue un gran motivo de alegría para la familia y más aún para el joven Aquilino ya que por un lado, al ocupar un puesto considerado como público y estratégico se libraba de su incorporación a filas (las cosas por aquel entonces estaban bastante revueltas tanto en Filipinas como en Cuba). Por otro, podía pensar en casarse con su novia Carmen, a quien festejaba hacía años.
Cuando llegan nuestros amigos Graciano y Fulgencio custodiando al molinero Serafín a la estación de Grajal, Aquilino y Carmen llevan ya dos años casados y, si bien no nadaban en la abundancia precisamente, su situación era lo suficientemente estable como para ver esperanzados la inminente llegada de su primer hijo. Efectivamente, Carmen se encontraba en el último mes de gestación de un embarazo que, por lo demás le había causado bastantes problemas físicos desde el principio, debiendo permanecer en reposo absoluto durante varios meses.
La llegada de la cuerda de presos a la estación no era ninguna novedad. Tampoco es que fuera cosa de todos los meses, pero con cierta frecuencia alojaban durante una noche a los caminantes, por lo que tanto Aquilino como Carmen, más Aquilino que Carmen dado el delicado estado de ésta, se afanaron en disponer lo necesario para acoger a los huéspedes. Nadie, ni los guardias ni el matrimonio, se percataron del cuchillo de cocina que disimuladamente Serafín distrajo entre la faja y el pantalón.
Esa noche, en silencio, poco a poco, Serafín fue cortando las ligaduras que le maniataban y que por la noche también le aferraban los pies. Una vez liberado, muy sigilosamente fue moviéndose centímetro a centímetro para no despertar a sus centinelas. Se supone que uno de ellos debería de estar siempre despierto, turnándose en la vigilia, pero llevaban ya muchos días de difícil caminata por caminos totalmente embarrados y el cansancio y la, hasta entonces, ausencia de problemas terminó por rendirles.
Serafín sabía que esta sería su única posibilidad de fuga, por lo que, cuchillo en mano se acercó a la puerta rezando porque ésta no crujiera al abrirse. Tuvo suerte, Aquilino la mantenía bien engrasada. A pesar que su intención era únicamente la de evadirse sin causar mal a nadie, él no era un criminal repetía a cuantos le quisieran escuchar, continuó aferrando el cuchillo con su mano izquierda. Todo estaba saliendo bien, recordaba perfectamente la disposición de los muebles de la cocina por donde debía de pasar para salir de la estación, no tropezaba con nada, no hacía ningún ruido, sin embargo una voz le sobresaltó desde el rincón donde estaba la pila - ¿Quién anda ahí? – Una voz de mujer, más asustada que otra cosa. Carmen, que con tanto reposo tenía las horas de sueño trastocadas y no podía dormir a causa del ardor de estómago que le causaban los movimientos nocturnos del feto, se había levantado a tomar un vaso de leche.
De inmediato se  oyeron otras voces desde dentro de la habitación - ¡¡Fulgencio, despierta, el preso se fuga!! – seguidas de fuertes golpes al levantarse de los catres, chocar con la silla, tirar la mesita de noche, ruido de cristales rotos al caerse el vaso de agua que Graciano se había llevado la habitación, el portazo al abrir la puerta con toda la fuerza desbocada de Fulgencio. Cuando Serafín reaccionó Fulgencio ocupaba todo el espacio de la puerta que comunicaba la cocina con las habitaciones, amenazante, con el mosquetón en la mano. Sin pensárselo dos veces agarró a Carmen por el cuello amenazándola con el cuchillo y parapetándose detrás de ella.
La situación era muy tensa, Fulgencio estaba a punto de abalanzarse hacia el bulto que formaban Carmen y Serafín, lo que podía haber originado un auténtico desastre cuando, apareciendo por detrás de Fulgencio, intervino Graciano – A ver, vamos a intentar tranquilizarnos todos. ¡Fulgencio, ni te muevas!; Serafín ¿Qué pretendes? Haz el favor de dejar a esta mujer que vas a provocar una desgracia ¿No dices que no eres un criminal? ¡Demuéstralo ahora! – Le dijo mientras avanzaba muy lentamente hacia Serafín.
Éste, sabiendo que era su última oportunidad, desesperado, empujó a Carmen violentamente contra Graciano haciéndoles caer a los dos y saltó por la ventana haciendo añicos los cristales, se incorporó rápidamente y comenzó a correr como no había corrido nunca en su vida.
Carmen aulló de dolor cuando en la caída algo se desgarró en su interior - ¡Dios mío, mi hijo! – mientras se encogía sobre si misma sujetándose el vientre fuertemente con las manos que rápidamente se le empaparon.
-              ¡Tranquila, no se preocupe, yo la ayudaré! – Le dijo Graciano lo más suavemente que pudo, intentado tranquilizar; y luego bramó - ¡Fulgencio, que no escape!
El parto se presentó de inmediato, un visto y no visto; el pobre Aquilino, al que un color se le iba y otro se le venía pero pálido como un muerto, ni siquiera tuvo tiempo de avisar a nadie que pudiese ayudar. Graciano sin embargo parecía que pasase por situaciones similares todos los días, tranquilizando a Carmen, enervando a Aquilino que se había quedado como una estatua. – No se preocupe mujer, yo he sido padre hace poco y tengo ya cuatro hijos, tranquilícese que sé lo que hago – le decía a Carmen mientras pensaba que ojalá fuera verdad, que ojalá supiera que demonios estaba haciendo - ¡Aquilino, por Dios, ¿Qué pasa con ese agua caliente?!
Entre tanto Fulgencio, en su persecución había llegado hasta el castillo donde se había adentrado Serafín tratando de ocultarse. Prácticamente nadie entraba en el castillo desde que el terremoto de Lisboa de 1755 lo había dejado peligrosamente dañado, igual que destruyó la torre oeste de la Catedral de Astorga, o la torre de la Iglesia de San Miguel de Palencia o casi derruido el castillo de Torremarjón a tan solo 45 kilómetro de Grajal. Pero esto no lo sabía Serafín ni lo podía prever Fulgencio. Ninguno de los dos pudo prever tampoco que las graves inundaciones de días pasados provocasen un deslizamiento del terreno que acabó por derribar el ya agrietado muro interior del ala oeste del castillo, justo donde se escondía Serafín. Fulgencio vio el movimiento del muro un segundo antes de oír el pavoroso crujido de la muralla al quebrarse. Tuvo tiempo de echarse hacia atrás, pero se abalanzó hacia donde estaba Serafín en un intento desesperado de librarle de una muerte cierta; al fin y al cabo se conocían desde niños…. y juntos quedaron sepultados bajo toneladas de piedras. Desde entonces el castillo permanece sellado.
El bebé que tuvo Carmen, después de tanto avatar, nació muy bien, fue niña y, en honor al cabo Graciano y a que nació siendo ya la madrugada del 16 de Abril, día de Santa Engracia, le pusieron ese nombre, Engracia. Vuestra abuela Engracia.
* * * * *
Cuando volvíamos de la excursión, tanto Miguel como yo íbamos extrañamente callados y tranquilos, recordando la historia, rumiándola, cuando nos cruzamos con alguna gente que venía de la era y saludaron a mi padre y a mi tío.
-       Hay que ver, que niños más majos tenéis, ¿Qué queréis ser de mayores? – Los adultos siempre preguntaban lo mismo.
-       ¡Guardia Civil! – contestó Miguel inmediatamente.
-       ¿Y tú Nardito?
-       Nardito es mi padre. Yo soy Nardo y quiero ser ingeniero naval.