José
Gálvez es un hombre cabal. A pesar de su corta edad, actualmente a los treinta
años aún se es un joven, en su época ya es considerado como un adulto maduro,
serio, responsable y cabeza de familia, además de veterano de la primera Gran
Guerra.
Pero está preso.
De nada le ha valido su linaje, que lo tiene,
porque no lo ha considerado un recurso utilizable; ni este ni ningún otro. Se
sabe culpable y, además, orgulloso de portar el peso de su culpa. Es un hombre
de honor; pagará por lo que ha hecho, sin arrepentimientos, con orgullo.
-
No puedes continuar aquí – le insistía el
Padre Vicente cada vez que le visitaba – Se lo debes a tu familia ¡Si tu abuelo
levantara la cabeza!
-
No, padre. No siga por ese camino. Sabe usted
que hace muchos años renuncié a cualquier tipo de contacto con toda mi familia
o, más bien, mi familia me repudió. No voy a arrastrarme ante ellos ¡ni ante
nadie!.
El padre Vicente era el asesor espiritual de
la familia Gálvez desde hacía décadas y el único que mantenía algún contacto
con José desde que éste, desoyendo todos los consejos y directrices familiares,
se fue al norte para casarse con aquella mestiza.
Durante años, desde que volvió de la guerra,
fue feliz en su pequeña casa a las afueras de Star Valley, pequeño pueblecito
del condado de Gila (Arizona), dedicándose a su ganado y a su mujer, Wanda. No
habían tenido hijos, pero no perdían la esperanza, a ambos les gustaban los
niños y ansiaban tener varios críos.
Durante estos años la paz que disfrutaban tan
solo se vio turbada en media docena de ocasiones, coincidiendo con las
esporádicas visitas que le hacía su padre, Luis Gálvez, el magnate, el gran
terrateniente del estado de Sonora. José sabía que esas visitas se debían a los
remordimientos de conciencia que su padre sufría por la separación de la
familia. Nunca, jamás desde hacía generaciones, ningún miembro había osado
emanciparse, hacer la vida por su cuenta ¿para qué?, al fin y al cabo los
Gálvez eran toda una institución en Hermosillo; tenían todo lo que querían;
decir “Gálvez” era decir poder, riqueza, privilegios, ¿quién querría renunciar
a esa vida tan regalada? Entre su padre y sus dos tíos controlaban la práctica
totalidad de los sectores de producción del estado, por no hablar del poder
político; desde hacía años el Partido Liberal Constitucionalista y el Partido
Laborista Mexicano se turnaban en el trono de la presidencia municipal de
Hermosillo y, por ende, de todo el estado de Sonora. La familia Gálvez no se
dedicaba a la política, eso supondría tener que exponerse públicamente y no lo
necesitaban; simplemente controlaban con suficiencia ambos partidos políticos y
nada se hacía en Hermosillo sin la previa consulta con la Mansión Gálvez.
José sabía que su padre deseaba su regreso al
redil. A Luis le importaba un comino la raza de Wanda, ni la pureza de su
sangre. De hecho era totalmente consciente que el gran patriarca de la familia,
su tatarabuelo Bernardo de Gálvez y Madrid, que llegó a ostentar el cargo de
virrey de Nueva España, se había casado en 1777 con Feliciana, una viuda
criolla de Luisana, y de ese matrimonio descendía toda la estirpe. Ese era un
dato que el resto de la familia no mencionaba jamás; el típico secreto de
familia grande del que se sienten avergonzados. Sobre manera Cristina, la madre
de José. Ella fue la que se opuso por completo a su relación con Wanda, la que
puso a toda la familia en contra, la que puso a su padre entre la espada y la
pared y que terminó con la huida de José y Wanda a donde, pensaban, no les
encontrarían nunca.
La entrada en Arizona no le salió gratis a
José. Estados Unidos acababa de entrar en la contienda bélica que se
desarrollaba en Europa y le obligaron a alistarse para poder oficializar
legalmente su inmigración. Fueron años de separación de la pareja; difíciles;
la guerra estaba lejos, las comunicaciones eran lentas, ellos eran muy jóvenes
y, si la vida en la trinchera era dura, la supervivencia en retaguardia de una
joven medio india con gran desconocimiento del idioma, no era mucho más
sencilla.
Cuando terminó la guerra, al fin, se
establecieron. Compraron un pequeño rancho en las afueras de Star Valley; el
pueblo por aquel entonces no tendría más allá de cuatrocientos o quinientos
habitantes. La vida era tranquila, de mucho trabajo, pero apacible y, sobre
todo, lo suficientemente lejos de la familia Gálvez. Ellos dos, solos, codo con
codo; levantándose al alba y trabajando sin parar hasta bien entrada la noche;
atendiendo al ganado, a los pastos, a la falta de agua, a las tormentas, a las
plagas. Así fue como poco a poco levantaron su “paraíso” como le gustaba
llamarlo a Wanda.
¡Wanda! ¡Cómo la quería! Vivían el uno para
el otro. Lo habían sido todo el uno para el otro desde que eran poco más que
unos mocosos que correteaban por las calles de Hermosillo. Cuando la
adolescencia les hizo despertar los sentidos, se sintieron y ya no se
separaron. Su madre se dio cuenta bastante rápido de lo que pasaba; las madres,
ya se sabe, tienen un sexto sentido para estas cosas. Pero no le dio, en
principio, mayor importancia; al fin y al cabo, se dijo, los Gálvez siempre han
cogido lo que han querido, es joven, que disfrute; cuando llegue el momento de
sentar la cabeza, pensó, ya decidiremos lo que hay que hacer. ¡Qué equivocada
estaba!
Por eso le había dolido tanto. Por eso no se
arrepentía. Por eso estaba preso; porque quería pagar; porque su unión era, o
eso creía él, algo único, indestructible, eterno. Y cuando descubrió que no,
que resulta, a pesar de todo lo que habían pasado juntos, que Wanda no creía en
lo mismo que él; que Wanda se había arrojado en los brazos de otro hombre, todo
su ser se rompió, el abismo se abrió ante él y por allí se fue su vida, su
futuro, su amor.
La semana había resultado bastante dura;
entre José y el capataz habían tenido que transportar varios centenares de
reses hasta el mercado de Tucson, a más de doscientas millas de distancia.
Gracias a dios, el temporal de viento había amainado con lo que el traslado
resultó bastante más rápido y sencillo de lo que en un principio había pensado,
por lo que pudo regresar un par de días antes de lo previsto. El capataz se
había quedado en Tucson disfrutando de un más que merecido descanso; tenía
familia en la ciudad y José era un jefe comprensivo. Pensó en telegrafiarle a
Wanda su regreso pero, cuando ya estaba en la oficina de telégrafos de Tucson
se lo pensó mejor – le daré una gran sorpresa – se dijo.
A partir de ese momento todo se reduce a una
sucesión de imágenes sin sentido; un caos emocional y físico; la nada. Por eso
las visitas del Padre Vicente, enviado urgentemente por su padre el gran
Gálvez, le dibujan una triste sonrisa en el rostro.
-
Ya está otra vez aquí ese cura cargante –
piensa cuando oye vocear al carcelero de turno - ¡Visita para el número nueve!
-
¡Hijo, arrepiéntete al menos! El alcaide me
ha confirmado que la próxima semana te ahorcarán.
-
Padre, ni me arrepiento, ni me da miedo la
eternidad. Creo en Dios y en su juicio. Estoy totalmente dispuesto para ir en
su busca.
Bastantes años después la historia de José
Gálvez serviría de inspiración para una canción tan desgarradora como su
historia.
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