lunes, 26 de octubre de 2015

EL PRESO




José Gálvez es un hombre cabal. A pesar de su corta edad, actualmente a los treinta años aún se es un joven, en su época ya es considerado como un adulto maduro, serio, responsable y cabeza de familia, además de veterano de la primera Gran Guerra. 
Pero está preso.


De nada le ha valido su linaje, que lo tiene, porque no lo ha considerado un recurso utilizable; ni este ni ningún otro. Se sabe culpable y, además, orgulloso de portar el peso de su culpa. Es un hombre de honor; pagará por lo que ha hecho, sin arrepentimientos, con orgullo.
-          No puedes continuar aquí – le insistía el Padre Vicente cada vez que le visitaba – Se lo debes a tu familia ¡Si tu abuelo levantara la cabeza!
-          No, padre. No siga por ese camino. Sabe usted que hace muchos años renuncié a cualquier tipo de contacto con toda mi familia o, más bien, mi familia me repudió. No voy a arrastrarme ante ellos ¡ni ante nadie!.
El padre Vicente era el asesor espiritual de la familia Gálvez desde hacía décadas y el único que mantenía algún contacto con José desde que éste, desoyendo todos los consejos y directrices familiares, se fue al norte para casarse con aquella mestiza.
Durante años, desde que volvió de la guerra, fue feliz en su pequeña casa a las afueras de Star Valley, pequeño pueblecito del condado de Gila (Arizona), dedicándose a su ganado y a su mujer, Wanda. No habían tenido hijos, pero no perdían la esperanza, a ambos les gustaban los niños y ansiaban tener varios críos.
Durante estos años la paz que disfrutaban tan solo se vio turbada en media docena de ocasiones, coincidiendo con las esporádicas visitas que le hacía su padre, Luis Gálvez, el magnate, el gran terrateniente del estado de Sonora. José sabía que esas visitas se debían a los remordimientos de conciencia que su padre sufría por la separación de la familia. Nunca, jamás desde hacía generaciones, ningún miembro había osado emanciparse, hacer la vida por su cuenta ¿para qué?, al fin y al cabo los Gálvez eran toda una institución en Hermosillo; tenían todo lo que querían; decir “Gálvez” era decir poder, riqueza, privilegios, ¿quién querría renunciar a esa vida tan regalada? Entre su padre y sus dos tíos controlaban la práctica totalidad de los sectores de producción del estado, por no hablar del poder político; desde hacía años el Partido Liberal Constitucionalista y el Partido Laborista Mexicano se turnaban en el trono de la presidencia municipal de Hermosillo y, por ende, de todo el estado de Sonora. La familia Gálvez no se dedicaba a la política, eso supondría tener que exponerse públicamente y no lo necesitaban; simplemente controlaban con suficiencia ambos partidos políticos y nada se hacía en Hermosillo sin la previa consulta con la Mansión Gálvez.
José sabía que su padre deseaba su regreso al redil. A Luis le importaba un comino la raza de Wanda, ni la pureza de su sangre. De hecho era totalmente consciente que el gran patriarca de la familia, su tatarabuelo Bernardo de Gálvez y Madrid, que llegó a ostentar el cargo de virrey de Nueva España, se había casado en 1777 con Feliciana, una viuda criolla de Luisana, y de ese matrimonio descendía toda la estirpe. Ese era un dato que el resto de la familia no mencionaba jamás; el típico secreto de familia grande del que se sienten avergonzados. Sobre manera Cristina, la madre de José. Ella fue la que se opuso por completo a su relación con Wanda, la que puso a toda la familia en contra, la que puso a su padre entre la espada y la pared y que terminó con la huida de José y Wanda a donde, pensaban, no les encontrarían nunca.
La entrada en Arizona no le salió gratis a José. Estados Unidos acababa de entrar en la contienda bélica que se desarrollaba en Europa y le obligaron a alistarse para poder oficializar legalmente su inmigración. Fueron años de separación de la pareja; difíciles; la guerra estaba lejos, las comunicaciones eran lentas, ellos eran muy jóvenes y, si la vida en la trinchera era dura, la supervivencia en retaguardia de una joven medio india con gran desconocimiento del idioma, no era mucho más sencilla.
Cuando terminó la guerra, al fin, se establecieron. Compraron un pequeño rancho en las afueras de Star Valley; el pueblo por aquel entonces no tendría más allá de cuatrocientos o quinientos habitantes. La vida era tranquila, de mucho trabajo, pero apacible y, sobre todo, lo suficientemente lejos de la familia Gálvez. Ellos dos, solos, codo con codo; levantándose al alba y trabajando sin parar hasta bien entrada la noche; atendiendo al ganado, a los pastos, a la falta de agua, a las tormentas, a las plagas. Así fue como poco a poco levantaron su “paraíso” como le gustaba llamarlo a Wanda.
¡Wanda! ¡Cómo la quería! Vivían el uno para el otro. Lo habían sido todo el uno para el otro desde que eran poco más que unos mocosos que correteaban por las calles de Hermosillo. Cuando la adolescencia les hizo despertar los sentidos, se sintieron y ya no se separaron. Su madre se dio cuenta bastante rápido de lo que pasaba; las madres, ya se sabe, tienen un sexto sentido para estas cosas. Pero no le dio, en principio, mayor importancia; al fin y al cabo, se dijo, los Gálvez siempre han cogido lo que han querido, es joven, que disfrute; cuando llegue el momento de sentar la cabeza, pensó, ya decidiremos lo que hay que hacer. ¡Qué equivocada estaba!
Por eso le había dolido tanto. Por eso no se arrepentía. Por eso estaba preso; porque quería pagar; porque su unión era, o eso creía él, algo único, indestructible, eterno. Y cuando descubrió que no, que resulta, a pesar de todo lo que habían pasado juntos, que Wanda no creía en lo mismo que él; que Wanda se había arrojado en los brazos de otro hombre, todo su ser se rompió, el abismo se abrió ante él y por allí se fue su vida, su futuro, su amor.
La semana había resultado bastante dura; entre José y el capataz habían tenido que transportar varios centenares de reses hasta el mercado de Tucson, a más de doscientas millas de distancia. Gracias a dios, el temporal de viento había amainado con lo que el traslado resultó bastante más rápido y sencillo de lo que en un principio había pensado, por lo que pudo regresar un par de días antes de lo previsto. El capataz se había quedado en Tucson disfrutando de un más que merecido descanso; tenía familia en la ciudad y José era un jefe comprensivo. Pensó en telegrafiarle a Wanda su regreso pero, cuando ya estaba en la oficina de telégrafos de Tucson se lo pensó mejor – le daré una gran sorpresa – se dijo.
A partir de ese momento todo se reduce a una sucesión de imágenes sin sentido; un caos emocional y físico; la nada. Por eso las visitas del Padre Vicente, enviado urgentemente por su padre el gran Gálvez, le dibujan una triste sonrisa en el rostro.
-          Ya está otra vez aquí ese cura cargante – piensa cuando oye vocear al carcelero de turno - ¡Visita para el número nueve!
-          ¡Hijo, arrepiéntete al menos! El alcaide me ha confirmado que la próxima semana te ahorcarán.
-          Padre, ni me arrepiento, ni me da miedo la eternidad. Creo en Dios y en su juicio. Estoy totalmente dispuesto para ir en su busca.
Bastantes años después la historia de José Gálvez serviría de inspiración para una canción tan desgarradora como su historia.



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