Debo
confesar que nunca he tenido eso que se ha dado en llamar espíritu
navideño; para que les voy a engañar. Y a estas alturas de mi vida,
viendo el final a la vuelta de la próxima esquina, creía imposible
que siquiera pudiese dedicarle a este asunto ni un pensamiento. Pero
ya ven, aquí estoy en mi silla de ruedas, tecleando en este invento
del demonio que han puesto en la sala de estar de la residencia donde
vegeto.
Mi
agnosticismo en la ciencia del villancico me viene de antiguo. Se
podrán imaginar, una infancia cargada de privaciones, en un momento
de la historia de España en el que la navidad no figuraba en el top
ten de la lista de preocupaciones sociales. Era más importante que
no te pegasen un tiro, o tener algo de comer, aunque fuese una vez al
día. Como quiera que fuese, las circunstancias que me rodeaban no
propiciaron que surgiera en mi interior ese sentimiento que supongo
tan hermoso.
Y
ya se sabe, las cosas que no se aprenden de niña, es muy difícil
que se adquieran con los años. Más bien al contrario. La verdad.
Cuando
llegan estas fechas, aquí en la residencia se pone todo el mundo muy
ñoño, las auxiliares, las animadoras, hasta la trabajadora social.
Procuro quedarme un poco al margen de todas estas manifestaciones
artificiales de paz, amor y alegría. Pero hoy llegó un tipo
disfrazado de Papá Noel, soltando unas risotadas infames y saludando
a todo el mundo como si les conociera de algo. Al notar mi gesto de
aversión, se me acercó y se sentó a mi lado. Hablamos un rato.
Resultó ser más agradable y sensible de lo que parecía en
principio. Cuando ya se iba, me miró a los ojos desde el fondo de su
falsa barba y me dijo que me iba a traer el regalo que necesitaba:
alguien que me escuche, que me hable, que me entienda y que comparta
mi soledad. Todos los días viene un ratito, ya sin disfraz.
Al
final va a resultar que existe el espíritu navideño. O algo
parecido.