martes, 22 de septiembre de 2015

SAMY



Samy llevaba varios días vagando por el entorno del área de servicio del kilómetro ciento ochenta y dos de la A-3. Debía tener cuidado porque la gente no era precisamente muy amable y eso le tenía confundido. Hasta ahora, siempre, en toda su vida, la gente, las personas con las que había tenido relación, con las que se cruzaba en las calles, en los parques, eran de dos tipos, o bien le hacían carantoñas y caricias, o sea, se portaban amablemente, o bien no le hacían ningún caso, como si no existiera. Pero nunca se había encontrado con personas que quisieran pegarle, o echarle, asustarle o maltratarle; eso resultaba nuevo y no sabía cómo debía reaccionar.

Por un lado, Samy no quería alejarse mucho del área de servicio porque estaba completamente seguro que sus dueños, pobres, se habían olvidado de él cuando se pararon a echar gasolina al coche y habían arrancado sin darse cuenta de que él aún no había subido. En cuanto se diesen cuenta volverían a buscarle y lo más probable es que le regañasen por no haber estado suficientemente atento. Lo aceptaría, era justo.

Tampoco quería alejarse porque, mientras durase el olvido de sus dueños, tenía que alimentarse, y había descubierto que en los contenedores y cubos de basura que había por la parte de atrás del área de servicio, solían depositar cantidades ingentes de comida. No era el pienso equilibrado que comía habitualmente, pero era comida y, a veces, había restos de huesos y carne que eran una auténtica delicia.

Por otra parte, y a eso le costaba más trabajo acostumbrarse, Samy debía tener mucho cuidado para que no le viesen acercarse a hurgar porque enseguida salían con un palo dando voces. Al principio creyó que querían jugar a la tontería esa que a los humanos les gusta tanto de tirar el palo y que se lo vuelva a traer, se puso muy contento; pero en cuanto le atizaron un par de veces ya comprendió que estas personas no conocían el juego y tampoco se les veía con muchas ganas de que les enseñara.

Además, durante el día, la afluencia de vehículos a este área de servicios es extraordinaria, constantemente hay coches y camiones entrando y saliendo, ya había tenido un par de sustos que simplemente acabaron en un bocinazo, pero podría haber sido mucho peor, por lo que procuraba no acercarse hasta que ya hubiese anochecido. Eso le genera una situación de estrés bastante grande porque piensa que si su familia vuelve a buscarle siendo de día, es posible que no le encuentren, que crean que se ha perdido y se vayan otra vez sin él.

Ayer por la noche, cuando estaba asaltando el cubo de la basura, coincidió con otros tres perros que estaban en su misma situación, también sus familias les habían olvidado, lo cual le pareció una casualidad muy impactante, los humanos deberían hacérselo mirar. Al principio se mostró bastante desconfiado con su compañía, ya saben cómo se toman los perros eso de compartir la comida, y se puso un poco agresivo; pero no duró mucho, en seguida terció uno de ellos, una perra mastín ya entrada en años con una mirada muy triste, que le explicó que ellos llevaban bastantes días en ese plan y habían comprendido que lo mejor era llevarse bien y compartir todo lo que encontrasen para poder aguantar hasta que les viniesen a buscar.

Le contaron que durante el día se refugiaban en una cueva que habían encontrado no muy lejos, un poco oscura pero que se estaba bien, sin necesidad de estar todo el día al sol, pasaba un riachuelo justo al lado y nunca había nadie, salvo un hombre viejo, amable y un poco raro que compartía la cueva con ellos, decía llamarse San Roque y ser patrón de los perros, aunque no sabían exactamente a qué se refería. Pero al menos no había peligro de que les atizasen con los palos.

Samy empezó a pensar que quizá tendría que cambiar de familia.

EL RIO DE LA PLATA



En cierta ocasión, por motivos que no vienen al caso y que en otro momento, si cabe, me extenderé en relatar, tuve que viajar a Montevideo, ciudad en la que permanecí aproximadamente una semana; no se puede decir que fuese mucho tiempo, nunca hay tiempo suficiente si quieres conocer realmente un lugar, su gente, sus rincones, sus creencias, sus paraísos, sus tradiciones. Pero sí que fue un tiempo bien aprovechado ya que el uruguayo, al igual que el argentino (a pesar de sus aversiones mutuas) es gente proclive a la conversación, amena, entretenida y con un manejo del castellano realmente superior al que tenemos en la “metrópoli”.
En uno de los muchos paseos que di por la ciudad desemboqué en la Costanera, el paseo que bordeando el Rio de la Plata abraza a Montevideo por el sur. La temperatura era idónea para el paseo, estábamos en el mes de Marzo lo que traducido a nuestro hemisferio es un Septiembre agradable, apenas se deslizaban unas pequeñas brisas por encima de la corriente y el tibio sol del final del verano hacía florecer infinidad de paseantes; olía bien o, al menos no olía mal como suele suceder en la ribera de la mayoría de los ríos a su paso por grandes ciudades. Eso es lo que le iba comentado con mi mujer cuando una voz proveniente de mi espalda llamó mi atención:
-          ¡Che, pues claro!, ¿cómo querés que sea de otra forma?
Al volverme descubrí a un anciano sentado en un banco al borde del paseo que miraba con indiferencia al horizonte del rio. El hombre iba tocado con una boina que se me antojó más amplia que  las habituales en España, pero sin llegar a ser una txapela. Llevaba una medio barba de varios días y, sobre todo me llamó la atención el grueso jersey de cuello alto que le hacía parecer altanero y orgulloso.
-          Perdón, ¿habla conmigo?
-          Pues claro, chiquilín, con los dos – respondió pausadamente - ¿Acaso ves a alguien más que pueda oírme?
-          No…, ya…, es que…, en fin…, no comprendo – argüí evidentemente dubitativo.
-          ¡Ta, ta, ta! Dejate de monsergas y no me hagas largar al mango que tengo la garganta cogida; ¿acaso creés que llevo este buzo por vocación? Ya me dijo la canaria al salir de casa: “si no vas al boliche llevate el buzo, no des chance al ronco”.
-          ¿Y bien? – pregunté al ver que se quedaba callado - ¿Qué... me decía?
-          Pues decía que es lógico que no huela mal en esta parte del rio. La basura está allí enfrente.
Ya había oído hablar del sempiterno antagonismo entre argentinos y uruguayos, de sus históricamente continuadas disputas ante cualquier asunto, no solo por temas futbolísticos, que también. En general los argentinos desprecian a los uruguayos y se sienten muy superiores, pero en este viaje estaba descubriendo que el sentimiento es totalmente mutuo y además, a ambos lados del Rio de la Plata te ofrecen mil y un argumentos que corroboran cada una de las versiones.
El viejo pareció adivinar mis devaneos, antes de que pudiera responderle añadió:
-          No, no creás que es un comentario peyorativo. Yo no creo que los argentinos sean unos chorros y unos gilis como seguro ya te habrá largado la barra. – dijo guiñándole un ojo a mi mujer mientras sacaba el mate de una bolsa que tenía encima del banco - ¿Querés un poco de mate? – ofreció.
-          No, no, gracias – contestamos al unísono.
-          ¡Boludos…! – masculló entre dientes – Cómo decía, me parece que la concha de la naturaleza tuvo una pavada enorme con Argentina; el Rio de la Plata transcurre de norte a sur y al llegar a la frontera entre Uruguay, Paraguay y Argentina, vira al oeste y toda la porquería que arrastra se deposita al sur, allá enfrente, en Argentina, dejando la ribera del norte totalmente limpia. A más, a más, incluso las corrientes del rio arrastran los sumideros de Montevideo hacía el sur, en lugar de llevarlos hacía el mar.
-          Para regocijo de los uruguayos – aventuró mi mujer.
-          ¡Ta, ta, ta!, mirá bo, dame bolilla. Ya soy viejo y se lo que digo ¿sabés? Eso de la igualdad que tanto se farfulla y se le llena la boca a la gente es una auténtica pavada. ¡Nada de nada! – por momentos parecía que se enfadaba – No puede haber igualdad en el mundo porque todos somos diferentes y esa multidiferencia nos iguala ¿entendés?
La verdad es que el viejo había cogido carrerilla en el último monólogo y eso unido al marcado acento porteño, la diferente utilización de los tiempos verbales y lo peregrino de su argumento, nos había dejado una expresión un tanto atónita. El hombre se dio cuenta y soltó una carcajada para retomar nuevamente el hilo:
-          ¡Che, boludos…! ¡No entendés nada! Mirad, hace muchos años se me chingó el hijo, mi único hijo. Jamás podrés imaginar mayor aflicción. Entré en depresión; nada ni nadie podía ayudarme. Vivíamos en un barrio viejo, pobre, cerca del malecón y nuestros vecinos y amigos eran de todos los colores y pueblos. Viendo el estado de postración que tenía, que incluso iba a perder el laburo, todos trataban de ayudarme. Yo era, deprimido y todo, altivo, orgulloso, antipático, no quería ayuda. “¡Cómo me vas a ayudar tú sucio negro famélico!”, le decía a uno, “¡quita de en medio chino ignorante!”, le soltaba a otro. Así uno por uno, deseché toda ayuda; al que era blanco porque ni siquiera era uruguayo; al uruguayo porque como me iba a comprender si no era de mi pueblo; al del pueblo con más motivo, no era de mi familia… Al final, viéndome solo, sin amigos, sin familia, caí en la cuenta de que no hay dos iguales, todos somos únicos, diferentes, extraños unos a otros, pero que nuestra existencia no tiene sentido alguno si no es en compañía.
El viejo se tomó un sorbo de mate, tosió un par de veces, se levantó y se fue.

lunes, 7 de septiembre de 2015

EL GOLPE

Me quedé solo, mirando la televisión, sentado en el sofá. Mi esposa terminó de mirar su facebook y, algo que no es nada habitual, dijo que no se encontraba bien, que tenía síntomas de inicio de gripe y que se iba para la cama. Por cierto, esta mañana no me acordé de preguntarle si ya estaba mejor, o de interesarme si había pasado buena noche; espero que pueda perdonármelo, o que quiera, o que sepa, ya se sabe que no es lo mismo poder que saber o querer; hay quién puede pero no quiere o quién quiere pero no sabe, o… bueno, no creo que sea el momento de meterme en estas honduras filosóficas; o si, ¿por qué no?, al fin y al cabo no tengo otra cosa en que pensar mientras voy paseando por el borde del parque de la Media Luna, entre una densa niebla que no deja más que intuir ahí abajo, al fondo, la vega de Pamplona con Burlada al fondo y el Arga aquí justo debajo, un montón de metros más abajo. En realidad intuir, lo que se dice intuir, lo intuyo yo porque sé que está ahí, porque llevo viviendo en Pamplona año y medio, desde un indeseado traslado laboral y pasando todos los días por este mismo camino desde hace siete meses, desde un más indeseado cese laboral.
Pero a lo que iba, que me estoy yendo por los Cerros de Úbeda, decía que me quedé solo, mirando la televisión, sentado en el sofá, o más que sentado, reclinado, así, con esa postura que pones los pies encima de la mesa, con un cojín entre pie y mesa, los riñones haciendo contrapeso contra el hueco que deja el respaldo con el asiento en el punto justo de su intersección y la cabeza ora hacia un lado, ora hacia el otro; seguramente, la postura más propensa a la lumbotícolis, que es una cosa a mitad de camino entre la lumbalgia y la tortícolis, de tal forma que cuando te quieres dar cuenta y te pones a levantarte, los riñones no se te desdoblan y sientes un inicio de tortícolis en ambos lados del cuello; vamos, que lo único que consigues mover sin que te duela es la lengua; y la mueves para jurar en arameo maldiciendo el momento en que se te ocurrió que podrías estar cómodo; o el momento en que, mirando los anuncios, entre trozo y trozo de película, te quedaste dormitando….pero como no recuerdo en que momento ocurrió eso,…  porque esa es otra; lo de la publicidad, digo. Es que es tremendo, no hay manera de ver una película o una serie en condiciones; te cortan constantemente, se tiran tranquilamente veinte minutos de anuncios y cuando vuelve la película, si no estás durmiendo, ya no se acuerda uno en qué punto estaba ni, casi, de que iba la película. Eso pasa habitualmente, en cualquier época del año, pero encima ahora, en Navidad, ya es el acabose; que si colonias, y mira que hay colonias pero eso sí, todas extranjeras que tienen mucho más glamour, Caguline Heguega, Nina Guichi, Ristien Dioj; y si no, coches, venga coches, y venga a salir papas noeles y reyes magos; de verdad, que aburrimiento.
Pues si, como iba diciendo, me quedé solo, mirando la televisión, después de un día bastante cansado. El día de Navidad, aunque no hagas absolutamente nada siempre es un día cansado, porque la noche anterior siempre es especial, la cena en familia, los excesos en la comida o en la bebida, que en realidad no son excesos porque tampoco fue un atracón inmenso, ni bebimos mucho, pero claro, comparado con lo que habitualmente comemos y bebemos, pues sí, es un exceso. Luego, que si hay niños y viene Papá Noel pues siempre hay un punto de tensión, de emoción, de recuerdo de la niñez; de la niñez de mis niños quiero decir, no de la mía porque cuando yo era niño aún no se había inventado lo del Papá Noel; con los Reyes Magos íbamos que chutábamos, y gracias. Y abrir los regalos, y hacerse fotos y, después ver las fotos, y el vídeo, y que rico está este jamón, pues anda, que el chorizo ni te cuento, y ¿de dónde dices que es este vino? Pues vaya bien que entra. Y así, quieras que no, te dan las mil cuando te quieres acostar; eso sí, después de sacar a pasear el perro, que para él es una noche normal, no porque sea Nochebuena va a quedar sin hacer sus porquerías habituales. Así que el día de Navidad te levantas tarde, o no, depende de que el perro haga más o menos ruido porque otra vez le parece que debe de salir a hacer su ronda y comprobar que todos los olores siguen en su sitio; con mal cuerpo, o por lo menos con cuerpo de jota; la mañana se te descontrola porque ni siquiera tienes periódico, como siempre en Navidad y Año Nuevo; no haces comida, se come de lo que sobró en Nochebuena y ni siquiera te acuerdas de que habría que comprar el pan; ahora hay pan todos los días del año no como antes que en Navidad y Año Nuevo, además de no haber periódico, tampoco había pan; a lo mejor llega el día en que también hay periódico todos los días del año. En esta ocasión sí que me acordé de comprar el pan porque tuve que ir a comprar comida para el perro, que paradoja, que se había quedado a dieta, el pobre. En otros tiempos, en los que el día de Navidad no abría ni la farmacia de guardia, el perro se hubiese quedado sin comer, o no, al fin y al cabo en esos tiempos de los que me estoy acordando los perros no comían pienso ni nada por el estilo; el perro comía de lo que comían los demás en casa, eso sí, en el suelo, pero comía. Y después de comer, nosotros, no el perro, bueno, el perro también pero no me refería a él, pues eso, se queda uno medio apaisado en el sofá porque, entre que has dormido poco, que te has desayunado tarde y con la boca pastosa, que llega la hora de comer y comes porque llega la hora, no porque tengas hambre, aunque ya se sabe que el comer y el rascar…, pues eso cansa un montón, y te sientas a reposar, y como no tienes periódico miras la televisión que te atonta, te hipnotiza, te duerme, te…, ¡te tienes que espabilar!, me susurra a voces mi mujer al oído. ¡Por favor! ¿pero qué hora es?, consigo balbucear con la voz todavía pastosa. Pues enseguida será la hora de marchar. Claro, esa es otra; porque estamos en Zaragoza y hay que volver a Pamplona, que al día siguiente es día laborable. ¿Y por qué estamos en Zaragoza?, pues porque allí estuvimos viviendo ocho años, ya se sabe, motivos laborales, y cuando llegó la hora de emigrar a otro sitio, más motivos laborales, pues los hijos dijeron que verdes las han segado, que ya tenían edad para que los motivos laborales del padre no les tocase ni la tangente, no digamos ya la secante… y ahí se quedaron. Y con el paso de los años el hijo y la hija se convirtieron en hija, yerno, nieta, hijo, nuera, consuegros, consuegra, hijos de consuegros, novio de la hija de los consuegros, en fin, toda la esquela; vamos, que los raros, los únicos que no estamos en Zaragoza, somos mi mujer y yo; o sea que a viajar. Y coges el coche, ya anochecido, que hay que ver lo pronto que oscurece en invierno, pero bueno, eso también pasaba en otros tiempos, no es nuevo; a meterse una ristra de kilómetros por la autopista, aburridos kilómetros en una aburrida autopista si, en el mejor de los casos, te quieres dejar la hijuela en el peaje, porque vaya precios que tiene el peaje de marras, que yo no sé cuándo se va a liberalizar esa autopista de una vez, que es la misma autopista que transitaba una vez al mes cuando estaba haciendo la “mili” y me daban permiso de fin de semana para ir a mi Asturias natal, y de eso estoy hablando de cuando el padre del Rey era cadete en la Academia; y ya por entonces tenía que pagar el dichoso peaje. Pero claro, son unas fechas en las que piensas, a ver si por no pagar el peaje voy por la nacional y te pasa cualquier cosa, yo que sé, un pinchazo, o te sale un jabalí en medio de la carretera y te deja siniestro total, vete tú a saber; y hoy, Navidad, a ver quién te atiende, a estas horas, de noche, con frío, los hijos preocupados, el perro en el maletero. ¡Quita, quita!, prefiero pagar el peaje y aburrirme por la autopista. Así que ponemos un poco de música movidita, subimos moderadamente el volumen y, ¡hala! A Pamplona hemos de ir. Lo dicho, un día agotador.
Pues al hilo de lo que estaba relatando, me quedé solo, mirando la televisión después de cenar que, otra cosa no se hace en estas fechas, pero comer, lo que se dice comer, es un no parar. El caso es que se come sin hambre, pero se come, vamos, se come, se cena, se desayuna, se recena; y remuerde la conciencia, de verdad, porque te ves a ti mismo que no tienes gana, pero quién se resiste a las maravillas que se ponen encima de la mesa por navidades, día sí y día también; y poco a poco vas notando como hinchas, como vas perdiendo la batalla contra los agujeros del cinturón, que te martiriza, que tienes que ir soltando, claudicando; y entonces piensas que no pasa nada, que esto son cuatro días, que hay que disfrutar y que, cuando llegue enero, ya para el año que viene, esto lo pierde uno en cuatro patadas, un poco de dieta, un poco de ejercicio y recuperas los agujeros perdidos en el cinturón sin ningún esfuerzo. ¡Y ya está!, pierdes la batalla contra el cinturón pero le ganas la guerra a la conciencia
 Pues sí, efectivamente, creo que ya lo he dicho; me quedé sólo, mirando la televisión, con el estómago lleno otra vez, cansado, dormido, dolorido en los riñones y en el cuello, aburrido por la publicidad y perdido en la trama de la película del Hobbit; una película con un argumento que no puede decirse que sea el paradigma de la complejidad, precisamente. Además ya me había dicho mi mujer antes de acostarse que, como de costumbre, ya la habíamos visto y yo, como de costumbre, ni me acordaba de haberla visto, ni siquiera me sonaba ni una sola imagen; pero tampoco es preocupante, como digo es algo habitual, me pasa con cantidad de películas que, parece ser que ya he visto y no soy capaz de recordar ni el título, ni la trama, ni los actores, ni el argumento, ni siquiera recuerdo una sola imagen; quizás debería preocuparme. Es una situación que se repite, como digo, con cierta asiduidad, casi todas las semanas; nos ponemos enfrente del televisor y yo digo: mira, esta película tiene buena pinta, además trabaja Fulano de Tal y Mengana de Cual. Inequívocamente mi mujer contesta: si, pero ya la vimos. Durante años discutí, porfié, aposté, confiaba ciegamente en mi memoria, sabía que lo que estaba viendo no lo había visto jamás, por lo que mi mujer tenía que estar equivocada; en ese momento era cuando mi mujer me contaba el argumento de arriba abajo, con pelos y señales y, en ocasiones, incluso recitando trozos de algún diálogo de la película. ¡Touche! ¿Qué argumento podría argüir contra esa irrefutabilidad?. Así que, tras años de experiencia y muchos touches acumulados, ahora me limito a decir ¡Ah! Y cambio de canal. A lo mejor se trata de algún tipo de patología con nombre y apellidos, o con tratamiento. Lo que no creo es que se trate de un signo de vejez porque ya me pasaba hace treinta años. No sé, espero que no sea algún tipo de Alzheimer selectivo y precoz que afecte exclusivamente a la memoria cinematográfica. En fin, esto es algo con lo que no se debe  bromear.
La cuestión es que, como me quedé sólo, mirando la televisión y no recordaba en absoluto haber visto El Hobbit, a pesar de lo que decía mi mujer, pues me puse a verla con la mejor intención de pasar un rato entretenido. A los tres cuartos de hora, un cuarto de película y dos cuartos de publicidad, estando con una ya más que consolidada lumbotícolis, cansado, dolorido y medio dormido, me incorporo intentando desdoblar los riñones, poniendo la cabeza poco a poco en su sitio, crujiéndome todos los esternocleidomastoideos, consigo apagar la televisión, apagar la luz y tarareando por lo bajini eso de …ya vienen los reyes, por el arenal…, porque eso sí, espíritu navideño nadie podrá decir jamás que me falta; con decir que desde hace ya muchos años, cuando vivíamos en Asturias, a primeros de octubre en mi casa ya empezaban a entrar los polvorones; que a lo mejor eran los que habían sobrado en las tiendas de la navidad anterior, como decía mi mujer, pero no me importaba en absoluto, era como un ritual. Y digo yo que ese espíritu navideño debe de transmitirse en la herencia genética porque a mi hijo pequeño le sucede algo parecido, pero más acentuado. Recuerdo que cuando era muy pequeño, tendría dos o tres años, en cuanto que llegaba octubre nos pedía que le pusiéramos el tocadiscos, aún no se habían inventado los cedés, y se pasaba el día con dos elepés de villancicos, ora por una cara, ora por la otra, mientras sentado en el suelo se balanceaba adelante y atrás totalmente concentrado; algo digno de verse, para grabarlo su hubieran existido por aquel entonces cámaras de vídeo. Con el tiempo, cuando nos trasladamos a vivir a Zaragoza, este espíritu navideño se puede decir que se institucionalizó, porque en la capital maña es un dicho muy común que en cuanto se acaban las fiestas de El Pilar se nos echa encima la navidad; por lo que todo quedaba plenamente justificado.
Pues eso, lo que iba contando, que luego me lío. A oscuras y tarareando el villancico, me dirijo hacia la habitación cuando, al salir del salón lo hago, o al menos lo intento, a través de un sitio por donde no había puerta o, más bien para ser exactos, justo por donde la puerta hace frontera con la pared, es decir, por el marco; y como la parte más adelantada de mi cuerpo, debido al doblez de los riñones, es la cabeza, que más o menos ya estaba en su sitio habitual, pues embisto directamente el susodicho marco con el frontal de mi testuz consiguiendo, además de ver más luces que en un árbol de navidad, a pesar de estar totalmente a oscuras, casi ampliar en un par de cuartas el espacio de apertura de la puerta. Fue un golpe tremebundo, un golpe estratosférico, un golpe que retumbó en todo el edificio haciéndolo temblar como si se tratase de un terremoto de una magnitud en la escala Richter de 4,5 por lo menos, o eso fue lo que a mi pareció aunque, a fuer de sincero, debo admitir que en este caso, quizás no sea del todo objetivo y que el hecho de que acabase con mis posaderas en el suelo cabe la posibilidad que se debiera más al efecto rebote que a las consecuencias de un seísmo.
Cuando consigo recuperar la consciencia y el equilibrio, me dirijo, dando tumbos y sin tarareos de villancicos, al cuarto de baño para asearme y limpiar el reguero de sangre que suponía yo que manaba frente abajo cual Niágara incontenible, y de paso comprobar si era preciso despertar a mi mujer, a la sazón enfermera, para que me pusiera unos cuantos puntos suspensivos, una tira de aproximación o, a mayores, para que me hiciese una transfusión urgente antes de morir desangrado. Pero, para mi desilusión, apenas un par de gotitas de sangre se mantenían en equilibrio, sin llegar a caer, encima de mi ceja. ¡No me lo podía creer!, vamos, que si se me ocurre despertar a mi mujer para eso, con el sueño tan profundo que estaba disfrutando que ni siquiera el estruendo del golpe, que casi tiro media pared, había sido capaz de alterar, yo creo que coge un bisturí y me agranda la brecha en condiciones suficientes como para “puntuar”.
Una vez en la cama el cuerpo, que me pedía conciliar el sueño, fue incapaz de sobreponerse a la mente, que se puso a divagar en suposiciones absurdas sobre lo que me había pasado, lo que me podía haber pasado, en cómo podía contar lo que me había pasado o, mejor aún, cómo explicarlo porque me ponía en el lugar de mi mujer, al despertar al día siguiente y encontrar a su marido semidesangrado, con una horrible cicatriz en la frente, como el protagonista de una canción de Mecano, cuando la noche anterior le había dejado medio dormitando en el sofá del salón, ¿cómo demonios te has hecho eso?, ¿quién es capaz de explicar algo así?; yo, que además soy bastante parco en palabras cuando se trata de hablar, me imaginaba a mí mismo balbuceando “no luz…, no ver…, no puerta…, golpe horrendo…,no consciencia…, desangrado…”; pensé que lo mejor sería escribirlo; de esa forma no tendría que repetir la historia una y otra vez cuando algún familiar, amigo o conocido me interpelara por la marca del zorro en mi frente, bastaría con darle una hoja de papel y punto; además, las historias que se transmiten oralmente y se repiten una y otra vez a lo largo del tiempo, tienden a modificarse, a exagerarse, a mitificarse; lo que queda por escrito permanece inalterable, como una foto envejecida en la que los personajes se quedan aprisionados en el tiempo mientras que la vida va cambiando, envejeciendo, acabando a sus modelos.

Así que me puse a pensar en lo que quería escribir, y como debería escribirlo, claro, conciso, en pocas palabras, yendo al grano, para que mi mujer no diga “es que te vas por las ramas con mucha facilidad…”; y lógicamente, me desvelé.