Me
quedé solo, mirando la televisión, sentado en el sofá. Mi esposa terminó de
mirar su facebook y, algo que no es nada habitual, dijo que no se encontraba
bien, que tenía síntomas de inicio de gripe y que se iba para la cama. Por
cierto, esta mañana no me acordé de preguntarle si ya estaba mejor, o de
interesarme si había pasado buena noche; espero que pueda perdonármelo, o que
quiera, o que sepa, ya se sabe que no es lo mismo poder que saber o querer; hay
quién puede pero no quiere o quién quiere pero no sabe, o… bueno, no creo que
sea el momento de meterme en estas honduras filosóficas; o si, ¿por qué no?, al
fin y al cabo no tengo otra cosa en que pensar mientras voy paseando por el
borde del parque de la Media Luna, entre una densa niebla que no deja más que
intuir ahí abajo, al fondo, la vega de Pamplona con Burlada al fondo y el Arga
aquí justo debajo, un montón de metros más abajo. En realidad intuir, lo que se
dice intuir, lo intuyo yo porque sé que está ahí, porque llevo viviendo en
Pamplona año y medio, desde un indeseado traslado laboral y pasando todos los
días por este mismo camino desde hace siete meses, desde un más indeseado cese
laboral.
Pero
a lo que iba, que me estoy yendo por los Cerros de Úbeda, decía que me quedé
solo, mirando la televisión, sentado en el sofá, o más que sentado, reclinado,
así, con esa postura que pones los pies encima de la mesa, con un cojín entre
pie y mesa, los riñones haciendo contrapeso contra el hueco que deja el
respaldo con el asiento en el punto justo de su intersección y la cabeza ora hacia
un lado, ora hacia el otro; seguramente, la postura más propensa a la
lumbotícolis, que es una cosa a mitad de camino entre la lumbalgia y la
tortícolis, de tal forma que cuando te quieres dar cuenta y te pones a
levantarte, los riñones no se te desdoblan y sientes un inicio de tortícolis en
ambos lados del cuello; vamos, que lo único que consigues mover sin que te
duela es la lengua; y la mueves para jurar en arameo maldiciendo el momento en
que se te ocurrió que podrías estar cómodo; o el momento en que, mirando los
anuncios, entre trozo y trozo de película, te quedaste dormitando….pero como no
recuerdo en que momento ocurrió eso,… porque
esa es otra; lo de la publicidad, digo. Es que es tremendo, no hay manera de
ver una película o una serie en condiciones; te cortan constantemente, se tiran
tranquilamente veinte minutos de anuncios y cuando vuelve la película, si no
estás durmiendo, ya no se acuerda uno en qué punto estaba ni, casi, de que iba
la película. Eso pasa habitualmente, en cualquier época del año, pero encima
ahora, en Navidad, ya es el acabose; que si colonias, y mira que hay colonias
pero eso sí, todas extranjeras que tienen mucho más glamour, Caguline Heguega, Nina Guichi, Ristien Dioj;
y si no, coches, venga coches, y venga a salir papas noeles y reyes magos;
de verdad, que aburrimiento.
Pues
si, como iba diciendo, me quedé solo, mirando la televisión, después de un día
bastante cansado. El día de Navidad, aunque no hagas absolutamente nada siempre
es un día cansado, porque la noche anterior siempre es especial, la cena en
familia, los excesos en la comida o en la bebida, que en realidad no son
excesos porque tampoco fue un atracón inmenso, ni bebimos mucho, pero claro,
comparado con lo que habitualmente comemos y bebemos, pues sí, es un exceso.
Luego, que si hay niños y viene Papá Noel pues siempre hay un punto de tensión,
de emoción, de recuerdo de la niñez; de la niñez de mis niños quiero decir, no
de la mía porque cuando yo era niño aún no se había inventado lo del Papá Noel;
con los Reyes Magos íbamos que chutábamos, y gracias. Y abrir los regalos, y
hacerse fotos y, después ver las fotos, y el vídeo, y que rico está este jamón,
pues anda, que el chorizo ni te cuento, y ¿de dónde dices que es este vino?
Pues vaya bien que entra. Y así, quieras que no, te dan las mil cuando te
quieres acostar; eso sí, después de sacar a pasear el perro, que para él es una
noche normal, no porque sea Nochebuena va a quedar sin hacer sus porquerías
habituales. Así que el día de Navidad te levantas tarde, o no, depende de que
el perro haga más o menos ruido porque otra vez le parece que debe de salir a
hacer su ronda y comprobar que todos los olores siguen en su sitio; con mal
cuerpo, o por lo menos con cuerpo de jota; la mañana se te descontrola porque
ni siquiera tienes periódico, como siempre en Navidad y Año Nuevo; no haces
comida, se come de lo que sobró en Nochebuena y ni siquiera te acuerdas de que
habría que comprar el pan; ahora hay pan todos los días del año no como antes
que en Navidad y Año Nuevo, además de no haber periódico, tampoco había pan; a
lo mejor llega el día en que también hay periódico todos los días del año. En
esta ocasión sí que me acordé de comprar el pan porque tuve que ir a comprar
comida para el perro, que paradoja, que se había quedado a dieta, el pobre. En
otros tiempos, en los que el día de Navidad no abría ni la farmacia de guardia,
el perro se hubiese quedado sin comer, o no, al fin y al cabo en esos tiempos
de los que me estoy acordando los perros no comían pienso ni nada por el
estilo; el perro comía de lo que comían los demás en casa, eso sí, en el suelo,
pero comía. Y después de comer, nosotros, no el perro, bueno, el perro también
pero no me refería a él, pues eso, se queda uno medio apaisado en el sofá
porque, entre que has dormido poco, que te has desayunado tarde y con la boca pastosa,
que llega la hora de comer y comes porque llega la hora, no porque tengas
hambre, aunque ya se sabe que el comer y el rascar…, pues eso cansa un montón,
y te sientas a reposar, y como no tienes periódico miras la televisión que te
atonta, te hipnotiza, te duerme, te…, ¡te tienes que espabilar!, me susurra a
voces mi mujer al oído. ¡Por favor! ¿pero qué hora es?, consigo balbucear con
la voz todavía pastosa. Pues enseguida será la hora de marchar. Claro, esa es
otra; porque estamos en Zaragoza y hay que volver a Pamplona, que al día
siguiente es día laborable. ¿Y por qué estamos en Zaragoza?, pues porque allí
estuvimos viviendo ocho años, ya se sabe, motivos laborales, y cuando llegó la
hora de emigrar a otro sitio, más motivos laborales, pues los hijos dijeron que
verdes las han segado, que ya tenían edad para que los motivos laborales del
padre no les tocase ni la tangente, no digamos ya la secante… y ahí se
quedaron. Y con el paso de los años el hijo y la hija se convirtieron en hija,
yerno, nieta, hijo, nuera, consuegros, consuegra, hijos de consuegros, novio de
la hija de los consuegros, en fin, toda la esquela; vamos, que los raros, los
únicos que no estamos en Zaragoza, somos mi mujer y yo; o sea que a viajar. Y coges
el coche, ya anochecido, que hay que ver lo pronto que oscurece en invierno,
pero bueno, eso también pasaba en otros tiempos, no es nuevo; a meterse una
ristra de kilómetros por la autopista, aburridos kilómetros en una aburrida
autopista si, en el mejor de los casos, te quieres dejar la hijuela en el
peaje, porque vaya precios que tiene el peaje de marras, que yo no sé cuándo se
va a liberalizar esa autopista de una vez, que es la misma autopista que
transitaba una vez al mes cuando estaba haciendo la “mili” y me daban permiso
de fin de semana para ir a mi Asturias natal, y de eso estoy hablando de cuando
el padre del Rey era cadete en la Academia; y ya por entonces tenía que pagar
el dichoso peaje. Pero claro, son unas fechas en las que piensas, a ver si por
no pagar el peaje voy por la nacional y te pasa cualquier cosa, yo que sé, un
pinchazo, o te sale un jabalí en medio de la carretera y te deja siniestro
total, vete tú a saber; y hoy, Navidad, a ver quién te atiende, a estas horas,
de noche, con frío, los hijos preocupados, el perro en el maletero. ¡Quita,
quita!, prefiero pagar el peaje y aburrirme por la autopista. Así que ponemos
un poco de música movidita, subimos moderadamente el volumen y, ¡hala! A
Pamplona hemos de ir. Lo dicho, un día agotador.
Pues
al hilo de lo que estaba relatando, me quedé solo, mirando la televisión
después de cenar que, otra cosa no se hace en estas fechas, pero comer, lo que
se dice comer, es un no parar. El caso es que se come sin hambre, pero se come,
vamos, se come, se cena, se desayuna, se recena; y remuerde la conciencia, de
verdad, porque te ves a ti mismo que no tienes gana, pero quién se resiste a
las maravillas que se ponen encima de la mesa por navidades, día sí y día
también; y poco a poco vas notando como hinchas, como vas perdiendo la batalla
contra los agujeros del cinturón, que te martiriza, que tienes que ir soltando,
claudicando; y entonces piensas que no pasa nada, que esto son cuatro días, que
hay que disfrutar y que, cuando llegue enero, ya para el año que viene, esto lo
pierde uno en cuatro patadas, un poco de dieta, un poco de ejercicio y
recuperas los agujeros perdidos en el cinturón sin ningún esfuerzo. ¡Y ya
está!, pierdes la batalla contra el cinturón pero le ganas la guerra a la
conciencia
Pues sí, efectivamente, creo que ya lo he
dicho; me quedé sólo, mirando la televisión, con el estómago lleno otra vez,
cansado, dormido, dolorido en los riñones y en el cuello, aburrido por la
publicidad y perdido en la trama de la película del Hobbit; una película con un
argumento que no puede decirse que sea el paradigma de la complejidad,
precisamente. Además ya me había dicho mi mujer antes de acostarse que, como de
costumbre, ya la habíamos visto y yo, como de costumbre, ni me acordaba de
haberla visto, ni siquiera me sonaba ni una sola imagen; pero tampoco es
preocupante, como digo es algo habitual, me pasa con cantidad de películas que,
parece ser que ya he visto y no soy capaz de recordar ni el título, ni la
trama, ni los actores, ni el argumento, ni siquiera recuerdo una sola imagen;
quizás debería preocuparme. Es una situación que se repite, como digo, con
cierta asiduidad, casi todas las semanas; nos ponemos enfrente del televisor y
yo digo: mira, esta película tiene buena pinta, además trabaja Fulano de Tal y
Mengana de Cual. Inequívocamente mi mujer contesta: si, pero ya la vimos.
Durante años discutí, porfié, aposté, confiaba ciegamente en mi memoria, sabía
que lo que estaba viendo no lo había visto jamás, por lo que mi mujer tenía que
estar equivocada; en ese momento era cuando mi mujer me contaba el argumento de
arriba abajo, con pelos y señales y, en ocasiones, incluso recitando trozos de
algún diálogo de la película. ¡Touche!
¿Qué argumento podría argüir contra esa irrefutabilidad?. Así que, tras años de
experiencia y muchos touches
acumulados, ahora me limito a decir ¡Ah! Y cambio de canal. A lo mejor se trata
de algún tipo de patología con nombre y apellidos, o con tratamiento. Lo que no
creo es que se trate de un signo de vejez porque ya me pasaba hace treinta
años. No sé, espero que no sea algún tipo de Alzheimer selectivo y precoz que
afecte exclusivamente a la memoria cinematográfica. En fin, esto es algo con lo
que no se debe bromear.
La
cuestión es que, como me quedé sólo, mirando la televisión y no recordaba en
absoluto haber visto El Hobbit, a pesar de lo que decía mi mujer, pues me puse
a verla con la mejor intención de pasar un rato entretenido. A los tres cuartos
de hora, un cuarto de película y dos cuartos de publicidad, estando con una ya
más que consolidada lumbotícolis, cansado, dolorido y medio dormido, me
incorporo intentando desdoblar los riñones, poniendo la cabeza poco a poco en
su sitio, crujiéndome todos los esternocleidomastoideos, consigo apagar la
televisión, apagar la luz y tarareando por lo bajini eso de …ya vienen los reyes, por el arenal…,
porque eso sí, espíritu navideño nadie
podrá decir jamás que me falta; con decir que desde hace ya muchos años, cuando
vivíamos en Asturias, a primeros de octubre en mi casa ya empezaban a entrar
los polvorones; que a lo mejor eran los que habían sobrado en las tiendas de la
navidad anterior, como decía mi mujer, pero no me importaba en absoluto, era
como un ritual. Y digo yo que ese espíritu navideño debe de transmitirse en la
herencia genética porque a mi hijo pequeño le sucede algo parecido, pero más
acentuado. Recuerdo que cuando era muy pequeño, tendría dos o tres años, en
cuanto que llegaba octubre nos pedía que le pusiéramos el tocadiscos, aún no se
habían inventado los cedés, y se pasaba el día con dos elepés de villancicos,
ora por una cara, ora por la otra, mientras sentado en el suelo se balanceaba
adelante y atrás totalmente concentrado; algo digno de verse, para grabarlo su
hubieran existido por aquel entonces cámaras de vídeo. Con el tiempo, cuando nos
trasladamos a vivir a Zaragoza, este espíritu navideño se puede decir que se
institucionalizó, porque en la capital maña es un dicho muy común que en cuanto
se acaban las fiestas de El Pilar se nos echa encima la navidad; por lo que
todo quedaba plenamente justificado.
Pues
eso, lo que iba contando, que luego me lío. A oscuras y tarareando el
villancico, me dirijo hacia la habitación cuando, al salir del salón lo hago, o
al menos lo intento, a través de un sitio por donde no había puerta o, más bien
para ser exactos, justo por donde la puerta hace frontera con la pared, es
decir, por el marco; y como la parte más adelantada de mi cuerpo, debido al
doblez de los riñones, es la cabeza, que más o menos ya estaba en su sitio
habitual, pues embisto directamente el susodicho marco con el frontal de mi
testuz consiguiendo, además de ver más luces que en un árbol de navidad, a
pesar de estar totalmente a oscuras, casi ampliar en un par de cuartas el
espacio de apertura de la puerta. Fue un golpe tremebundo, un golpe
estratosférico, un golpe que retumbó en todo el edificio haciéndolo temblar
como si se tratase de un terremoto de una magnitud en la escala Richter de 4,5
por lo menos, o eso fue lo que a mi pareció aunque, a fuer de sincero, debo
admitir que en este caso, quizás no sea del todo objetivo y que el hecho de que
acabase con mis posaderas en el suelo cabe la posibilidad que se debiera más al
efecto rebote que a las consecuencias de un seísmo.
Cuando
consigo recuperar la consciencia y el equilibrio, me dirijo, dando tumbos y sin
tarareos de villancicos, al cuarto de baño para asearme y limpiar el reguero de
sangre que suponía yo que manaba frente abajo cual Niágara incontenible, y de
paso comprobar si era preciso despertar a mi mujer, a la sazón enfermera, para
que me pusiera unos cuantos puntos suspensivos, una tira de aproximación o, a
mayores, para que me hiciese una transfusión urgente antes de morir desangrado.
Pero, para mi desilusión, apenas un par de gotitas de sangre se mantenían en
equilibrio, sin llegar a caer, encima de mi ceja. ¡No me lo podía creer!,
vamos, que si se me ocurre despertar a mi mujer para eso, con el sueño tan
profundo que estaba disfrutando que ni siquiera el estruendo del golpe, que
casi tiro media pared, había sido capaz de alterar, yo creo que coge un bisturí
y me agranda la brecha en condiciones suficientes como para “puntuar”.
Una
vez en la cama el cuerpo, que me pedía conciliar el sueño, fue incapaz de
sobreponerse a la mente, que se puso a divagar en suposiciones absurdas sobre
lo que me había pasado, lo que me podía haber pasado, en cómo podía contar lo
que me había pasado o, mejor aún, cómo explicarlo porque me ponía en el lugar
de mi mujer, al despertar al día siguiente y encontrar a su marido
semidesangrado, con una horrible cicatriz en la frente, como el protagonista de
una canción de Mecano, cuando la noche anterior le había dejado medio dormitando
en el sofá del salón, ¿cómo demonios te has hecho eso?, ¿quién es capaz de
explicar algo así?; yo, que además soy bastante parco en palabras cuando se
trata de hablar, me imaginaba a mí mismo balbuceando “no luz…, no ver…, no puerta…, golpe horrendo…,no consciencia…,
desangrado…”; pensé que lo mejor sería escribirlo; de esa forma no tendría
que repetir la historia una y otra vez cuando algún familiar, amigo o conocido
me interpelara por la marca del zorro en mi frente, bastaría con darle una hoja
de papel y punto; además, las historias que se transmiten oralmente y se
repiten una y otra vez a lo largo del tiempo, tienden a modificarse, a
exagerarse, a mitificarse; lo que queda por escrito permanece inalterable, como
una foto envejecida en la que los personajes se quedan aprisionados en el
tiempo mientras que la vida va cambiando, envejeciendo, acabando a sus modelos.
Así
que me puse a pensar en lo que quería escribir, y como debería escribirlo,
claro, conciso, en pocas palabras, yendo al grano, para que mi mujer no diga “es que te vas por las ramas con mucha
facilidad…”; y lógicamente, me desvelé.