Recientemente
tuvo lugar el fallecimiento de la abuela de mi esposa; la última representante
de su generación en la familia. Una venerable anciana que superaba el siglo de
existencia y que pasó sus últimos años, en contra de su voluntad, en una
apacible residencia de la tercera edad en la no menos apacible villa alicantina
de Santa Pola; recluida, como a ella le gustaba proclamar para escarnio de
hijos y nietos cuando la visitaban.
La
buena señora, Eufemia Oarrichena se llamaba, vaya nombre, procedía de una
familia que había sido considerada durante siglos de las grandes en la
provincia de Alicante, pero con el paso de los tiempos, de las tendencias y los
avatares de la segunda mitad del siglo pasado, fue claramente venida a menos.
No obstante, consiguió, contra viento y marea, conservar en el patrimonio
familiar la gran casona, la mansión, como le gustaba decir, que siempre había
tenido en Elche.
Una
vez realizadas las exequias, la familia decidió sin discrepancias, nos llevamos
bastante bien, que debería procederse a la venta de “la mansión” pero que todos
nos pasaríamos a revisar por si alguna de las reliquias que en ella se
atesoraban fuera de nuestro interés.
Para
mi esposa la visita constituyó una inesperada vuelta a su niñez; no en vano allí
había pasado los veraneos de no se cuentos años, hasta que llegó a la
conclusión de que el camping con la pandilla de amigos era mucho más atractivo
que el caserón de la abuela con sus rígidos horarios. Para mí, libre de esas
evocaciones infantiles, fue un paréntesis en las obligaciones diarias que
aproveché para sumergirme en la vetusta biblioteca de la casa. Revisando viejos
manuales de astronomía de papel grueso, acartonado, amarillento, crujiente, se
cayeron unas hojas manuscritas con una letra clara, muy inclinada, varonil, que
se veían gastadas, ajadas por el paso de los años y de las muchas veces que,
seguro, habían sido releídas.
La
carta, pues de una carta se trataba, estaba fechada en Cavite (Filipinas) el
día de Reyes de 1886 y por lo que pude comprobar estaba dirigida a la madre de la
abuela Eufemia, Rosaura. Decía así:
Amadísima Rosaura, espero y deseo que al
recibo de la presente te encuentres bien de salud y de ánimos; con lo mucho que
te quiero me sentiría muy desgraciado si no fuera así.
Desgraciadamente yo no puedo decir lo
mismo en cuanto a la salud. No, no te alarmes, ya me voy reponiendo y se puede
decir que lo peor ya ha pasado; pero he pasado varias semanas aquejado de unas
extrañas fiebres tifoideas que me han sobrevenido durante la travesía y que me
han tenido postrado en cama con unos tremendos espasmos y calenturas durante la
última parte de la singladura. Tanto es así que tuve que ceder el mando de la
compañía a mi segundo, el teniente Bertomeu, a causa de los delirios que padecía.
De hecho, te estoy escribiendo hoy día
seis de enero a pesar de que ya hemos llegado hace tres días y, a pesar de que
te había prometido darte razón en el mismo momento de nuestra llegada a puerto,
hasta hoy no me he encontrado con fuerzas suficientes para sostener la pluma.
Como verás, la travesía se ha dilatado una eternidad; esto fue a causa del mal
estado de las calderas de la corbeta, la vieja María de Molina, por lo que tan
solo se pudo alcanzar una velocidad de menos de cinco nudos.
Queridísima Rosaura, quisiera recordarte
la última conversación que tuvimos antes de mi partida. Sabes que te amo con
locura y que mi deseo, y sé que también el tuyo, es que fundemos una familia lo
antes posible. Pero esta expedición es una auténtica locura, un paso hacia un
abismo impredecible que, si hay suerte, retrasará nuestros planes durante años;
pero si las cosas se tuercen quizás no volvamos a vernos. Rosaura, amor mío, si
no lo has hecho ya, deberías de hablar con Don Eduardo, tu padre; él, como
Venerable de la Logia Constante Alona tiene un acceso relativamente fácil al
Presidente Sagasta que, aunque no es de dominio público, tu padre me ha
comentado que es el Gran Maestre del Gran Oriente de España. Debe hacerle ver
la sinrazón de esta expedición; si el Imperio alemán se empecina en ocupar las
Carolinas, ni nuestra vieja corbeta ni los dos barcos que zarparon de Manila en
agosto pasado al mando del capitán Guillermo España lo podremos impedir;
nuestro armamento y nuestros barcos están tan obsoletos en comparación con el
cañonero alemán Litis, que difícilmente podremos imponer la investidura del
Gobernador Capriles. Probablemente perezcamos en el intento. Sagasta debe ser
consciente y estoy seguro que si el Venerable Eduardo Oarrichena muestra
interés personal, quizás podremos estar juntos nuevamente en breve.
Se está haciendo muy tarde. Mañana
continúo escribiéndote.
Queridísima Rosaura, amor de mi vida. Me
muero. Hace diez días que empecé a escribirte esta carta; esa misma noche
volvió a subirme la fiebre y, por lo que me dicen los médicos, he estado en
estado comatoso desde entonces. Parece ser que la infección que sufro es
irreversible y no pueden hacer nada por salvar mi vida.
Luz de mi vida, parece que nuestras
vidas no van a poder cruzarse nunca más. Siento una gran pena y no, no creas
que se debe al hecho de afrontar mi próxima muerte; al fin y al cabo soy un
soldado y, como tal, la muerte siempre viaja en nuestra mochila, lo tenemos
asumido. Lo que me apena realmente es no poder llegar a ver realizados todos
los planes que habíamos fraguado juntos,
tantos deseos de felicidad mutua prometida, esa gran familia que pensábamos
fundar y, sobre todo, Rosaura, no volver a besar tus labios, ni moldear tu
cuerpo, ni ensortijar tus cabellos como aquella tarde de la primavera pasada,
¿sabes?, ese es el recuerdo que más me ha alentado en esta mi última aventura y
que, ten por seguro, será el que me lleve a la tumba.
Lo siento amor mío, no sabes cuánto lo
siento.
Quiero que seas feliz, que te rehagas,
que encuentres a alguien con quien compartir todos tus sueños, mis sueños,
nuestros sueños. Desde donde quiera que yo esté, velaré por ti.
Siempre tuyo.
Aunque
la firma resultaba un tanto ilegible, me pareció entrever en ella el nombre de
Emiliano. Compartí el hallazgo con mi mujer y con el resto de la familia y, por
lo que pude comprobar, por las caras de sorpresa que observé, nadie había
sabido nunca de la existencia de ese amor de juventud de la bisabuela Rosaura,
ni del pasado francmasón de la familia, posible causa, según apuntó mi cuñado,
del declive sufrido a partir de los años de la postguerra civil.
Desde
entonces consideramos al “bisabuelo” Emiliano como parte de la familia.
Creemos
que su amor lo merece.