jueves, 2 de julio de 2015

EL BISABUELO EMILIANO



Recientemente tuvo lugar el fallecimiento de la abuela de mi esposa; la última representante de su generación en la familia. Una venerable anciana que superaba el siglo de existencia y que pasó sus últimos años, en contra de su voluntad, en una apacible residencia de la tercera edad en la no menos apacible villa alicantina de Santa Pola; recluida, como a ella le gustaba proclamar para escarnio de hijos y nietos cuando la visitaban.
La buena señora, Eufemia Oarrichena se llamaba, vaya nombre, procedía de una familia que había sido considerada durante siglos de las grandes en la provincia de Alicante, pero con el paso de los tiempos, de las tendencias y los avatares de la segunda mitad del siglo pasado, fue claramente venida a menos. No obstante, consiguió, contra viento y marea, conservar en el patrimonio familiar la gran casona, la mansión, como le gustaba decir, que siempre había tenido en Elche.
Una vez realizadas las exequias, la familia decidió sin discrepancias, nos llevamos bastante bien, que debería procederse a la venta de “la mansión” pero que todos nos pasaríamos a revisar por si alguna de las reliquias que en ella se atesoraban fuera de nuestro interés.
Para mi esposa la visita constituyó una inesperada vuelta a su niñez; no en vano allí había pasado los veraneos de no se cuentos años, hasta que llegó a la conclusión de que el camping con la pandilla de amigos era mucho más atractivo que el caserón de la abuela con sus rígidos horarios. Para mí, libre de esas evocaciones infantiles, fue un paréntesis en las obligaciones diarias que aproveché para sumergirme en la vetusta biblioteca de la casa. Revisando viejos manuales de astronomía de papel grueso, acartonado, amarillento, crujiente, se cayeron unas hojas manuscritas con una letra clara, muy inclinada, varonil, que se veían gastadas, ajadas por el paso de los años y de las muchas veces que, seguro, habían sido releídas.
La carta, pues de una carta se trataba, estaba fechada en Cavite (Filipinas) el día de Reyes de 1886 y por lo que pude comprobar estaba dirigida a la madre de la abuela Eufemia, Rosaura. Decía así:

Amadísima Rosaura, espero y deseo que al recibo de la presente te encuentres bien de salud y de ánimos; con lo mucho que te quiero me sentiría muy desgraciado si no fuera así.
Desgraciadamente yo no puedo decir lo mismo en cuanto a la salud. No, no te alarmes, ya me voy reponiendo y se puede decir que lo peor ya ha pasado; pero he pasado varias semanas aquejado de unas extrañas fiebres tifoideas que me han sobrevenido durante la travesía y que me han tenido postrado en cama con unos tremendos espasmos y calenturas durante la última parte de la singladura. Tanto es así que tuve que ceder el mando de la compañía a mi segundo, el teniente Bertomeu, a causa de los delirios que padecía.
De hecho, te estoy escribiendo hoy día seis de enero a pesar de que ya hemos llegado hace tres días y, a pesar de que te había prometido darte razón en el mismo momento de nuestra llegada a puerto, hasta hoy no me he encontrado con fuerzas suficientes para sostener la pluma. Como verás, la travesía se ha dilatado una eternidad; esto fue a causa del mal estado de las calderas de la corbeta, la vieja María de Molina, por lo que tan solo se pudo alcanzar una velocidad de menos de cinco nudos.
Queridísima Rosaura, quisiera recordarte la última conversación que tuvimos antes de mi partida. Sabes que te amo con locura y que mi deseo, y sé que también el tuyo, es que fundemos una familia lo antes posible. Pero esta expedición es una auténtica locura, un paso hacia un abismo impredecible que, si hay suerte, retrasará nuestros planes durante años; pero si las cosas se tuercen quizás no volvamos a vernos. Rosaura, amor mío, si no lo has hecho ya, deberías de hablar con Don Eduardo, tu padre; él, como Venerable de la Logia Constante Alona tiene un acceso relativamente fácil al Presidente Sagasta que, aunque no es de dominio público, tu padre me ha comentado que es el Gran Maestre del Gran Oriente de España. Debe hacerle ver la sinrazón de esta expedición; si el Imperio alemán se empecina en ocupar las Carolinas, ni nuestra vieja corbeta ni los dos barcos que zarparon de Manila en agosto pasado al mando del capitán Guillermo España lo podremos impedir; nuestro armamento y nuestros barcos están tan obsoletos en comparación con el cañonero alemán Litis, que difícilmente podremos imponer la investidura del Gobernador Capriles. Probablemente perezcamos en el intento. Sagasta debe ser consciente y estoy seguro que si el Venerable Eduardo Oarrichena muestra interés personal, quizás podremos estar juntos nuevamente en breve.
Se está haciendo muy tarde. Mañana continúo escribiéndote.
Queridísima Rosaura, amor de mi vida. Me muero. Hace diez días que empecé a escribirte esta carta; esa misma noche volvió a subirme la fiebre y, por lo que me dicen los médicos, he estado en estado comatoso desde entonces. Parece ser que la infección que sufro es irreversible y no pueden hacer nada por salvar mi vida.
Luz de mi vida, parece que nuestras vidas no van a poder cruzarse nunca más. Siento una gran pena y no, no creas que se debe al hecho de afrontar mi próxima muerte; al fin y al cabo soy un soldado y, como tal, la muerte siempre viaja en nuestra mochila, lo tenemos asumido. Lo que me apena realmente es no poder llegar a ver realizados todos los planes que  habíamos fraguado juntos, tantos deseos de felicidad mutua prometida, esa gran familia que pensábamos fundar y, sobre todo, Rosaura, no volver a besar tus labios, ni moldear tu cuerpo, ni ensortijar tus cabellos como aquella tarde de la primavera pasada, ¿sabes?, ese es el recuerdo que más me ha alentado en esta mi última aventura y que, ten por seguro, será el que me lleve a la tumba.
Lo siento amor mío, no sabes cuánto lo siento.
Quiero que seas feliz, que te rehagas, que encuentres a alguien con quien compartir todos tus sueños, mis sueños, nuestros sueños. Desde donde quiera que yo esté, velaré por ti.
Siempre tuyo.

Aunque la firma resultaba un tanto ilegible, me pareció entrever en ella el nombre de Emiliano. Compartí el hallazgo con mi mujer y con el resto de la familia y, por lo que pude comprobar, por las caras de sorpresa que observé, nadie había sabido nunca de la existencia de ese amor de juventud de la bisabuela Rosaura, ni del pasado francmasón de la familia, posible causa, según apuntó mi cuñado, del declive sufrido a partir de los años de la postguerra civil.
Desde entonces consideramos al “bisabuelo” Emiliano como parte de la familia.
Creemos que su amor lo merece.

CARTA DE ROSAURA



Alicante, 21 de Marzo de 1886
Mi muy estimado y querido Emiliano; ¡amor de mi vida!. He recibido hoy tu carta del pasado seis de Enero en la que me das cuenta de tu desesperado estado de salud.
No sabes cuánto siento tan malas nuevas, pero el hecho de no haber recibida noticias más funestas desde entonces hace renacer en todo mi ser un rayo de esperanza. Estoy completamente segura de que podrás sobreponerte al mal que te aqueja y que pronto podrás viajar de vuelta a nuestra querida ciudad en la que los benéficos aires mediterráneos obrarán en tu cuerpo y en tu espíritu como un bálsamo. Todo ello, unido a los cuidados que estoy deseando prodigarte, harán que termines de reponerte por completo para poder seguir con nuestros planes de boda. ¡Lo conseguiremos amadísimo Emiliano, ya lo verás!
Por otra parte, ya ves, no hay mal que por bien no venga; estoy confiada en que, dado el precario estado en que te encuentras, te habrás quedado hospitalizado en Cavite, o mejor aún hubiera sido que te trasladasen a Manila, que seguro no está lejos y habrá mayores medios para luchar contra tu enfermedad; de esta forma no habrás tenido que participar en la misión de las Islas Carolinas contra la armada alemana, de tan siniestro presagio como me pronosticabas.
Supongo que te habrás enterado ya. No sé si habrá sido gracias a la conversación – que por cierto me propones en tu carta de forma admonitoria – que mi padre ha tenido con el presidente Sagasta, pero la cuestión es que esta misma semana se reúnen en Roma, con el mismísimo Papa, el ministro de la gobernación, Venancio González y el canciller de Alemania, Otto Von Bismarck, para tratar de encontrar una solución pacífica y negociada a la posesión de las dichosas Islas Carolinas. Aquí todos confiamos en un acuerdo amistoso que evite cualquier tipo de derramamiento de sangre que, como tu bien dices, amado mío, sería totalmente nefasto para nuestras tropas.
Emiliano, ¡luz de mi vida!, no sé cuándo recibirás esta carta; ya ves que la tuya me tardado en llegar más de dos meses. Desearía poder correr, nadar, volar a tu lado y llevártela en mano; leértela en persona de viva voz mientras te lleno de besos (dios mío, me estoy ruborizando); pero la mejor noticia sería que no la recibieses porque ya estuvieras viajando de vuelta en estos momentos, viniendo hacía mí, hacia nuestro futuro.
Ansío y deseo ardientemente que llegue ese momento muy pronto.
Entre tanto recibe un fuerte, muy fuerte, abrazo de tu amantísima

Rosaura.

CARIÑO



Cariño, la verdad es que no sé por dónde empezar. Nunca se me dio bien hablar, ya lo sabes. Recuerdo, ¿recuerdas? que cuándo estaba pensando declararme estuve cerca de un mes ensayando delante del espejo, no sé cómo pude aguantar tanto tiempo sin decirte nada cuando la verdad es que estaba totalmente enajenado por tus ojos, tu sonrisa, tu brillo; aun así, cuando por fin pude reunir el valor suficiente, tuviste que ser tu quien me arrancase las palabras como si fueras un sacacorchos.
No, ciertamente nunca pensé dedicarme a la oratoria. Quizás por eso, o por comodidad, o por vagancia, o porque, al fin y al cabo era algo que se suponía, que se daba por hecho, que no admitía ninguna duda, casi nunca te hablé de amor, muy pocas veces te dije te quiero. No sé, la verdad es que solo de pensar en hacerlo, me ruborizo; soy incapaz de pensar que podría hacerlo con la suficiente fuerza, con la justa intensidad como para reflejar lo que siempre he sentido; me lo digo a mí mismo y me suena hueco, vacío, falso.
Muchas veces me lo has reprochado, ¿a quién no le gusta que le digan, que le recuerden lo mucho que importas a quien quieres? Y ya ves, jamás fui capaz de saber explicártelo, de poder decirte que no podía, que no sabía encontrar ni las palabras, ni el tono, ni la expresión necesarios para reflejar lo que realmente sentía, he sentido, sentiré por ti.
No, definitivamente hablar, expresarme con claridad, diciendo lo que realmente quiero decir, lo que siento, no es una de mis habilidades. Siempre lo he sabido. Hasta el punto de que, ni siquiera ayer, cuando me miraste por última vez, y ambos supimos que era la última vez, fui incapaz de decirte te quiero.
Por eso no me queda más remedio que escribirte esta carta ahora, cuando ya tan solo estás de cuerpo presente, cuando ya no tengo esperanza de que puedas leerla.
Siempre, te quiero.

ADOLESCENCIA



No era la primera vez que Ismael pasaba por una situación similar. Desde muy pequeño se había familiarizado con ello pero, así todo, a pesar de la cotidianidad o, quizás precisamente por esa cotidianidad, no solo no lo tenía superado, sino que cada vez lo pasaba peor. Las náuseas cada vez eran más fuertes, la sensación de que le iba a estallar la cabeza no le abandonaba, el miedo le atenazaba, le tenía paralizado viendo, horrorizado, como su padre golpeaba una y otra vez a su madre, ¿por qué era esta vez? ¡y que importaba!, cualquier disculpa valía, podría ser que la comida estuviese salada, o que la camisa no hubiera estado planchada a tiempo, o que, simplemente estuviese justo en medio por donde él quería pasar. Había visto ya tantas y tantas trifulcas similares, tantos abusos, tantas palizas que le era imposible soportarlo por más tiempo; necesitaba huir de allí, evadirse, desaparecer; pero permanecía allí, sin moverse, en el rincón donde siempre se metía cuando su padre empezaba a levantar la voz, o la mano, o ambas cosas a la vez, entre la nevera y la pared. Cada vez le parecía que le hueco era más pequeño; la primera vez que se escondió allí, apenas tendría más de dos años, había sitio suficiente para sentarse, darse la vuelta, estaba holgado; poco a poco el sitio había ido estrechándose, o él creciendo; ahora, con trece años, apenas podía respirar allí metido, lo cual tampoco ayudaba a superar la crisis de ansiedad.
Escapó de la única forma posible que encontró, hacia el recuerdo, al pasado, al mejor pasado que recordaba, aquellos veranos que pasaba en casa de los abuelos, en el pueblo, cuando su abuelo aún vivía y su abuela no tenía, o apenas se le notaba, el maldito alzhéimer por el que la había internado en la residencia. No sabía cuánto tiempo pasaba con ellos, dos meses, un mes, el tiempo se le hacía muy corto cuando estaba en el paraíso, lejos de sus padres, de las broncas, las peleas, los gritos, las palizas. Aquellos paseos con el abuelo y con los perros; iban hasta el rio y allí pasaban la mañana, el abuelo sentado a la sombra, siempre leyendo, ¿qué habrá sido de los libros del abuelo?, le gustaría tenerlos para él, leerlos, descubrir los mundos en los que se sumergía su abuelo y que le hacían tan feliz. Mientras tanto él correteaba con los perros, intentaba cazar ranas, perseguía a las ardillas. Después, a mediodía, cuando volvían cansados, sudorosos, su abuela siempre tenía preparada la comida en el patio, a la sombra, escuchando a los pájaros, el zumbido de las abejas, el rebuzno del burro de los vecinos, el silencio. Ese era el paraíso de Ismael; allí se escapaba siempre que podía, siempre que lo necesitaba, siempre que tenía miedo, siempre,…
Ya estaba todo en silencio, parecía que su padre se había cansado de pegar a su madre y se había ido; estará en el bar, bebiendo y riendo con los amigos, viendo algún partido. Su madre está en el suelo, está llorando, maltrecha, dolorida, más en el alma que en el cuerpo. A Ismael se le rompe todo por dentro, termina por vomitar en el baño; vomita la pena, vomita el miedo y, si pudiera, vomitaría la vida.
    Isma, hijo, necesito vendas, mercromina y esparadrapo. Acércate a la farmacia, hazme el favor.
    Si mamá, ahora voy; dame dinero.
    No lo tengo hijo. Tu padre se lo ha llevado todo. Pregunta por Luis, el chico joven, el ayudante del farmacéutico; dile que eres mi hijo y que en cuanto pueda se lo llevaré. Él nos conoce.
Ismael sale de casa. Sin que su madre se diera cuenta cogió el cuchillo de la cocina, el que corta bien, y se lo metió en la manga del jersey. Antes de ir a la farmacia pasará por el bar, que está de camino. ¡Su padre se va a enterar de una vez por todas!