Cariño,
la verdad es que no sé por dónde empezar. Nunca se me dio bien hablar, ya lo
sabes. Recuerdo, ¿recuerdas? que cuándo estaba pensando declararme estuve cerca
de un mes ensayando delante del espejo, no sé cómo pude aguantar tanto tiempo
sin decirte nada cuando la verdad es que estaba totalmente enajenado por tus
ojos, tu sonrisa, tu brillo; aun así, cuando por fin pude reunir el valor
suficiente, tuviste que ser tu quien me arrancase las palabras como si fueras
un sacacorchos.
No,
ciertamente nunca pensé dedicarme a la oratoria. Quizás por eso, o por
comodidad, o por vagancia, o porque, al fin y al cabo era algo que se suponía,
que se daba por hecho, que no admitía ninguna duda, casi nunca te hablé de
amor, muy pocas veces te dije te quiero. No sé, la verdad es que solo de pensar
en hacerlo, me ruborizo; soy incapaz de pensar que podría hacerlo con la
suficiente fuerza, con la justa intensidad como para reflejar lo que siempre he
sentido; me lo digo a mí mismo y me suena hueco, vacío, falso.
Muchas
veces me lo has reprochado, ¿a quién no le gusta que le digan, que le recuerden
lo mucho que importas a quien quieres? Y ya ves, jamás fui capaz de saber
explicártelo, de poder decirte que no podía, que no sabía encontrar ni las
palabras, ni el tono, ni la expresión necesarios para reflejar lo que realmente
sentía, he sentido, sentiré por ti.
No,
definitivamente hablar, expresarme con claridad, diciendo lo que realmente
quiero decir, lo que siento, no es una de mis habilidades. Siempre lo he
sabido. Hasta el punto de que, ni siquiera ayer, cuando me miraste por última
vez, y ambos supimos que era la última vez, fui incapaz de decirte te quiero.
Por
eso no me queda más remedio que escribirte esta carta ahora, cuando ya tan solo
estás de cuerpo presente, cuando ya no tengo esperanza de que puedas leerla.
Siempre,
te quiero.
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