No
era la primera vez que Ismael pasaba por una situación similar. Desde muy
pequeño se había familiarizado con ello pero, así todo, a pesar de la
cotidianidad o, quizás precisamente por esa cotidianidad, no solo no lo tenía
superado, sino que cada vez lo pasaba peor. Las náuseas cada vez eran más
fuertes, la sensación de que le iba a estallar la cabeza no le abandonaba, el
miedo le atenazaba, le tenía paralizado viendo, horrorizado, como su padre golpeaba
una y otra vez a su madre, ¿por qué era esta vez? ¡y que importaba!, cualquier
disculpa valía, podría ser que la comida estuviese salada, o que la camisa no
hubiera estado planchada a tiempo, o que, simplemente estuviese justo en medio
por donde él quería pasar. Había visto ya tantas y tantas trifulcas similares,
tantos abusos, tantas palizas que le era imposible soportarlo por más tiempo;
necesitaba huir de allí, evadirse, desaparecer; pero permanecía allí, sin
moverse, en el rincón donde siempre se metía cuando su padre empezaba a
levantar la voz, o la mano, o ambas cosas a la vez, entre la nevera y la pared.
Cada vez le parecía que le hueco era más pequeño; la primera vez que se
escondió allí, apenas tendría más de dos años, había sitio suficiente para
sentarse, darse la vuelta, estaba holgado; poco a poco el sitio había ido
estrechándose, o él creciendo; ahora, con trece años, apenas podía respirar
allí metido, lo cual tampoco ayudaba a superar la crisis de ansiedad.
Escapó
de la única forma posible que encontró, hacia el recuerdo, al pasado, al mejor
pasado que recordaba, aquellos veranos que pasaba en casa de los abuelos, en el
pueblo, cuando su abuelo aún vivía y su abuela no tenía, o apenas se le notaba,
el maldito alzhéimer por el que la había internado en la residencia. No sabía
cuánto tiempo pasaba con ellos, dos meses, un mes, el tiempo se le hacía muy
corto cuando estaba en el paraíso, lejos de sus padres, de las broncas, las
peleas, los gritos, las palizas. Aquellos paseos con el abuelo y con los
perros; iban hasta el rio y allí pasaban la mañana, el abuelo sentado a la
sombra, siempre leyendo, ¿qué habrá sido de los libros del abuelo?, le gustaría
tenerlos para él, leerlos, descubrir los mundos en los que se sumergía su
abuelo y que le hacían tan feliz. Mientras tanto él correteaba con los perros,
intentaba cazar ranas, perseguía a las ardillas. Después, a mediodía, cuando
volvían cansados, sudorosos, su abuela siempre tenía preparada la comida en el
patio, a la sombra, escuchando a los pájaros, el zumbido de las abejas, el
rebuzno del burro de los vecinos, el silencio. Ese era el paraíso de Ismael;
allí se escapaba siempre que podía, siempre que lo necesitaba, siempre que
tenía miedo, siempre,…
Ya
estaba todo en silencio, parecía que su padre se había cansado de pegar a su
madre y se había ido; estará en el bar, bebiendo y riendo con los amigos,
viendo algún partido. Su madre está en el suelo, está llorando, maltrecha,
dolorida, más en el alma que en el cuerpo. A Ismael se le rompe todo por dentro,
termina por vomitar en el baño; vomita la pena, vomita el miedo y, si pudiera,
vomitaría la vida.
— Isma,
hijo, necesito vendas, mercromina y esparadrapo. Acércate a la farmacia, hazme
el favor.
— Si
mamá, ahora voy; dame dinero.
— No
lo tengo hijo. Tu padre se lo ha llevado todo. Pregunta por Luis, el chico
joven, el ayudante del farmacéutico; dile que eres mi hijo y que en cuanto
pueda se lo llevaré. Él nos conoce.
Ismael
sale de casa. Sin que su madre se diera cuenta cogió el cuchillo de la cocina,
el que corta bien, y se lo metió en la manga del jersey. Antes de ir a la
farmacia pasará por el bar, que está de camino. ¡Su padre se va a enterar de
una vez por todas!
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