martes, 2 de agosto de 2016

REDUCCIÓN



Diríase que España, y Zaragoza, van a menos, encogen, se contraen sobre si mismas. Todo va a menos. Algunas de estas contracciones las vemos en positivo, otras no tanto. Quizá estemos ante las consecuencias tardías de la explosión de la burbuja en la que estábamos sumergidos en la primera década del siglo, no sé, es posible. Pero deberíamos hacérnoslo mirar.


Viene ésto a cuento de las numerosas noticias reductoras que constantemente abordan los medios de comunicación; alentadoras algunas, como indico, tales como que la tasa de abandono escolar desciende a mínimos históricos, o a la constante reducción del paro que observamos en las últimas encuestas de población activa, o a la reducción de los tipos de interés que aflojan el agobio de una mayoría de españoles hipotecados, por no hablar de esa prima de riesgo que campea desde hace algún tiempo en mínimos esperanzadores. Se reducen también, aunque no esté siendo éste un buen año, los fallecidos en accidentes de carretera.


Otras, sin llegar a ser preocupantes, nos encienden la luz de la reflexión. Por citar algunas de las últimas aparecidas, la reducción de nacimientos en el Servet, o la bajada de usuarios en las piscinas municipales.


A mí esta constante obsesión por los decrementos, o por resaltarlas en los medios, me instiga sensaciones contradictorias. Se me antoja que la sociedad española padece ese sentimiento que nos asola cuando llegamos a la vejez y vamos prescindiendo, poco a poco, de todo lo que nos rodea, reduciendo nuestras necesidades a medida que vamos perdiendo facultades, o ganas, o ilusión. Y terminamos encogiéndonos sobre nosotros mismos, adoptando una posición fetal mientras esperamos lo que sea, en una habitación de doce metros cuadrados de una residencia, con tan sólo una cama y una silla.

lunes, 1 de agosto de 2016

MI ABUELO



En alguna ocasión anterior ya me referí a mi abuelo como una persona un poco tocada del ala. No se trata de una afirmación a la ligera, a las pruebas me remito. Una de ellas la constato cada vez que vamos por la AP-2. Al pasar por debajo del monumento erigido al Meridiano de Greenwich se empeña en que todos debemos de agacharnos y tapar la cabeza en evitación, dice él, de males mayores en caso de que se nos venga encima, “ya veréis el día en que esto se caiga, que un meridiano no es algo de fiar”, nos repite una y otra vez. 

Desde mis cuatro años escasos trato de explicarle que un meridiano es una línea imaginaria que sirve para calcular el huso horario y que, por extensión, es también el semicírculo máximo que pasa por los polos de cualquier esfera o esferoide de referencia; pero nada, que si quieres arroz Catalina. Él me mira con ojos incomprensivos, como miraría un profeta iluminado a un infiel agnóstico, y después menea la cabeza de uno a otro lado pensando, seguramente, que ya estoy perdida para la causa.

El otro día mi madre, que tiene muy poca paciencia y ningún sentido del humor para este tipo de tonterías, le dijo muy seria: “déjate de chorradas papá, es más difícil que se caiga esto encima de nosotros, que Echenique dimita por lo de la contratación ilegal del asistente”.

Mi abuelo se quedó muy serio, pensativo, y al cabo de unos minutos vi que le resbalaba una lágrima por la mejilla mientras susurraba por lo bajini “dios mío, qué país”.