Diríase
que España, y Zaragoza, van a menos, encogen, se contraen sobre si mismas. Todo va
a menos. Algunas de estas contracciones las vemos en positivo, otras no tanto. Quizá
estemos ante las consecuencias tardías de la explosión de la burbuja en la que
estábamos sumergidos en la primera década del siglo, no sé, es posible. Pero deberíamos
hacérnoslo mirar.
Viene
ésto a cuento de las numerosas noticias reductoras que constantemente abordan
los medios de comunicación; alentadoras algunas, como indico, tales como que la
tasa de abandono escolar desciende a mínimos históricos, o a la constante
reducción del paro que observamos en las últimas encuestas de población activa,
o a la reducción de los tipos de interés que aflojan el agobio de una mayoría
de españoles hipotecados, por no hablar de esa prima de riesgo que campea desde
hace algún tiempo en mínimos esperanzadores. Se reducen también, aunque no esté
siendo éste un buen año, los fallecidos en accidentes de carretera.
Otras,
sin llegar a ser preocupantes, nos encienden la luz de la reflexión. Por citar
algunas de las últimas aparecidas, la reducción de nacimientos en el Servet, o la
bajada de usuarios en las piscinas municipales.
A mí
esta constante obsesión por los decrementos, o por resaltarlas en los medios,
me instiga sensaciones contradictorias. Se me antoja que la sociedad española padece
ese sentimiento que nos asola cuando llegamos a la vejez y vamos prescindiendo,
poco a poco, de todo lo que nos rodea, reduciendo nuestras necesidades a medida
que vamos perdiendo facultades, o ganas, o ilusión. Y terminamos encogiéndonos
sobre nosotros mismos, adoptando una posición fetal mientras esperamos lo que
sea, en una habitación de doce metros cuadrados de una residencia, con tan sólo
una cama y una silla.