El Pósito,
en Cambrils, es un restaurante como dios manda, de los de toda la vida, de los
que abren solo para dar de comer o de cenar, sin chorradas, sin ambigüedades
intermedias a entrehoras. Y principalmente pescados y mariscos, como
corresponde a un puerto de mar.
Tiene
buena fama, labrada con el buen hacer de muchos años dando de comer en
cantidad, calidad y a un precio razonable. Aunque ha pasado por varias
ubicaciones dentro del pueblo, no es óbice para que, sobre todo en verano, haya
largas filas desde bastante antes de la hora de apertura para asegurarse una
buena mesa, o al menos una mesa. Lo dicho, la fama merecida y bien ganada.
El
matrimonio, ya entrado en años, hacía sitio en la fila pacientemente desde las
ocho menos cuarto; cuando les tocó el turno, la encargada con una sonrisa les
preguntó:
— ¿Mesa
para dos?
— No –
contestaron al unísono – para cinco.
— ¿Les
parece bien aquella de la derecha, debajo del cuadro? – no pareció descolocarle
la respuesta sobre el número de comensales.
Al
matrimonio le pareció bien la mesa asignada, pegada a una pared con un banco
corredero por uno de los lados, lo que impedía que el ocupara la esquina
pudiese salir libremente, teniendo que hacer levantarse al resto, pero no había
cerca una salida de aire acondicionado, que siempre condiciona la posibilidad
de inoportunos resfriados.
— ¿Quieres
que me ponga yo en la esquina, para que puedas salir mejor al baño? - Le dijo
él, solícito.
— No,
no, que a mí me gusta estar así, encajonada. Si tengo que salir al baño te
levantas y ya está – rechazó ella con una sonrisa arrebatadora.
— Bueno,
a ver si no tardan mucho en llegar. Mientras tanto podíamos pedir un poco de
vino para ir entrando en faena.
— Sí,
me parece bien – asintió ella – Déjame salir al baño, anda.
Los
camareros, de ambos géneros, por supuesto, pasaban por delante de la mesa a
velocidad endiablada. Desde el primer momento se palpaba la tensión habitual de
las mesas totalmente ocupadas, gente ansiosa de ser atendidos los primeros,
tarea harto difícil cuando prácticamente llega todo el mundo a la vez. El
hombre aprovechó que uno de ellos, un camarero imberbe de puro joven, se le
ocurrió mirarle al pasar para hacerle una seña con la mano a la vez que
enarcaba las cejas
— ¿Nos
puede traer una botella de blanco Bach semi, por favor?
— ¿Blanch?
– preguntó desconcertado
— Blanco
Bach semi – repitió el comensal más pausado, separando las palabras, casi
deletreando.
Debió
de darse por enterado ya que se fue hacia una consola que daba soporte a un
ordenador y tecleó algo. Volvió casi de inmediato.
— Perdón,
¿Qué son dos, ustedes?
— No –
nuevamente al unísono – somos cinco.
La
sala estaba casi llena, pero aún seguía entrando gente. Se notaba que era
viernes y que la gente sale con más alegría a iniciar el fin de semana dándose
un homenaje. La ubicación de la mesa les daba una buena panorámica de la
entrada, que no dejaban de mirar para ver si por fin llegaban la hija, el yerno
y la nieta que completasen la mesa.
Antes
de que llegase la botella de vino, se acercó una nueva camarera, también muy joven,
que depositó un pequeño cuenco de olivas arbequinas, pequeñas, con hueso, color
verde oscuro, cortesía de la casa para facilitar la espera, a la vez que
preguntaba nuevamente
— ¿Son
solo ustedes dos?
— No,
somos cinco – ya de forma monótona y cansina, pero siempre al unísono.
Al
poco llegó un camarero, otro distinto del imberbe anterior, que con un
aspaviento un tanto teatral les mostró la botella que traía para que
comprobasen que, efectivamente coincidía con lo pedido. Cuando recibió el
asentimiento se limitó a descorchar y dejar encima de la mesa, deseando que los
señores tuviesen una velada agradable. Curiosamente ni sirvió una primera copa,
que suele ser lo habitual, ni tampoco dejó el corcho, lo cual no hubiese sido
raro si se tratase un tinto, que debe respirar una vez abierto, pero un blanco…
Los
minutos de espera por el resto de los comensales se alargaron un poco más de lo
previsto debido, principalmente, al desconocimiento que tenían del pueblo,
ubicación de posibles aparcamientos, finalización de batería del móvil que les
señalaba el camino, más o menos por este orden. Finalmente les avistaron en la
fila de gente que esperaba turno en la entrada y les hicieron señas para hacer
notar su ubicación. El encargado, al que vamos a llamar Ignacio por llamarle de
algún modo, se percató de las señas que ambos grupos se hacían e incluso
interactuó bromeando
— ¿Seguro
que les están esperando? – les preguntaba a los recién llegados. Y dirigiéndose
a la mesa que ocupaba el matrimonio – Dicen que les esperan ustedes, ¿será
verdad?, ¿les dejo pasar? – lo que provocó sonrisas por parte y parte, y la
generación de un ambiente de cordialidad y buen humor.
Después
de los saludos de rigor, los besos, apretones de manos, etc. decidieron pasar
sin más dilación a revisar la carta para ver que pedían. Entre unas cosas y
otras ya había pasado bastante tiempo y este tipo de restaurantes, aunque de
forma tácita, tienen establecidos dos turnos horarios de ocupación de las mesas
que los camareros se afanan en cumplir porque se saben controlados.
El
propio encargado, Ignacio, les tomó la comanda, unos primeros variados y unas
fuentes de pescado y marisco de segundos, todo para compartir entre los dos
matrimonios. Para la niña un plato que suelen preparar, adecuado a la edad, a
base de pescado rebozado y patatas fritas, una especie de fish and chips a la española. Se rellenaron las copas de vino y
brindaron por el encuentro.
Más
pronto que tarde llegó un nuevo camarero distinto de todos los anteriores,
vamos a llamarle Carlos, que traía los primeros platos y, a los pocos segundos,
el de la niña. Excelente. Había buen apetito por lo que, de inmediato, se
pusieron a la faena de dar buena cuenta. En ello estaban cuando Ignacio, al
pasar una de las veces junto a la mesa, les dijo muy sonriente que ya había
dado orden de marchar los segundos.
— Ah,
pues muy bien – les respondió alguno de los comensales.
— Se
conoce – dijo la abuela cuando Ignacio ya había pasado – que vamos retrasados y
quieren que recuperemos el ritmo del resto.
No
habían pasado siquiera tres minutos de la aparición anterior cuando, en esta
ocasión es Carlos quien se acerca a la mesa para informarles que los segundos
ya estaban marchando y, de paso, retirar algunos de los platos de los primeros
ya vacíos.
— Vale,
vale. Qué marchen pues – contestaron – y traiga también otra botella de vino,
por favor.
En
los siguientes cinco minutos volvió el mentado Carlos a recoger el resto de
platos del primero, ya totalmente vacíos, así como el de la niña que, como de
costumbre no se lo había acabado pero había dejado clara su intención de “Papi, ya no tero más”. También se
acercó, en ese intervalo, el teatral camarero que tenía por misión servir el
vino; bueno, servirlo no, como ya he explicado anteriormente, solo llevarlo a
la mesa. Al igual que la primera vez, volvió a desearnos que tuviéramos una
buena velada. Repitió Carlos, esta vez para dejar platos limpios con los que
acometer el segundo que, si no había dejado de marchar, estaría a punto de
irrumpir en escena.
Al
cabo de media hora de esa última visita de Carlos, la situación no había
variado lo más mínimo. Los platos limpios para el segundo seguían limpios y el
segundo, o bien no marchaba, como nos habían informado, o bien se había
marchado demasiado lejos y había pasado de largo. Ante las caras, mitad
incomprensión mitad cabreo que el abuelo le dirigió a Ignacio en una de sus
múltiples idas y venidas por la sala, éste se acercó para informar que había
habido un pequeño problema, pero que ya estaba subsanado y en menos de cinco minutos
tendrían el segundo en la mesa; todo ello mientras toqueteaba desesperadamente
en una tableta desde la que se supone vociferaba instrucciones a la cocina.
No
fueron cinco, ni diez, sino quince minutos los que pasaron hasta que, después
de un breve parlamento entre Ignacio y Carlos en uno de los fondos mirando con
insistencia hacia la problemática mesa, Ignacio volvió a acercarse pidiendo
nuevamente disculpas, informando la buena nueva de que los segundos volaban en
ese instante por el pasillo hacia la mesa y concediendo barra libre para todos
los cafés, chupitos y cava que quisieran consumir posteriormente, como
compensación a una situación tan embarazosa. Ante el displicente meneo de
cabeza del abuelo, añadió
— No,
no, ya sé que eso no vale para disculparnos, pero compréndame…
Como
había hambre acumulada de al menos tres cuartos de hora, la conversación no fue
a más y los comensales se dispusieron a devorar el segundo que, ¡por fin!,
reposaba en el centro de la mesa. Al menos las viandas merecían la pena. Se
tomaron postres, cafés y chupitos, no todos, la abuela ninguna de las tres
cosas. Seguro que nada que no hubieran tomado de no haber mediado la
compensación ofrecida por Ignacio.
De
todas formas, aunque la buena educación no dejaba traslucirlo, el ambiente se
había caldeado un tanto y los ánimos ya no eran los mismos que al inicio.
Cuando pidieron la cuenta, al observar que había sobrado más de media botella
de vino de la segunda pedida, solicitaron al camarero, a Carlos, que les
trajese el corcho ya que deseaban llevársela. Al fin y al cabo el vino no era
barato, le había facturado la botella completa, como es lógico y, puesto que
era suya, la querían, pero con corcho.
Transcurrieron
otros diez o quince minutos después de haber pagado y el corcho debía de haber
tomado la misma senda que en su momento tomaron los segundos platos, ya que no
terminaba de avistarse. Eran cerca de las once de la noche, la niña, cuatro
años escasos, pobre, se la veía muerta de sueño y cansancio. Así que su madre,
ni corta ni perezosa, se irguió y, botella en mano, con su vestido largo y
floreado, se dirigió pausada y poderosa hacia la barra. En el camino se dio de
bruces con Carlos el cual, con la expresión demudada dio media vuelta, a pesar
de llevar ambas manos ocupadas con platos para otras mesas, y acompañó hasta la
barra a la portadora de la botella, donde el teatral y aspaventoso sumillier se
negó a facilitar un corcho. Tuvo que ser el propio Carlos, suficientemente
abochornado por todos los acontecimientos, el que rebuscase en el cajón de los corchos
y corchase la botella mientras el otro, el de los vinos, rezongaba
constantemente sobre la miserable condición de los clientes que se llevaban sus
medias botellas.
Finalmente,
después de cerca de tres horas y media, salieron del restaurante, botella en
ristre, mientras a la puerta, el encargado, Ignacio, les saludaba con un
apretón de manos reiterando sus disculpas.
— No
ha sido nuestra mejor experiencia – se despidió el abuelo – pero tenga por
seguro que insistiremos – amenazó sonriendo