La
política ocupa y preocupa a muchos constantemente, en cualquier época. Cuando
se acerca una cita electoral, o recién celebrada ésta, esa ocupación, o
preocupación, se extiende a la casi totalidad del pueblo. Parece lógico que así
sea. Las bocas se llenan, los titulares de los medios se suceden, los debates,
bien sean de sesudos analistas o de tasca de pueblo, están a la orden del día.
Todo el mundo se empeña en traducir la voluntad de las urnas al román paladino.
Todo el mundo se erige en intérprete del mensaje que el pueblo ha querido
transmitir con su voto.
Personalmente
opino que nos empeñamos en complicar las cosas hasta el punto de hacerlas
inviables. Me explico. El pueblo se expresa mediante votos, los cuales tienen
un reflejo numérico. El de los números es un lenguaje internacional que todo el
mundo entiende, no precisa traducción. Y en este lenguaje el pueblo ha dicho
que la opción preferida para que nos gobierne es la del PP. A partir de ese
momento sobra cualquier debate que se quiera iniciar, incluso el de investidura
(votaciones incluidas) con sus aritméticas de alianzas partidistas o estudiadas
abstenciones. Lo más puro, lo más democrático es que se respete el mensaje
directo de las urnas. Punto. Ya está. Gobierne el más votado, nos guste menos o
nos guste nada. Ya después, en el ejercicio de ese gobierno tendrá que
amoldarse en mayor o menor medida a esas aritméticas de congreso; pero que se
arranque de una vez, que para eso hemos votado. Todo lo demás es ponernos unos
a otros la zancadilla desde antes de dar el pistoletazo de salida.
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