viernes, 30 de junio de 2017

EL HOMBRE QUE NO SABÍA LLORAR

Cuando llevaba mucho tiempo sin llover le daba por llorar. Era inevitable. No es que le preocupasen especialmente los daños de la sequía, o el riesgo de incendios. Tampoco le preocupaba en exceso la proliferación de malos olores en las ciudades, alrededor de los contenedores de basuras;  o que se produjera un más que visible aumento de ratas, cucarachas y otras especies invasivas autóctonas. Nada de eso. Simplemente era una reacción puramente física que había experimentado desde siempre, desde su más tierna infancia. En cuanto pasaban siete días seguidos sin llover, sus ojos empezaban a manar de forma incontrolada. Tampoco es que fuera una catarata, pero era bastante constante. Esos días necesitaba  beber con frecuencia ya que el riesgo de deshidratación podría llegar a ser cosa seria. Eso sí, cinco horas antes de que empezasen a caer las primeras gotas, dejaba de llorar. Con una puntualidad británica. De la misma e inexplicable forma que empezaba, se paraba.

Esta especie de súper poder le había marcado y, de alguna forma, le había predestinado en la que sería su profesión, su vocación, su pasión. Desde niño nunca pensó en ser otra cosa que hombre del tiempo, aunque muy pronto aprendió a decir lo de climatólogo.

Su vida estaba plagada de anécdotas, situaciones graciosas y otras no tanto, alguna incluso casi trágica, o cuanto menos dramática. Ya se sabe, un llanto a destiempo, unas lágrimas fuera de lugar, le acarreaban un sinfín de explicaciones no siempre comprendidas o creídas por interlocutores agnósticos. De todas formas, se consolaba con orgullo, siempre son más llevaderas las lágrimas inoportunas que las carcajadas extemporáneas.

Con los años empezó a tener problemas psicológicos a causa de esta anormalidad. Lo que de niño, o de joven, le servía para marcar diferencias, hacerse notar, llamar la atención, en fin, destacar del resto, con el tiempo fue agriándole el carácter hasta el punto de llegar al odio más profundo. Odio a todo, a sí mismo por ser anormal, al resto del mundo por admirarle o envidiarle en esa anormalidad; comenzó a odiar los días de sol y aún más, no sabría explicarlo, los días de lluvia. Odio intenso a su profesión en la misma medida, o incluso más, de lo que la había amado. Llegó un momento en que en su vida no cabía más que el odio.

El cambio empezó un día que, sin saber porqué, empezó a sentir una profunda pena a la vez que se licuaban sus lagrimales. Al igual que la anormalidad física, tampoco pudo encontrar una explicación para esta novedad espiritual. Pero lo cierto es que sentía un pesar tan grande que casi llegaba a cortarle la respiración. Y la pena continuó durante los catorce días que duró aquel pequeño periodo de sequía climatológica. Llegó un momento que no sabía si sentía pena porque lloraba, o el llanto era a causa de la pena que sentía.

Intentó suicidarse varias veces de distintas formas, a cada cual más original e imaginativa. Pero unas veces por falta de valor y otras por verdadera mala suerte, o mala planificación, que de todo hubo, fue de fracaso en fracaso.

La gente que le conocía era incapaz de comprenderle. Cómo es posible — le decían —  que teniéndolo todo, fama, dinero, éxito, pretendas quitarte de en medio. Cuántos quisieran — le reprendían otros — poder llorar por tus ojos. Sabía que era por su bien, que le querían, lo cual no hacía más que incrementar su odio, por sí mismo, por su familia, por sus amigos, lo odiaba todo y a todos. Sin embargo un buen día todo cambió inesperadamente. En efecto, se trataba de un buen día de sol, de calor, de cielo azul, limpio, sin nubes; un día igual a los seis anteriores; un día, el séptimo, en el que empezaría a llorar nuevamente. Sin embargo ya cuando se despertó por la mañana se dio cuenta que algo extraño pasaba. Se sentía como el espectador de su propia película, viéndose desde fuera, observándose. Era un sensación rara; ni agradable ni molesta, simplemente distinta. Intentaba llegar al fondo del asunto cuando, de repente, se dio cuenta que no estaba llorando, que debería estar haciéndolo pero no. No lloraba. No lloró en todo el día, ni al siguiente, ni al otro. De hecho no volvió a llorar nunca más. Sus ojos se quedaron completamente secos, hasta el punto que empezó a usar lágrimas artificiales para poder hidratarlos. Inútil. Toda la vida había sido distinto al resto del mundo y no iba a dejar de serlo. El remedio no funcionó y la sequedad de sus globos oculares le generó en poco tiempo una ceguera total.

Empezó a beber para mitigar el dolor que sufría y se convirtió en un alcohólico. Le despidieron de su trabajo, le abandonó toda la gente que antaño le había querido y que él, en su odio, había ido alejando poco a poco, uno a uno.


A veces, entre resaca y resaca tiene algún ramalazo de lucidez y piensa, y recuerda lo feliz que llegó a ser cuando sabía llorar.