Cuando llevaba mucho tiempo sin llover le daba por
llorar. Era inevitable. No es que le preocupasen especialmente los daños de la
sequía, o el riesgo de incendios. Tampoco le preocupaba en exceso la
proliferación de malos olores en las ciudades, alrededor de los contenedores de
basuras; o que se produjera un más que
visible aumento de ratas, cucarachas y otras especies invasivas autóctonas.
Nada de eso. Simplemente era una reacción puramente física que había
experimentado desde siempre, desde su más tierna infancia. En cuanto pasaban
siete días seguidos sin llover, sus ojos empezaban a manar de forma
incontrolada. Tampoco es que fuera una catarata, pero era bastante constante.
Esos días necesitaba beber con
frecuencia ya que el riesgo de deshidratación podría llegar a ser cosa seria.
Eso sí, cinco horas antes de que empezasen a caer las primeras gotas, dejaba de
llorar. Con una puntualidad británica. De la misma e inexplicable forma que
empezaba, se paraba.
Esta especie de súper poder le había marcado y, de
alguna forma, le había predestinado en la que sería su profesión, su vocación,
su pasión. Desde niño nunca pensó en ser otra cosa que hombre del tiempo,
aunque muy pronto aprendió a decir lo de climatólogo.
Su vida estaba plagada de anécdotas, situaciones
graciosas y otras no tanto, alguna incluso casi trágica, o cuanto menos
dramática. Ya se sabe, un llanto a destiempo, unas lágrimas fuera de lugar, le
acarreaban un sinfín de explicaciones no siempre comprendidas o creídas por
interlocutores agnósticos. De todas formas, se consolaba con orgullo, siempre
son más llevaderas las lágrimas inoportunas que las carcajadas extemporáneas.
Con los años empezó a tener problemas psicológicos a
causa de esta anormalidad. Lo que de niño, o de joven, le servía para marcar
diferencias, hacerse notar, llamar la atención, en fin, destacar del resto, con
el tiempo fue agriándole el carácter hasta el punto de llegar al odio más
profundo. Odio a todo, a sí mismo por ser anormal, al resto del mundo por
admirarle o envidiarle en esa anormalidad; comenzó a odiar los días de sol y
aún más, no sabría explicarlo, los días de lluvia. Odio intenso a su profesión
en la misma medida, o incluso más, de lo que la había amado. Llegó un momento en
que en su vida no cabía más que el odio.
El cambio empezó un día que, sin saber porqué,
empezó a sentir una profunda pena a la vez que se licuaban sus lagrimales. Al
igual que la anormalidad física, tampoco pudo encontrar una explicación para
esta novedad espiritual. Pero lo cierto es que sentía un pesar tan grande que
casi llegaba a cortarle la respiración. Y la pena continuó durante los catorce
días que duró aquel pequeño periodo de sequía climatológica. Llegó un momento
que no sabía si sentía pena porque lloraba, o el llanto era a causa de la pena
que sentía.
Intentó suicidarse varias veces de distintas formas,
a cada cual más original e imaginativa. Pero unas veces por falta de valor y
otras por verdadera mala suerte, o mala planificación, que de todo hubo, fue de
fracaso en fracaso.
La gente que le conocía era incapaz de comprenderle.
Cómo es posible — le decían — que
teniéndolo todo, fama, dinero, éxito, pretendas quitarte de en medio. Cuántos
quisieran — le reprendían otros — poder llorar por tus ojos. Sabía que era por
su bien, que le querían, lo cual no hacía más que incrementar su odio, por sí
mismo, por su familia, por sus amigos, lo odiaba todo y a todos. Sin embargo un
buen día todo cambió inesperadamente. En efecto, se trataba de un buen día de
sol, de calor, de cielo azul, limpio, sin nubes; un día igual a los seis
anteriores; un día, el séptimo, en el que empezaría a llorar nuevamente. Sin
embargo ya cuando se despertó por la mañana se dio cuenta que algo extraño
pasaba. Se sentía como el espectador de su propia película, viéndose desde
fuera, observándose. Era un sensación rara; ni agradable ni molesta,
simplemente distinta. Intentaba llegar al fondo del asunto cuando, de repente,
se dio cuenta que no estaba llorando, que debería estar haciéndolo pero no. No
lloraba. No lloró en todo el día, ni al siguiente, ni al otro. De hecho no
volvió a llorar nunca más. Sus ojos se quedaron completamente secos, hasta el
punto que empezó a usar lágrimas artificiales para poder hidratarlos. Inútil.
Toda la vida había sido distinto al resto del mundo y no iba a dejar de serlo.
El remedio no funcionó y la sequedad de sus globos oculares le generó en poco
tiempo una ceguera total.
Empezó a beber para mitigar el dolor que sufría y se
convirtió en un alcohólico. Le despidieron de su trabajo, le abandonó toda la
gente que antaño le había querido y que él, en su odio, había ido alejando poco
a poco, uno a uno.
A veces, entre resaca y resaca tiene algún ramalazo
de lucidez y piensa, y recuerda lo feliz que llegó a ser cuando sabía llorar.