martes, 22 de septiembre de 2015

SAMY



Samy llevaba varios días vagando por el entorno del área de servicio del kilómetro ciento ochenta y dos de la A-3. Debía tener cuidado porque la gente no era precisamente muy amable y eso le tenía confundido. Hasta ahora, siempre, en toda su vida, la gente, las personas con las que había tenido relación, con las que se cruzaba en las calles, en los parques, eran de dos tipos, o bien le hacían carantoñas y caricias, o sea, se portaban amablemente, o bien no le hacían ningún caso, como si no existiera. Pero nunca se había encontrado con personas que quisieran pegarle, o echarle, asustarle o maltratarle; eso resultaba nuevo y no sabía cómo debía reaccionar.

Por un lado, Samy no quería alejarse mucho del área de servicio porque estaba completamente seguro que sus dueños, pobres, se habían olvidado de él cuando se pararon a echar gasolina al coche y habían arrancado sin darse cuenta de que él aún no había subido. En cuanto se diesen cuenta volverían a buscarle y lo más probable es que le regañasen por no haber estado suficientemente atento. Lo aceptaría, era justo.

Tampoco quería alejarse porque, mientras durase el olvido de sus dueños, tenía que alimentarse, y había descubierto que en los contenedores y cubos de basura que había por la parte de atrás del área de servicio, solían depositar cantidades ingentes de comida. No era el pienso equilibrado que comía habitualmente, pero era comida y, a veces, había restos de huesos y carne que eran una auténtica delicia.

Por otra parte, y a eso le costaba más trabajo acostumbrarse, Samy debía tener mucho cuidado para que no le viesen acercarse a hurgar porque enseguida salían con un palo dando voces. Al principio creyó que querían jugar a la tontería esa que a los humanos les gusta tanto de tirar el palo y que se lo vuelva a traer, se puso muy contento; pero en cuanto le atizaron un par de veces ya comprendió que estas personas no conocían el juego y tampoco se les veía con muchas ganas de que les enseñara.

Además, durante el día, la afluencia de vehículos a este área de servicios es extraordinaria, constantemente hay coches y camiones entrando y saliendo, ya había tenido un par de sustos que simplemente acabaron en un bocinazo, pero podría haber sido mucho peor, por lo que procuraba no acercarse hasta que ya hubiese anochecido. Eso le genera una situación de estrés bastante grande porque piensa que si su familia vuelve a buscarle siendo de día, es posible que no le encuentren, que crean que se ha perdido y se vayan otra vez sin él.

Ayer por la noche, cuando estaba asaltando el cubo de la basura, coincidió con otros tres perros que estaban en su misma situación, también sus familias les habían olvidado, lo cual le pareció una casualidad muy impactante, los humanos deberían hacérselo mirar. Al principio se mostró bastante desconfiado con su compañía, ya saben cómo se toman los perros eso de compartir la comida, y se puso un poco agresivo; pero no duró mucho, en seguida terció uno de ellos, una perra mastín ya entrada en años con una mirada muy triste, que le explicó que ellos llevaban bastantes días en ese plan y habían comprendido que lo mejor era llevarse bien y compartir todo lo que encontrasen para poder aguantar hasta que les viniesen a buscar.

Le contaron que durante el día se refugiaban en una cueva que habían encontrado no muy lejos, un poco oscura pero que se estaba bien, sin necesidad de estar todo el día al sol, pasaba un riachuelo justo al lado y nunca había nadie, salvo un hombre viejo, amable y un poco raro que compartía la cueva con ellos, decía llamarse San Roque y ser patrón de los perros, aunque no sabían exactamente a qué se refería. Pero al menos no había peligro de que les atizasen con los palos.

Samy empezó a pensar que quizá tendría que cambiar de familia.

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