miércoles, 3 de enero de 2018

PAPÁ NOEL

Debo confesar que nunca he tenido eso que se ha dado en llamar espíritu navideño; para que les voy a engañar. Y a estas alturas de mi vida, viendo el final a la vuelta de la próxima esquina, creía imposible que siquiera pudiese dedicarle a este asunto ni un pensamiento. Pero ya ven, aquí estoy en mi silla de ruedas, tecleando en este invento del demonio que han puesto en la sala de estar de la residencia donde vegeto.

Mi agnosticismo en la ciencia del villancico me viene de antiguo. Se podrán imaginar, una infancia cargada de privaciones, en un momento de la historia de España en el que la navidad no figuraba en el top ten de la lista de preocupaciones sociales. Era más importante que no te pegasen un tiro, o tener algo de comer, aunque fuese una vez al día. Como quiera que fuese, las circunstancias que me rodeaban no propiciaron que surgiera en mi interior ese sentimiento que supongo tan hermoso.

Y ya se sabe, las cosas que no se aprenden de niña, es muy difícil que se adquieran con los años. Más bien al contrario. La verdad.

Cuando llegan estas fechas, aquí en la residencia se pone todo el mundo muy ñoño, las auxiliares, las animadoras, hasta la trabajadora social. Procuro quedarme un poco al margen de todas estas manifestaciones artificiales de paz, amor y alegría. Pero hoy llegó un tipo disfrazado de Papá Noel, soltando unas risotadas infames y saludando a todo el mundo como si les conociera de algo. Al notar mi gesto de aversión, se me acercó y se sentó a mi lado. Hablamos un rato. Resultó ser más agradable y sensible de lo que parecía en principio. Cuando ya se iba, me miró a los ojos desde el fondo de su falsa barba y me dijo que me iba a traer el regalo que necesitaba: alguien que me escuche, que me hable, que me entienda y que comparta mi soledad. Todos los días viene un ratito, ya sin disfraz.

Al final va a resultar que existe el espíritu navideño. O algo parecido.

jueves, 24 de agosto de 2017

COSTUMBRES

En más de una ocasión he hablado de mi perro, mi compañero fiel, inseparable y silencioso que, al igual que se dice del papel, todo lo soporta sin un mal gesto, sin recriminaciones, sólo con una variada gama de miradas y levantamientos de cejas que dicen más (o eso me imagino) que cualquier comparecencia ministerial.

Lo de su silencio es un dato curioso que llama la atención. Sabido es que los perros de mayor tamaño no son dados a ladridos histéricos, ni amenazantes ni melifluos. Ladran poco y cuando ladran imponen; algo así como dar un puñetazo en la mesa para poner un poco de orden, o de cordura. Pero el mío es que ni eso. Tres veces le he oído ladrar en toda su vida y en todas las ocasiones ha sido en sueños (los suyos, no los míos). Eso sí, puedo asegurar que, aunque no lo practique, tiene un ladrido claro, diáfano, potente, más aún diría, electrizante, sí, un ladrido de esos que te paraliza hasta la respiración y te eriza la pelusilla de la nuca (quien la tenga, claro).

A los perros, al mío al menos, les encanta las rutinas - todo lo contrario que un amor de verano - repetir las mismas cosas en idénticos o parecidos momentos, recorrer los caminos de siempre manteniendo el orden, olisquear los arbustos de siempre, regar este árbol y no el siguiente, o el anterior. Sacarles de la rutina les supone un pequeño y transitorio desquicio, aunque son capaces de acostumbrarse a secuencias realmente complicadas a poco que las repitan un par de veces.

Una de esas costumbres repetidas es la de las salidas. A mi perro le saco tres veces al día, siempre en los mismos momentos y siguiendo idénticos protocolos. A primera hora de la mañana, después del desayuno y de ojear por encima el periódico, el perro, que no me quita la vista de encima, sale disparado hacia el rincón donde tiene la comida y el agua en cuanto que cierro el diario. Es la hora de la carrera y sabe que, si no bebe ahora, va a pasar sed y la carrera se le hará un poco larga, agónica. Después me sigue de cerca mientras me pongo las mallas, la sudadera, las zapatillas; ya no se separa hasta que le pongo el collar y salimos corriendo escaleras abajo.

A primera hora de la tarde, después de la comida, le toca salir por segunda vez. En ocasiones se impacienta debido a que, desde su primera salida, el número de horas transcurridas es elevado; pero sabe que hasta que no hablo por teléfono con mi mujer no se sale, por eso suele quedarse “a perro puesto”, mirando fijamente, con insistencia, el teléfono que tengo encima de la mesa, recordándome mi obligación.

La última salida, siempre después de cenar, se cene a la hora que se cene, también tiene su parafernalia, por supuesto. Una vez hemos cenado nos tomamos una tisana, ya sentados en el sofá frente al televisor, el libro, el ordenador o la conversación, lo que toque. Al acabar la tisana, invariablemente me levanto para llevar a la cocina las jarras. Esa es la señal para el perro; justo en ese momento se levanta, se despereza, se pega un meneo de orejas y se pega a mis piernas hasta que me calzo y le pongo el collar.

Ocurre que,  en ocasiones, como ayer mismo, llegamos de viaje del fin de semana a última hora de la tarde; una hora más que prudente para darle al perro ese último paseo antes de subir a casa, por lo que aprovecho la coyuntura para no tener que salir más tarde. Esa fractura de la rutina se manifiesta cuando, después de cenar y tomar la tisana correspondiente, al levantarme para recoger las tazas, me mira lánguidamente y, con pesadez se pone en pie, bosteza, se despereza como de costumbre y, en lugar de pegarse a mis piernas se me queda mirando en la distancia mientras me interroga con la mirada; una mirada que entiendo perfectamente, que me dice:

   Pero hombre, ¡no me fastidies!, ¿de verdad que te tengo que sacar ahora? Precisamente cuando estaba en el primer sueño, ¡vaya caprichos!
   No, Yogüi,  - yo, claro está, me veo en la obligación de contestarle - que no; que ya hemos salido y no vamos a salir nuevamente.
Aliviado, el perro da dos vueltas sobre sí mismo, dobla las patas y se deja caer nuevamente en su colchoneta mientras, me da la sensación, gruñe algo por lo bajo. Me pareció oír algo así como:

   Menos mal. Parece que por fin vas aprendiendo algo.

viernes, 4 de agosto de 2017

QUERIDO DIARIO...

Julio 15.-Es la mejor decisión posible. Creer que hay futuro es engañarnos. Nuestros hijos no crecerán en constante peligro de muerte, en una ciudad derruida, un país arruinado, pasto del terror,que retrocederá siglos en cuestión de semanas. El obús de anoche en el edificio de al lado ha sido determinante. Nuestros vecinos muertos o gravemente heridos. Podríamos haber sido nosotros. He conseguido billetes para el tren de Ankara a última hora de la tarde. Me han comentado que los trenes a Turquía se interrumpirán en breve, no podemos demorarlo más. Dejamos Siria con dolor. ¿Volveremos algún día?
Julio 19.- El éxodo resulta tremendamente cansado. Viajar tan en precario, siempre alerta, tanta gente, con funcionarios que no facilitan las cosas, hace del mínimo contratiempo una cuesta difícil de superar. Hemos llegado a un pueblo en la frontera de Turquía con Grecia, Edirne creo que se llama. Pasaremos la noche en unos barracones improvisados. Mañana cruzaremos la frontera, dicen, ya veremos. Los niños se quejan, pobres, están destrozados. Los mayores ayudan con los pequeños; tiene gracia, Khaled, el mayor, tiene ocho años y asume responsabilidades impropias para su edad. Procuramos que sea como una aventura, un juego, pero están rodeados de tanto sufrimiento que su mirada ha perdido la sonrisa. Anoche, mientras el tren traqueteaba, Khaled y Fátima, mi segunda hija, les relataban a los pequeños las últimas vacaciones que habíamos hecho antes del desastre. El viaje en tren, tan distinto, desde Alepo hasta Tartus, un pueblecito con mar, cerca de Líbano. ¡Qué lejanos quedan esos tiempos!
Julio 21.- Me preocupa padre. En los últimos tiempos estaba un poco maniático. Lo achacaba al estrés que vivíamos en Alepo, con bombardeos a diario y escasez de comida, sin olvidar su edad. Desde que murió madre, hace dos años, no es el mismo, siempre taciturno, apesadumbrado. Ahora es distinto. Avanzamos por Grecia, vamos en unos camiones de carga y le noto ausente, con la mirada perdida, ajeno a las conversaciones, sin comer. Añoro su vitalidad, su fuerza, la energía que emanaba al principio, cuando la famosa primavera árabe. Padre decía que seguiríamos el ejemplo de Túnez, de Egipto, que derrocaríamos al tirano después de cuarenta años. Cuando la represión alcanzó niveles preocupantes y derivó en guerra civil, no desmayó el entusiasmo. Hemos llegado a la frontera con Macedonia. Comentan que los trámites burocráticos durarán varios días. Aprovecharemos reponiendo fuerzas.
Julio 30.- Nos dicen que mañana cruzaremos la frontera.  Ha sido largo, aunque los funcionarios griegos comentan que tenemos suerte, que nos consideran refugiados políticos, que eso facilitará las cosas, aliviará los tiempos de espera. Estos días de espera nos han permitido confraternizar con muchos de los que componen esta larga marcha. Nos mantenemos los mismos que salimos de Alepo hace ya catorce días, una representación de una ciudad de dos millones de habitantes que aglutina una amalgama de etnias, culturas, razas y religiones y que estamos demostrando que somos capaces de convivir en la desgracia, como antes lo hicimos durante siglos en Siria. Y todos huyendo de lo mismo, del terror instaurado por la Sharía del Estado Islámico. Mi padre continúa en su ostracismo, aunque estos días parece que le han venido bien.
Agosto 15.- Se cumple un mes desde que empezamos este periplo sin fin. Los ánimos han decaído respecto al entusiasmo inicial, cuando la adrenalina que nos provocó la hégira corría de la cabeza a los pies. Hemos atravesado Macedonia y Serbia; estamos en la frontera con Hungría, en unos barracones prefabricados bastante confortables. El paso por estos dos países ha sido lento y tedioso. Cada día el cansancio acumulado nos hace más difícil el siguiente paso, más insoportables las horas de espera; al menos tanto los macedonios como los serbios nos han tratado de forma exquisita; no olvidamos, comentaban, que hace poco pasamos por algo parecido y salimos adelante gracias a la solidaridad de vecinos  inesperados. Lo que comentan los voluntarios de las ONG´s es que en Hungría las cosas no serán fáciles, si es que hasta ahora lo fueron. Se rumorea que los húngaros no va a reconocer nuestra condición de refugiados políticos ni a respetar convenios internacionales. Los niños me sorprenden cada día, su resistencia, ganas e ilusión resultan contagiosas a todos los que les rodeamos. Menos a mi padre, que continúa a duras penas, como un autómata; no recuerdo cuando habló por última vez.
Agosto 28.- Acertaron los rumores sobre los húngaros. Llevamos diez días encerrados en un campo vigilado por policías y militares. Lo llaman campo de refugiados; es de concentración. Algunos ceden a las tentaciones de funcionarios corruptos que ofrecen transporte rápido y fiable, traspasando las fronteras de Hungría y Austria, hasta el corazón de Alemania, sin problemas, sin controles, en cuestión de horas. Suena tentador pero no puedo dilapidar los tres mil euros por persona que piden; hipotecaría el futuro de mis hijos. A última hora llegan noticias de que han aparecido los cadáveres de setenta y dos personas que habían pagado ese transporte, un camión frigorífico en la cuneta de una autopista austriaca. ¡Qué Alá nos proteja!
Septiembre 8.- El verano toca a su fin, el tiempo empeora. Esta noche nos toca dormir en tiendas de campaña, al menos no llueve. Comentamos los sucesos del día alrededor de un fuego, estamos indignados, una periodista le ha propinado una patada a mi hija y ha hecho caer a otro compañero que llevaba a su hijo en brazos. Esta desgracia no tiene fin. Los gobiernos occidentales nos consideran el problema, no quieren darse cuenta que el problema se llama Estado Islámico. De repente mi padre, sentado frente a mí, comenzó a balancearse canturreando; todos se callaron, escuchando, hacía treinta y ocho días que no hablaba. Poco a poco fue alzando la voz. Repetía una y otra vez, cada vez más alto, como una letanía:
   No nos quieren. Nadie nos quiere. ¿Qué hemos hecho señor? ¿Por qué nadie nos quiere? ¿Por qué nadie nos quiere?

Después quedó en silencio, y cerró sus ojos para siempre.

viernes, 30 de junio de 2017

EL HOMBRE QUE NO SABÍA LLORAR

Cuando llevaba mucho tiempo sin llover le daba por llorar. Era inevitable. No es que le preocupasen especialmente los daños de la sequía, o el riesgo de incendios. Tampoco le preocupaba en exceso la proliferación de malos olores en las ciudades, alrededor de los contenedores de basuras;  o que se produjera un más que visible aumento de ratas, cucarachas y otras especies invasivas autóctonas. Nada de eso. Simplemente era una reacción puramente física que había experimentado desde siempre, desde su más tierna infancia. En cuanto pasaban siete días seguidos sin llover, sus ojos empezaban a manar de forma incontrolada. Tampoco es que fuera una catarata, pero era bastante constante. Esos días necesitaba  beber con frecuencia ya que el riesgo de deshidratación podría llegar a ser cosa seria. Eso sí, cinco horas antes de que empezasen a caer las primeras gotas, dejaba de llorar. Con una puntualidad británica. De la misma e inexplicable forma que empezaba, se paraba.

Esta especie de súper poder le había marcado y, de alguna forma, le había predestinado en la que sería su profesión, su vocación, su pasión. Desde niño nunca pensó en ser otra cosa que hombre del tiempo, aunque muy pronto aprendió a decir lo de climatólogo.

Su vida estaba plagada de anécdotas, situaciones graciosas y otras no tanto, alguna incluso casi trágica, o cuanto menos dramática. Ya se sabe, un llanto a destiempo, unas lágrimas fuera de lugar, le acarreaban un sinfín de explicaciones no siempre comprendidas o creídas por interlocutores agnósticos. De todas formas, se consolaba con orgullo, siempre son más llevaderas las lágrimas inoportunas que las carcajadas extemporáneas.

Con los años empezó a tener problemas psicológicos a causa de esta anormalidad. Lo que de niño, o de joven, le servía para marcar diferencias, hacerse notar, llamar la atención, en fin, destacar del resto, con el tiempo fue agriándole el carácter hasta el punto de llegar al odio más profundo. Odio a todo, a sí mismo por ser anormal, al resto del mundo por admirarle o envidiarle en esa anormalidad; comenzó a odiar los días de sol y aún más, no sabría explicarlo, los días de lluvia. Odio intenso a su profesión en la misma medida, o incluso más, de lo que la había amado. Llegó un momento en que en su vida no cabía más que el odio.

El cambio empezó un día que, sin saber porqué, empezó a sentir una profunda pena a la vez que se licuaban sus lagrimales. Al igual que la anormalidad física, tampoco pudo encontrar una explicación para esta novedad espiritual. Pero lo cierto es que sentía un pesar tan grande que casi llegaba a cortarle la respiración. Y la pena continuó durante los catorce días que duró aquel pequeño periodo de sequía climatológica. Llegó un momento que no sabía si sentía pena porque lloraba, o el llanto era a causa de la pena que sentía.

Intentó suicidarse varias veces de distintas formas, a cada cual más original e imaginativa. Pero unas veces por falta de valor y otras por verdadera mala suerte, o mala planificación, que de todo hubo, fue de fracaso en fracaso.

La gente que le conocía era incapaz de comprenderle. Cómo es posible — le decían —  que teniéndolo todo, fama, dinero, éxito, pretendas quitarte de en medio. Cuántos quisieran — le reprendían otros — poder llorar por tus ojos. Sabía que era por su bien, que le querían, lo cual no hacía más que incrementar su odio, por sí mismo, por su familia, por sus amigos, lo odiaba todo y a todos. Sin embargo un buen día todo cambió inesperadamente. En efecto, se trataba de un buen día de sol, de calor, de cielo azul, limpio, sin nubes; un día igual a los seis anteriores; un día, el séptimo, en el que empezaría a llorar nuevamente. Sin embargo ya cuando se despertó por la mañana se dio cuenta que algo extraño pasaba. Se sentía como el espectador de su propia película, viéndose desde fuera, observándose. Era un sensación rara; ni agradable ni molesta, simplemente distinta. Intentaba llegar al fondo del asunto cuando, de repente, se dio cuenta que no estaba llorando, que debería estar haciéndolo pero no. No lloraba. No lloró en todo el día, ni al siguiente, ni al otro. De hecho no volvió a llorar nunca más. Sus ojos se quedaron completamente secos, hasta el punto que empezó a usar lágrimas artificiales para poder hidratarlos. Inútil. Toda la vida había sido distinto al resto del mundo y no iba a dejar de serlo. El remedio no funcionó y la sequedad de sus globos oculares le generó en poco tiempo una ceguera total.

Empezó a beber para mitigar el dolor que sufría y se convirtió en un alcohólico. Le despidieron de su trabajo, le abandonó toda la gente que antaño le había querido y que él, en su odio, había ido alejando poco a poco, uno a uno.


A veces, entre resaca y resaca tiene algún ramalazo de lucidez y piensa, y recuerda lo feliz que llegó a ser cuando sabía llorar.

miércoles, 12 de abril de 2017

POESÍA



Era un tipo difícil de mirar. Bien fuese por delante, por detrás o por los lados. El caso es que no siempre fue así. No es que de niño hubiera sido modelo de anuncio televisivo, pero tampoco llamaba la atención por lo contrario. Pasaba desapercibido, vamos.

No recuerda ni cómo ni cuándo empezó la metamorfosis, o el encapullamiento, como él lo llama, porque en su caso se invirtió el proceso, pasó de mariposa a capullo en lugar de suceder al contrario.

Los que le conocieron de joven aseguran que por aquel entonces no prometía lo que se avecinaba. Por ejemplo el pelo. En sus años mozos tenía un pelo castaño oscuro, bastante uniforme, que peinaba con raya al lado, creo que al izquierdo. Hoy la raya se ha convertido en autopista de varios carriles; de acuerdo, les pasa a muchos, pero es que en su caso la autopista la cruzan de cuando en cuando varios arbustos rodantes del desierto de un lado a otro, dependiendo de dónde sople el aire. Y eso ya no es tan normal.

La autopista desemboca, o diríamos mejor, se abre, cual estuario, en una vasta frente en la cual algunos creen ver una sucesión de olas en un mar tormentoso, mientras que otros distinguen con claridad los profundos surcos cavados por Deméter, o quizá por Cronos, no sé.

Si se finaliza el surfeo por la parte central es preciso cambiar la tabla por una de snowboard, o por un par de esquíes, depende de las habilidades de cada cual a la hora de afrontar la rampa de lanzamiento del campeonato de saltos. Una rampa terriblemente larga y empinada que termina en un trampolín respingón que señala directamente al cielo. Éste sería un detalle gracioso si no fuera porque esta forma de presentación permite ver, a quien tenga la osadía de mirarle de frente, las dos profundas cavernas que se abren en el plano cortado a pico, justo debajo del respingue. Enormes oscuridades inhalantes en cuyos bordes inferiores nacen, no sé si producto de su abandono generalizado o por propia voluntad del monstruo, un enramado hirsuto de alambres retorcidos, a medio camino entre el acero canoso y el amarillo sucio de la nicotina; de un tamaño que le tapan por completo el labio superior introduciéndose voraces dentro de la boca, a modo de serpientes gorgonas, en busca de restos de comida. 

Pero antes de seguir describiendo esa apestosa bocamina, debemos fijarnos en los objetos que tiene a los lados de la cabeza, donde la mayor parte de la gente suele tener las orejas. Este personaje, ¡no! Me niego a considerarlo. Eso no son orejas. No digo que no cumplan la misma función de proteger el oído, captar las ondas sonoras y sujetar las gafas. Puede que sí. Pero esas cosas, si se pone, también las puede hacer un policía municipal y no es una oreja, es un señor. Y es que las orejas de este tipo tienen forma de cabina de noria, pero no de una noria cualquiera, no. Me recuerdan a la súper noria que está en Londres, al lado del Támesis. Con esas cabinas largas, acristaladas, con forma de baúl transparente de la Piquer. La circunstancia de que, además estén colocadas a diferentes alturas, estimula aún más la sensación que la noria está girando.

Los ojos serían la parte de la cara más normal de este interfecto si no fuera por lo inquietantes que son. Y es que en sí mismos, cada uno por separado no están mal, son incluso casi bonitos. Lo malo es que cuando los juntas te das cuenta que no pueden ser más diferentes el uno del otro. El izquierdo es añil tirando a violeta mientras que al derecho es color camiseta de la selección brasileña. Tienen además la singularidad de que mientras el uno mira para Pamplona, el otro lo hace hacia Tudela. Podría ser capar de leer dos libros al mismo tiempo. Si el izquierdo te mira con cariño, el derecho te odia. Cuando uno te pide con humildad, el otro te exige con soberbia. La generosidad sonriente del uno se torna en huraña tacañería en el opuesto. La gente no sabe a qué carta quedarse cuando habla con él y le miran a los ojos; lo que dice en palabras lo confirma con el izquierdo y lo reniega con el derecho. El único nexo de unión entre ambos faros tan dispersos es el alar piloso que les cubre, a modo de corona de espinas, de sien a sien.

Cualquiera podría pensar que un fulano así, físicamente desgraciado, con un carácter aparentemente alimonado, huraño y más asocial que un tigre de bengala, sería constantemente rechazado en cualquier estamento. Y sin embargo no es así. 

El secreto está en su voz, en la palabra. Cuando despega los labios el mundo no para, simplemente se calla, desaparece el bullicio, el ruido del tráfico, el canto de los pájaros, todo, incluso el silencio se acerca y escucha. Es el tono que te acaricia, la cadencia tan armónica, la musicalidad que imprime a todo lo que dice, aunque hable de fútbol, la tesitura, el timbre, ya utilice los graves o los agudos. Jamás experimenté una sensación similar a la del día que nos conocimos. Su monstruosa fealdad me produjo un rechazo instantáneo e incontenible. Entonces él dijo un simple “buenos días”. Y el mundo cambió. Y los días, efectivamente, comenzaron a ser buenos. 

Nunca le oí cantar. Él dice que no sabe. Yo creo que los dioses se lo prohíben. Temen que suceda algo parecido a la leyenda de las sirenas y que el mundo pueda navegar hacia el naufragio solo por poder escucharle. 

Bien. Espero que ahora comprenda mejor el motivo de que sea su esposa y esté completamente enamorada. Debajo de esa máscara horrible se esconden la verdad, la bondad y la belleza que solo se dejan ver a través de la poesía que destila por su boca.

domingo, 19 de febrero de 2017

BISABUELO



Recientemente falleció la abuela de mi esposa; era la última representante de su generación en la familia. Una venerable anciana que superaba el siglo de existencia y que, en contra de su voluntad, pasó sus últimos años en una residencia de la tercera edad en la apacible villa alicantina de Santa Pola; recluida, proclamaba ella para escarnio de sus hijos y nietos.

La buena señora, Eufemia Oarrichena se llamaba, procedía de una familia considerada durante siglos una de las grandes en la provincia de Alicante, pero con el paso del tiempo y los avatares de la segunda mitad del siglo pasado, claramente se fue a menos. No obstante, consiguió, contra viento y marea, conservar en el patrimonio familiar la gran casona, la mansión le gustaba decir, que siempre había tenido en Elche.

Finalizadas las exequias, la familia vio llegado el momento de tomar decisiones. Todos estuvimos de acuerdo en vender la mansión, había una buena oferta de una constructora. Antes nos pasaríamos a revisar las reliquias que guardaba la abuela, por si nos interesaba conservar algún recuerdo.

Mientras el resto de la familia evocaba épocas pasadas, aproveché para sumergirme en la vetusta biblioteca de la casa. Revisando viejos manuales de astronomía encontré unas hojas manuscritas con una letra clara, muy inclinada, varonil, que se veían gastadas y ajadas por el paso de los años y de las muchas veces que habrían sido leídas.

La carta, pues de una carta se trataba, estaba fechada en Cavite (Filipinas) el día de Reyes de 1886, estaba dirigida a la madre de la abuela Eufemia, Rosaura. Decía así:

Amadísima Rosaura, espero y deseo que al recibo de la presente te encuentres bien de salud y de ánimos; con lo mucho que te quiero me sentiría muy desgraciado si no fuera así.
Lamentablemente yo no puedo decir lo mismo en cuanto a la salud. No, no te alarmes, me voy reponiendo y se puede decir que lo peor ha pasado; pero durante varias semanas he padecido unas extrañas fiebres tifoideas que me han sobrevenido durante la travesía y que me han tenido postrado en cama con tremendos espasmos y calenturas durante la última parte del trayecto. Tanto es así que tuve que ceder el mando de la compañía a mi segundo, el teniente Bertomeu, a causa de los delirios que padecía.

Te estoy escribiendo hoy, seis de enero, a pesar de que hemos llegado hace tres días y, a pesar de que había prometido darte razón en el mismo momento de nuestra llegada a puerto, no me he encontrado con fuerzas suficientes para sostener la pluma. Como verás, la travesía se ha dilatado una eternidad; esto fue a causa del mal estado de las calderas de la corbeta, la vieja María de Molina, por lo que solo pudimos alcanzar una velocidad de cinco nudos.

Queridísima Rosaura, recuerdo la última conversación que tuvimos antes de mi partida. Sabes que te amo con locura y que mi deseo, y me consta que también el tuyo, es que fundemos una familia lo antes posible. Pero esta expedición es una auténtica locura, un paso hacia un abismo impredecible que, si hay suerte, retrasará nuestros planes durante años; si las cosas se tuercen quizás no volvamos a vernos. Rosaura, amor mío, si aun no lo has hecho, deberías hablar con Don Eduardo, tu padre. Como Venerable de la Logia Constante Alona tiene un acceso relativamente fácil al Presidente Sagasta que, aunque no es de dominio público, tu padre me ha comentado que es el Gran Maestre del Gran Oriente de España. Debe hacerle ver la sinrazón de esta expedición. Si el Imperio alemán se empecina en ocupar las Carolinas no podremos impedirlo. Solo contamos con nuestra vieja corbeta y dos barcos obsoletos al mando del capitán Guillermo España. Nuestro armamento no puede compararse al del cañonero alemán Litis. No podremos imponer la investidura del Gobernador Capriles. Probablemente perezcamos en el intento. Sagasta debe ser consciente y seguro que si tu padre muestra interés personal, quizás podremos estar juntos nuevamente en breve.

Se está haciendo muy tarde. Mañana continúo escribiéndote.

Queridísima Rosaura, amor de mi vida. Me muero. Hace diez días que empecé a escribirte esta carta; esa noche volvió a subirme la fiebre y, por lo que dicen los médicos, he estado comatoso desde entonces. Parece que la infección que sufro es irreversible y nada pueden hacer por salvar mi vida.

Luz de mi vida, parece que nuestras vidas no van a poder cruzarse. Siento una gran pena y no, no creas que se debe al hecho de afrontar mi próxima muerte; soy un soldado y, como tal, la muerte siempre viaja en nuestra mochila, lo tenemos asumido. Lo que me apena es no poder llegar a ver realizados todos los planes que  habíamos fraguado juntos, tantos deseos de felicidad mutua prometida, esa gran familia que pensábamos fundar y, sobre todo, Rosaura, no volver a besar tus labios, ni moldear tu cuerpo, ni ensortijar tus cabellos como aquella tarde de primavera, ¿sabes?, ese es el recuerdo que más me ha alentado en esta mi última aventura y que, ten por seguro, me llevaré a la tumba.

Lo siento amor mío, no sabes cuánto lo siento. 

Quiero que seas feliz, que te rehagas, que encuentres a alguien con quien compartir todos tus sueños, mis sueños, nuestros sueños. Desde donde quiera que yo esté, velaré por ti.
Siempre tuyo.

Aunque la firma resultaba un tanto ilegible, me pareció entrever en ella el nombre de Emiliano. Compartí el hallazgo con mi mujer y con el resto de la familia y, por lo que pude comprobar, por las caras de sorpresa que observé, nadie había sabido nunca de la existencia de ese amor de juventud de la bisabuela Rosaura, ni del pasado francmasón de la familia, posible causa, según apuntó mi cuñado, del declive sufrido a partir de los años de la postguerra civil.

Desde entonces consideramos al “bisabuelo” Emiliano como parte de la familia.
Creemos que su amor lo merece.

miércoles, 4 de enero de 2017

LA VISITA



Cuando llegó la Navidad Pedro no estaba en casa. Ese día le tocaba sellar la cartilla del paro y se pasó la mañana en la oficina del Inem. 

Después, al llegar a casa y comprobar que la habían invitado a entrar sin contar con él, no le pareció nada bien.

     Desde que me han despedido pinto menos en casa que un cero a la izquierda – le comentó a su mujer en un aparte para no parecer grosero ante la visita.
     No te pongas así cariño. ¡Es la Navidad! – trató de conciliar ella exagerando un poco el acento meloso.
     Elenita, cielo – reboteó sobre la marcha - ¿Desde cuándo tenemos los parados derecho a que nos visite la Navidad?

La visita, mientras tanto, ajena a la conversación de los cónyuges, se divertía cantando con los niños mientras adornaban en un rincón un árbol de plástico, bastante deshilachado y al que se le notaba de lejos que era ya la sexta temporada, por lo menos, que ejercía.

     El camino que lleva a Belén, baja hasta el valle que la nieve cubrió...
     Mira a los niños, Pedro. ¿No ves que cara de ilusión tienen?, mira que ojos más enormes abren.
     No necesito mirarles. Conozco de sobra esa expresión. Y eso es precisamente lo que me duele. No quiero que permanezca en casa ni media hora más. Dile que se vaya.
     Pero, ¿por qué eres así, Pedro?, ¿por qué te has vuelto un amargado? – a Elenita le asoma una lágrima por la comisura del ojo – Ni disfrutas ti ni dejas que nadie lo haga a tu alrededor.

Los cuatro niños, cada vez más alterados, continuaban el crescendo haciendo inútiles los esfuerzos de la Blanca visitante por organizar el coro.
        Ande ande ande la marimorena, ande ande ande que es la Nochebuena...
        Porque sabes de sobra que Navidad significa gasto, Elenita, consumo, derroche; y esas caras de ilusión de los niños, esos ojos desmesurados se tornarán en dolor y en incomprensión cuando no pueda ofrecerles nada. Y eso me rompe el corazón. No quiero pasar por ello, Elenita. ¿Tú sí?

Se abraza el matrimonio mezclando las lágrimas de uno con las del otro, queriéndose en la alegría y en la tristeza, mientras en el fondo musical parece que se impone un poco de sosiego.

     Noooche de paaaz, noooche de amooor, claaaro soool briiillaráa…
        A propósito, cariño ¿por qué has tardado tanto en volver a casa?
        Pues es que había algunas ofertas de empleo y estuve haciendo cola para presentar la solicitud. La cosa iba bastante lenta porque te entrevistaban en el mismo momento. – Pedro no puede evitar poner una sonrisa en su rostro después de la última frase, que inmediatamente se transforma en un rayo de esperanza en los ojos de Elenita.
        ¿Y….?
        No te lo vas a creer, he conseguido no uno, sino dos, ¡dos contratos!
        ¡Dios mío, cariño, qué alegría!
        No, no te alegres tanto, cielo. Son contratos basura, uno es por diez días y el otro es tan solo para una tarde. Pero algo es algo. Desde el último contrato que tuve, cuando estuve una semana en aquel almacén de las afueras, llevaba ya casi tres meses sin conseguir nada.
        ¿Y de qué son los contratos?, ¿en qué vas a trabajar? – pregunta ella ilusionada, y luego dirigiéndose a los niños que han vuelto a retomar alturas tonales- ¡Bajad la voz, por favor!, que casi no puedo oír a vuestro padre.
        Vamos despierta Maríaaaa, que tá llorando el tu neñuuuu, dai de mamar que tien fameeee, tápalu bien que tien fríooooo…
        No, deja – contesta Pedro – que no quiero que se enteren. Esta vez no pueden saber de qué voy a trabajar.
        Anda, ¿y eso por qué?
        El contrato de diez días es para hacer de Papá Noel en un centro comercial. Ellos son pequeños, aún creen en esas cosas.
        ¿Y el otro?, ¿el que es solo una tarde?
        Bueno, ese aún está por confirmar. A lo peor al final no se logra. Es para hacer de Rey Mago en la Cabalgata de Reyes, pero dicen que igual quieren salir los concejales por hacer una gracia. Sería una lástima porque pagan trescientos euros.
- Ya vienen los Reyeeees, por el arenaaaal, y le traen al niñooooo…