Julio 15.-Es la mejor decisión posible. Creer que hay futuro
es engañarnos. Nuestros hijos no crecerán en constante peligro de muerte, en
una ciudad derruida, un país arruinado, pasto del terror,que retrocederá siglos
en cuestión de semanas. El obús de anoche en el edificio de al lado ha sido
determinante. Nuestros vecinos muertos o gravemente heridos. Podríamos haber
sido nosotros. He conseguido billetes para el tren de Ankara a última hora de
la tarde. Me han comentado que los trenes a Turquía se interrumpirán en breve,
no podemos demorarlo más. Dejamos Siria con dolor. ¿Volveremos algún día?
Julio 19.- El éxodo resulta tremendamente cansado. Viajar tan
en precario, siempre alerta, tanta gente, con funcionarios que no facilitan las
cosas, hace del mínimo contratiempo una cuesta difícil de superar. Hemos
llegado a un pueblo en la frontera de Turquía con Grecia, Edirne creo que se
llama. Pasaremos la noche en unos barracones improvisados. Mañana cruzaremos la
frontera, dicen, ya veremos. Los niños se quejan, pobres, están destrozados. Los
mayores ayudan con los pequeños; tiene gracia, Khaled, el mayor, tiene ocho
años y asume responsabilidades impropias para su edad. Procuramos que sea como
una aventura, un juego, pero están rodeados de tanto sufrimiento que su mirada ha
perdido la sonrisa. Anoche, mientras el tren traqueteaba, Khaled y Fátima, mi
segunda hija, les relataban a los pequeños las últimas vacaciones que habíamos
hecho antes del desastre. El viaje en tren, tan distinto, desde Alepo hasta
Tartus, un pueblecito con mar, cerca de Líbano. ¡Qué lejanos quedan esos
tiempos!
Julio 21.- Me preocupa padre. En los últimos tiempos estaba un
poco maniático. Lo achacaba al estrés que vivíamos en Alepo, con bombardeos a
diario y escasez de comida, sin olvidar su edad. Desde que murió madre, hace
dos años, no es el mismo, siempre taciturno, apesadumbrado. Ahora es distinto. Avanzamos
por Grecia, vamos en unos camiones de carga y le noto ausente, con la mirada
perdida, ajeno a las conversaciones, sin comer. Añoro su vitalidad, su fuerza,
la energía que emanaba al principio, cuando la famosa primavera árabe. Padre decía
que seguiríamos el ejemplo de Túnez, de Egipto, que derrocaríamos al tirano
después de cuarenta años. Cuando la represión alcanzó niveles preocupantes y
derivó en guerra civil, no desmayó el entusiasmo. Hemos llegado a la frontera
con Macedonia. Comentan que los trámites burocráticos durarán varios días.
Aprovecharemos reponiendo fuerzas.
Julio 30.- Nos dicen que mañana cruzaremos la frontera. Ha sido largo, aunque los funcionarios griegos
comentan que tenemos suerte, que nos consideran refugiados políticos, que eso
facilitará las cosas, aliviará los tiempos de espera. Estos días de espera nos
han permitido confraternizar con muchos de los que componen esta larga marcha. Nos
mantenemos los mismos que salimos de Alepo hace ya catorce días, una
representación de una ciudad de dos millones de habitantes que aglutina una
amalgama de etnias, culturas, razas y religiones y que estamos demostrando que
somos capaces de convivir en la desgracia, como antes lo hicimos durante siglos
en Siria. Y todos huyendo de lo mismo, del terror instaurado por la Sharía del
Estado Islámico. Mi padre continúa en su ostracismo, aunque estos días parece
que le han venido bien.
Agosto 15.- Se cumple un mes desde que empezamos este periplo
sin fin. Los ánimos han decaído respecto al entusiasmo inicial, cuando la
adrenalina que nos provocó la hégira corría de la cabeza a los pies. Hemos
atravesado Macedonia y Serbia; estamos en la frontera con Hungría, en unos
barracones prefabricados bastante confortables. El paso por estos dos países ha
sido lento y tedioso. Cada día el cansancio acumulado nos hace más difícil el
siguiente paso, más insoportables las horas de espera; al menos tanto los
macedonios como los serbios nos han tratado de forma exquisita; no olvidamos,
comentaban, que hace poco pasamos por algo parecido y salimos adelante gracias
a la solidaridad de vecinos inesperados.
Lo que comentan los voluntarios de las ONG´s es que en Hungría las cosas no
serán fáciles, si es que hasta ahora lo fueron. Se rumorea que los húngaros no
va a reconocer nuestra condición de refugiados políticos ni a respetar convenios
internacionales. Los niños me sorprenden cada día, su resistencia, ganas e
ilusión resultan contagiosas a todos los que les rodeamos. Menos a mi padre,
que continúa a duras penas, como un autómata; no recuerdo cuando habló por
última vez.
Agosto 28.- Acertaron los rumores sobre los húngaros. Llevamos
diez días encerrados en un campo vigilado por policías y militares. Lo llaman
campo de refugiados; es de concentración. Algunos ceden a las tentaciones de
funcionarios corruptos que ofrecen transporte rápido y fiable, traspasando las
fronteras de Hungría y Austria, hasta el corazón de Alemania, sin problemas,
sin controles, en cuestión de horas. Suena tentador pero no puedo dilapidar los
tres mil euros por persona que piden; hipotecaría el futuro de mis hijos. A
última hora llegan noticias de que han aparecido los cadáveres de setenta y dos
personas que habían pagado ese transporte, un camión frigorífico en la cuneta
de una autopista austriaca. ¡Qué Alá nos proteja!
Septiembre 8.- El verano toca a su fin, el tiempo empeora. Esta
noche nos toca dormir en tiendas de campaña, al menos no llueve. Comentamos los
sucesos del día alrededor de un fuego, estamos indignados, una periodista le ha
propinado una patada a mi hija y ha hecho caer a otro compañero que llevaba a
su hijo en brazos. Esta desgracia no tiene fin. Los gobiernos occidentales nos
consideran el problema, no quieren darse cuenta que el problema se llama Estado
Islámico. De repente mi padre, sentado frente a mí, comenzó a balancearse canturreando;
todos se callaron, escuchando, hacía treinta y ocho días que no hablaba. Poco a
poco fue alzando la voz. Repetía una y otra vez, cada vez más alto, como una
letanía:
— No nos quieren. Nadie nos quiere. ¿Qué hemos hecho
señor? ¿Por qué nadie nos quiere? ¿Por qué nadie nos quiere?
Después quedó en silencio, y cerró sus ojos para
siempre.
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