jueves, 24 de agosto de 2017

COSTUMBRES

En más de una ocasión he hablado de mi perro, mi compañero fiel, inseparable y silencioso que, al igual que se dice del papel, todo lo soporta sin un mal gesto, sin recriminaciones, sólo con una variada gama de miradas y levantamientos de cejas que dicen más (o eso me imagino) que cualquier comparecencia ministerial.

Lo de su silencio es un dato curioso que llama la atención. Sabido es que los perros de mayor tamaño no son dados a ladridos histéricos, ni amenazantes ni melifluos. Ladran poco y cuando ladran imponen; algo así como dar un puñetazo en la mesa para poner un poco de orden, o de cordura. Pero el mío es que ni eso. Tres veces le he oído ladrar en toda su vida y en todas las ocasiones ha sido en sueños (los suyos, no los míos). Eso sí, puedo asegurar que, aunque no lo practique, tiene un ladrido claro, diáfano, potente, más aún diría, electrizante, sí, un ladrido de esos que te paraliza hasta la respiración y te eriza la pelusilla de la nuca (quien la tenga, claro).

A los perros, al mío al menos, les encanta las rutinas - todo lo contrario que un amor de verano - repetir las mismas cosas en idénticos o parecidos momentos, recorrer los caminos de siempre manteniendo el orden, olisquear los arbustos de siempre, regar este árbol y no el siguiente, o el anterior. Sacarles de la rutina les supone un pequeño y transitorio desquicio, aunque son capaces de acostumbrarse a secuencias realmente complicadas a poco que las repitan un par de veces.

Una de esas costumbres repetidas es la de las salidas. A mi perro le saco tres veces al día, siempre en los mismos momentos y siguiendo idénticos protocolos. A primera hora de la mañana, después del desayuno y de ojear por encima el periódico, el perro, que no me quita la vista de encima, sale disparado hacia el rincón donde tiene la comida y el agua en cuanto que cierro el diario. Es la hora de la carrera y sabe que, si no bebe ahora, va a pasar sed y la carrera se le hará un poco larga, agónica. Después me sigue de cerca mientras me pongo las mallas, la sudadera, las zapatillas; ya no se separa hasta que le pongo el collar y salimos corriendo escaleras abajo.

A primera hora de la tarde, después de la comida, le toca salir por segunda vez. En ocasiones se impacienta debido a que, desde su primera salida, el número de horas transcurridas es elevado; pero sabe que hasta que no hablo por teléfono con mi mujer no se sale, por eso suele quedarse “a perro puesto”, mirando fijamente, con insistencia, el teléfono que tengo encima de la mesa, recordándome mi obligación.

La última salida, siempre después de cenar, se cene a la hora que se cene, también tiene su parafernalia, por supuesto. Una vez hemos cenado nos tomamos una tisana, ya sentados en el sofá frente al televisor, el libro, el ordenador o la conversación, lo que toque. Al acabar la tisana, invariablemente me levanto para llevar a la cocina las jarras. Esa es la señal para el perro; justo en ese momento se levanta, se despereza, se pega un meneo de orejas y se pega a mis piernas hasta que me calzo y le pongo el collar.

Ocurre que,  en ocasiones, como ayer mismo, llegamos de viaje del fin de semana a última hora de la tarde; una hora más que prudente para darle al perro ese último paseo antes de subir a casa, por lo que aprovecho la coyuntura para no tener que salir más tarde. Esa fractura de la rutina se manifiesta cuando, después de cenar y tomar la tisana correspondiente, al levantarme para recoger las tazas, me mira lánguidamente y, con pesadez se pone en pie, bosteza, se despereza como de costumbre y, en lugar de pegarse a mis piernas se me queda mirando en la distancia mientras me interroga con la mirada; una mirada que entiendo perfectamente, que me dice:

   Pero hombre, ¡no me fastidies!, ¿de verdad que te tengo que sacar ahora? Precisamente cuando estaba en el primer sueño, ¡vaya caprichos!
   No, Yogüi,  - yo, claro está, me veo en la obligación de contestarle - que no; que ya hemos salido y no vamos a salir nuevamente.
Aliviado, el perro da dos vueltas sobre sí mismo, dobla las patas y se deja caer nuevamente en su colchoneta mientras, me da la sensación, gruñe algo por lo bajo. Me pareció oír algo así como:

   Menos mal. Parece que por fin vas aprendiendo algo.

viernes, 4 de agosto de 2017

QUERIDO DIARIO...

Julio 15.-Es la mejor decisión posible. Creer que hay futuro es engañarnos. Nuestros hijos no crecerán en constante peligro de muerte, en una ciudad derruida, un país arruinado, pasto del terror,que retrocederá siglos en cuestión de semanas. El obús de anoche en el edificio de al lado ha sido determinante. Nuestros vecinos muertos o gravemente heridos. Podríamos haber sido nosotros. He conseguido billetes para el tren de Ankara a última hora de la tarde. Me han comentado que los trenes a Turquía se interrumpirán en breve, no podemos demorarlo más. Dejamos Siria con dolor. ¿Volveremos algún día?
Julio 19.- El éxodo resulta tremendamente cansado. Viajar tan en precario, siempre alerta, tanta gente, con funcionarios que no facilitan las cosas, hace del mínimo contratiempo una cuesta difícil de superar. Hemos llegado a un pueblo en la frontera de Turquía con Grecia, Edirne creo que se llama. Pasaremos la noche en unos barracones improvisados. Mañana cruzaremos la frontera, dicen, ya veremos. Los niños se quejan, pobres, están destrozados. Los mayores ayudan con los pequeños; tiene gracia, Khaled, el mayor, tiene ocho años y asume responsabilidades impropias para su edad. Procuramos que sea como una aventura, un juego, pero están rodeados de tanto sufrimiento que su mirada ha perdido la sonrisa. Anoche, mientras el tren traqueteaba, Khaled y Fátima, mi segunda hija, les relataban a los pequeños las últimas vacaciones que habíamos hecho antes del desastre. El viaje en tren, tan distinto, desde Alepo hasta Tartus, un pueblecito con mar, cerca de Líbano. ¡Qué lejanos quedan esos tiempos!
Julio 21.- Me preocupa padre. En los últimos tiempos estaba un poco maniático. Lo achacaba al estrés que vivíamos en Alepo, con bombardeos a diario y escasez de comida, sin olvidar su edad. Desde que murió madre, hace dos años, no es el mismo, siempre taciturno, apesadumbrado. Ahora es distinto. Avanzamos por Grecia, vamos en unos camiones de carga y le noto ausente, con la mirada perdida, ajeno a las conversaciones, sin comer. Añoro su vitalidad, su fuerza, la energía que emanaba al principio, cuando la famosa primavera árabe. Padre decía que seguiríamos el ejemplo de Túnez, de Egipto, que derrocaríamos al tirano después de cuarenta años. Cuando la represión alcanzó niveles preocupantes y derivó en guerra civil, no desmayó el entusiasmo. Hemos llegado a la frontera con Macedonia. Comentan que los trámites burocráticos durarán varios días. Aprovecharemos reponiendo fuerzas.
Julio 30.- Nos dicen que mañana cruzaremos la frontera.  Ha sido largo, aunque los funcionarios griegos comentan que tenemos suerte, que nos consideran refugiados políticos, que eso facilitará las cosas, aliviará los tiempos de espera. Estos días de espera nos han permitido confraternizar con muchos de los que componen esta larga marcha. Nos mantenemos los mismos que salimos de Alepo hace ya catorce días, una representación de una ciudad de dos millones de habitantes que aglutina una amalgama de etnias, culturas, razas y religiones y que estamos demostrando que somos capaces de convivir en la desgracia, como antes lo hicimos durante siglos en Siria. Y todos huyendo de lo mismo, del terror instaurado por la Sharía del Estado Islámico. Mi padre continúa en su ostracismo, aunque estos días parece que le han venido bien.
Agosto 15.- Se cumple un mes desde que empezamos este periplo sin fin. Los ánimos han decaído respecto al entusiasmo inicial, cuando la adrenalina que nos provocó la hégira corría de la cabeza a los pies. Hemos atravesado Macedonia y Serbia; estamos en la frontera con Hungría, en unos barracones prefabricados bastante confortables. El paso por estos dos países ha sido lento y tedioso. Cada día el cansancio acumulado nos hace más difícil el siguiente paso, más insoportables las horas de espera; al menos tanto los macedonios como los serbios nos han tratado de forma exquisita; no olvidamos, comentaban, que hace poco pasamos por algo parecido y salimos adelante gracias a la solidaridad de vecinos  inesperados. Lo que comentan los voluntarios de las ONG´s es que en Hungría las cosas no serán fáciles, si es que hasta ahora lo fueron. Se rumorea que los húngaros no va a reconocer nuestra condición de refugiados políticos ni a respetar convenios internacionales. Los niños me sorprenden cada día, su resistencia, ganas e ilusión resultan contagiosas a todos los que les rodeamos. Menos a mi padre, que continúa a duras penas, como un autómata; no recuerdo cuando habló por última vez.
Agosto 28.- Acertaron los rumores sobre los húngaros. Llevamos diez días encerrados en un campo vigilado por policías y militares. Lo llaman campo de refugiados; es de concentración. Algunos ceden a las tentaciones de funcionarios corruptos que ofrecen transporte rápido y fiable, traspasando las fronteras de Hungría y Austria, hasta el corazón de Alemania, sin problemas, sin controles, en cuestión de horas. Suena tentador pero no puedo dilapidar los tres mil euros por persona que piden; hipotecaría el futuro de mis hijos. A última hora llegan noticias de que han aparecido los cadáveres de setenta y dos personas que habían pagado ese transporte, un camión frigorífico en la cuneta de una autopista austriaca. ¡Qué Alá nos proteja!
Septiembre 8.- El verano toca a su fin, el tiempo empeora. Esta noche nos toca dormir en tiendas de campaña, al menos no llueve. Comentamos los sucesos del día alrededor de un fuego, estamos indignados, una periodista le ha propinado una patada a mi hija y ha hecho caer a otro compañero que llevaba a su hijo en brazos. Esta desgracia no tiene fin. Los gobiernos occidentales nos consideran el problema, no quieren darse cuenta que el problema se llama Estado Islámico. De repente mi padre, sentado frente a mí, comenzó a balancearse canturreando; todos se callaron, escuchando, hacía treinta y ocho días que no hablaba. Poco a poco fue alzando la voz. Repetía una y otra vez, cada vez más alto, como una letanía:
   No nos quieren. Nadie nos quiere. ¿Qué hemos hecho señor? ¿Por qué nadie nos quiere? ¿Por qué nadie nos quiere?

Después quedó en silencio, y cerró sus ojos para siempre.