En
más de una ocasión he hablado de mi perro, mi compañero fiel, inseparable y
silencioso que, al igual que se dice del papel, todo lo soporta sin un mal
gesto, sin recriminaciones, sólo con una variada gama de miradas y
levantamientos de cejas que dicen más (o eso me imagino) que cualquier
comparecencia ministerial.
Lo
de su silencio es un dato curioso que llama la atención. Sabido es que los
perros de mayor tamaño no son dados a ladridos histéricos, ni amenazantes ni melifluos.
Ladran poco y cuando ladran imponen; algo así como dar un puñetazo en la mesa
para poner un poco de orden, o de cordura. Pero el mío es que ni eso. Tres
veces le he oído ladrar en toda su vida y en todas las ocasiones ha sido en
sueños (los suyos, no los míos). Eso sí, puedo asegurar que, aunque no lo
practique, tiene un ladrido claro, diáfano, potente, más aún diría,
electrizante, sí, un ladrido de esos que te paraliza hasta la respiración y te
eriza la pelusilla de la nuca (quien la tenga, claro).
A
los perros, al mío al menos, les encanta las rutinas - todo lo contrario que un amor de verano - repetir las mismas cosas
en idénticos o parecidos momentos, recorrer los caminos de siempre manteniendo
el orden, olisquear los arbustos de siempre, regar este árbol y no el
siguiente, o el anterior. Sacarles de la rutina les supone un pequeño y
transitorio desquicio, aunque son capaces de acostumbrarse a secuencias
realmente complicadas a poco que las repitan un par de veces.
Una
de esas costumbres repetidas es la de las salidas. A mi perro le saco tres
veces al día, siempre en los mismos momentos y siguiendo idénticos protocolos.
A primera hora de la mañana, después del desayuno y de ojear por encima el
periódico, el perro, que no me quita la vista de encima, sale disparado hacia
el rincón donde tiene la comida y el agua en cuanto que cierro el diario. Es la
hora de la carrera y sabe que, si no bebe ahora, va a pasar sed y la carrera se
le hará un poco larga, agónica. Después me sigue de cerca mientras me pongo las
mallas, la sudadera, las zapatillas; ya no se separa hasta que le pongo el
collar y salimos corriendo escaleras abajo.
A
primera hora de la tarde, después de la comida, le toca salir por segunda vez.
En ocasiones se impacienta debido a que, desde su primera salida, el número de
horas transcurridas es elevado; pero sabe que hasta que no hablo por teléfono
con mi mujer no se sale, por eso suele quedarse “a perro puesto”, mirando
fijamente, con insistencia, el teléfono que tengo encima de la mesa,
recordándome mi obligación.
La
última salida, siempre después de cenar, se cene a la hora que se cene, también
tiene su parafernalia, por supuesto. Una vez hemos cenado nos tomamos una
tisana, ya sentados en el sofá frente al televisor, el libro, el ordenador o la
conversación, lo que toque. Al acabar la tisana, invariablemente me levanto
para llevar a la cocina las jarras. Esa es la señal para el perro; justo en ese
momento se levanta, se despereza, se pega un meneo de orejas y se pega a mis
piernas hasta que me calzo y le pongo el collar.
Ocurre
que, en ocasiones, como ayer mismo,
llegamos de viaje del fin de semana a última hora de la tarde; una hora más que
prudente para darle al perro ese último paseo antes de subir a casa, por lo que
aprovecho la coyuntura para no tener que salir más tarde. Esa fractura de la
rutina se manifiesta cuando, después de cenar y tomar la tisana
correspondiente, al levantarme para recoger las tazas, me mira lánguidamente y,
con pesadez se pone en pie, bosteza, se despereza como de costumbre y, en lugar
de pegarse a mis piernas se me queda mirando en la distancia mientras me
interroga con la mirada; una mirada que entiendo perfectamente, que me dice:
— Pero
hombre, ¡no me fastidies!, ¿de verdad que te tengo que sacar ahora?
Precisamente cuando estaba en el primer sueño, ¡vaya caprichos!
— No,
Yogüi, - yo, claro está, me veo en la
obligación de contestarle - que no; que ya hemos salido y no vamos a salir
nuevamente.
Aliviado,
el perro da dos vueltas sobre sí mismo, dobla las patas y se deja caer
nuevamente en su colchoneta mientras, me da la sensación, gruñe algo por lo
bajo. Me pareció oír algo así como:
— Menos
mal. Parece que por fin vas aprendiendo algo.