viernes, 22 de julio de 2016

RESTAURANTE EL PÓSITO



El Pósito, en Cambrils, es un restaurante como dios manda, de los de toda la vida, de los que abren solo para dar de comer o de cenar, sin chorradas, sin ambigüedades intermedias a entrehoras. Y principalmente pescados y mariscos, como corresponde a un puerto de mar.

Tiene buena fama, labrada con el buen hacer de muchos años dando de comer en cantidad, calidad y a un precio razonable. Aunque ha pasado por varias ubicaciones dentro del pueblo, no es óbice para que, sobre todo en verano, haya largas filas desde bastante antes de la hora de apertura para asegurarse una buena mesa, o al menos una mesa. Lo dicho, la fama merecida y bien ganada.

El matrimonio, ya entrado en años, hacía sitio en la fila pacientemente desde las ocho menos cuarto; cuando les tocó el turno, la encargada con una sonrisa les preguntó:
    ¿Mesa para dos?
    No – contestaron al unísono – para cinco.
    ¿Les parece bien aquella de la derecha, debajo del cuadro? – no pareció descolocarle la respuesta sobre el número de comensales.

Al matrimonio le pareció bien la mesa asignada, pegada a una pared con un banco corredero por uno de los lados, lo que impedía que el ocupara la esquina pudiese salir libremente, teniendo que hacer levantarse al resto, pero no había cerca una salida de aire acondicionado, que siempre condiciona la posibilidad de inoportunos resfriados.
    ¿Quieres que me ponga yo en la esquina, para que puedas salir mejor al baño? - Le dijo él, solícito.
    No, no, que a mí me gusta estar así, encajonada. Si tengo que salir al baño te levantas y ya está – rechazó ella con una sonrisa arrebatadora.
    Bueno, a ver si no tardan mucho en llegar. Mientras tanto podíamos pedir un poco de vino para ir entrando en faena.
    Sí, me parece bien – asintió ella – Déjame salir al baño, anda.

Los camareros, de ambos géneros, por supuesto, pasaban por delante de la mesa a velocidad endiablada. Desde el primer momento se palpaba la tensión habitual de las mesas totalmente ocupadas, gente ansiosa de ser atendidos los primeros, tarea harto difícil cuando prácticamente llega todo el mundo a la vez. El hombre aprovechó que uno de ellos, un camarero imberbe de puro joven, se le ocurrió mirarle al pasar para hacerle una seña con la mano a la vez que enarcaba las cejas
    ¿Nos puede traer una botella de blanco Bach semi, por favor?
    ¿Blanch? – preguntó desconcertado
    Blanco Bach semi – repitió el comensal más pausado, separando las palabras, casi deletreando.

Debió de darse por enterado ya que se fue hacia una consola que daba soporte a un ordenador y tecleó algo. Volvió casi de inmediato.
    Perdón, ¿Qué son dos, ustedes?
    No – nuevamente al unísono – somos cinco.
La sala estaba casi llena, pero aún seguía entrando gente. Se notaba que era viernes y que la gente sale con más alegría a iniciar el fin de semana dándose un homenaje. La ubicación de la mesa les daba una buena panorámica de la entrada, que no dejaban de mirar para ver si por fin llegaban la hija, el yerno y la nieta que completasen la mesa.

Antes de que llegase la botella de vino, se acercó una nueva camarera, también muy joven, que depositó un pequeño cuenco de olivas arbequinas, pequeñas, con hueso, color verde oscuro, cortesía de la casa para facilitar la espera, a la vez que preguntaba nuevamente
    ¿Son solo ustedes dos?
    No, somos cinco – ya de forma monótona y cansina, pero siempre al unísono.

Al poco llegó un camarero, otro distinto del imberbe anterior, que con un aspaviento un tanto teatral les mostró la botella que traía para que comprobasen que, efectivamente coincidía con lo pedido. Cuando recibió el asentimiento se limitó a descorchar y dejar encima de la mesa, deseando que los señores tuviesen una velada agradable. Curiosamente ni sirvió una primera copa, que suele ser lo habitual, ni tampoco dejó el corcho, lo cual no hubiese sido raro si se tratase un tinto, que debe respirar una vez abierto, pero un blanco…

Los minutos de espera por el resto de los comensales se alargaron un poco más de lo previsto debido, principalmente, al desconocimiento que tenían del pueblo, ubicación de posibles aparcamientos, finalización de batería del móvil que les señalaba el camino, más o menos por este orden. Finalmente les avistaron en la fila de gente que esperaba turno en la entrada y les hicieron señas para hacer notar su ubicación. El encargado, al que vamos a llamar Ignacio por llamarle de algún modo, se percató de las señas que ambos grupos se hacían e incluso interactuó bromeando
    ¿Seguro que les están esperando? – les preguntaba a los recién llegados. Y dirigiéndose a la mesa que ocupaba el matrimonio – Dicen que les esperan ustedes, ¿será verdad?, ¿les dejo pasar? – lo que provocó sonrisas por parte y parte, y la generación de un ambiente de cordialidad y buen humor.

Después de los saludos de rigor, los besos, apretones de manos, etc. decidieron pasar sin más dilación a revisar la carta para ver que pedían. Entre unas cosas y otras ya había pasado bastante tiempo y este tipo de restaurantes, aunque de forma tácita, tienen establecidos dos turnos horarios de ocupación de las mesas que los camareros se afanan en cumplir porque se saben controlados.

El propio encargado, Ignacio, les tomó la comanda, unos primeros variados y unas fuentes de pescado y marisco de segundos, todo para compartir entre los dos matrimonios. Para la niña un plato que suelen preparar, adecuado a la edad, a base de pescado rebozado y patatas fritas, una especie de fish and chips a la española. Se rellenaron las copas de vino y brindaron por el encuentro.

Más pronto que tarde llegó un nuevo camarero distinto de todos los anteriores, vamos a llamarle Carlos, que traía los primeros platos y, a los pocos segundos, el de la niña. Excelente. Había buen apetito por lo que, de inmediato, se pusieron a la faena de dar buena cuenta. En ello estaban cuando Ignacio, al pasar una de las veces junto a la mesa, les dijo muy sonriente que ya había dado orden de marchar los segundos.
    Ah, pues muy bien – les respondió alguno de los comensales.
    Se conoce – dijo la abuela cuando Ignacio ya había pasado – que vamos retrasados y quieren que recuperemos el ritmo del resto.

No habían pasado siquiera tres minutos de la aparición anterior cuando, en esta ocasión es Carlos quien se acerca a la mesa para informarles que los segundos ya estaban marchando y, de paso, retirar algunos de los platos de los primeros ya vacíos.
    Vale, vale. Qué marchen pues – contestaron – y traiga también otra botella de vino, por favor.
En los siguientes cinco minutos volvió el mentado Carlos a recoger el resto de platos del primero, ya totalmente vacíos, así como el de la niña que, como de costumbre no se lo había acabado pero había dejado clara su intención de “Papi, ya no tero más”. También se acercó, en ese intervalo, el teatral camarero que tenía por misión servir el vino; bueno, servirlo no, como ya he explicado anteriormente, solo llevarlo a la mesa. Al igual que la primera vez, volvió a desearnos que tuviéramos una buena velada. Repitió Carlos, esta vez para dejar platos limpios con los que acometer el segundo que, si no había dejado de marchar, estaría a punto de irrumpir en escena.

Al cabo de media hora de esa última visita de Carlos, la situación no había variado lo más mínimo. Los platos limpios para el segundo seguían limpios y el segundo, o bien no marchaba, como nos habían informado, o bien se había marchado demasiado lejos y había pasado de largo. Ante las caras, mitad incomprensión mitad cabreo que el abuelo le dirigió a Ignacio en una de sus múltiples idas y venidas por la sala, éste se acercó para informar que había habido un pequeño problema, pero que ya estaba subsanado y en menos de cinco minutos tendrían el segundo en la mesa; todo ello mientras toqueteaba desesperadamente en una tableta desde la que se supone vociferaba instrucciones a la cocina.

No fueron cinco, ni diez, sino quince minutos los que pasaron hasta que, después de un breve parlamento entre Ignacio y Carlos en uno de los fondos mirando con insistencia hacia la problemática mesa, Ignacio volvió a acercarse pidiendo nuevamente disculpas, informando la buena nueva de que los segundos volaban en ese instante por el pasillo hacia la mesa y concediendo barra libre para todos los cafés, chupitos y cava que quisieran consumir posteriormente, como compensación a una situación tan embarazosa. Ante el displicente meneo de cabeza del abuelo, añadió
    No, no, ya sé que eso no vale para disculparnos, pero compréndame…

Como había hambre acumulada de al menos tres cuartos de hora, la conversación no fue a más y los comensales se dispusieron a devorar el segundo que, ¡por fin!, reposaba en el centro de la mesa. Al menos las viandas merecían la pena. Se tomaron postres, cafés y chupitos, no todos, la abuela ninguna de las tres cosas. Seguro que nada que no hubieran tomado de no haber mediado la compensación ofrecida por Ignacio.

De todas formas, aunque la buena educación no dejaba traslucirlo, el ambiente se había caldeado un tanto y los ánimos ya no eran los mismos que al inicio. Cuando pidieron la cuenta, al observar que había sobrado más de media botella de vino de la segunda pedida, solicitaron al camarero, a Carlos, que les trajese el corcho ya que deseaban llevársela. Al fin y al cabo el vino no era barato, le había facturado la botella completa, como es lógico y, puesto que era suya, la querían, pero con corcho.

Transcurrieron otros diez o quince minutos después de haber pagado y el corcho debía de haber tomado la misma senda que en su momento tomaron los segundos platos, ya que no terminaba de avistarse. Eran cerca de las once de la noche, la niña, cuatro años escasos, pobre, se la veía muerta de sueño y cansancio. Así que su madre, ni corta ni perezosa, se irguió y, botella en mano, con su vestido largo y floreado, se dirigió pausada y poderosa hacia la barra. En el camino se dio de bruces con Carlos el cual, con la expresión demudada dio media vuelta, a pesar de llevar ambas manos ocupadas con platos para otras mesas, y acompañó hasta la barra a la portadora de la botella, donde el teatral y aspaventoso sumillier se negó a facilitar un corcho. Tuvo que ser el propio Carlos, suficientemente abochornado por todos los acontecimientos, el que rebuscase en el cajón de los corchos y corchase la botella mientras el otro, el de los vinos, rezongaba constantemente sobre la miserable condición de los clientes que se llevaban sus medias botellas.

Finalmente, después de cerca de tres horas y media, salieron del restaurante, botella en ristre, mientras a la puerta, el encargado, Ignacio, les saludaba con un apretón de manos reiterando sus disculpas.
    No ha sido nuestra mejor experiencia – se despidió el abuelo – pero tenga por seguro que insistiremos – amenazó sonriendo

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