miércoles, 25 de febrero de 2015

RECOLETA

(Concurso Relatos Breves Revista ELLE)

Me apetecía una enormidad pasear Belgrano, perderme por Recoleta, hablar con la gente de San Telmo, preguntar a unos y a otros en Monserrat, imbuirme del ambiente de Puerto Madero; en definitiva, comerme la ciudad de Buenos Aires.

Era la meca de mi infancia, el imposible, el más allá de mis aventuras imaginadas, el alfa y omega de todos mis cuentos y mis ensoñaciones.

Después de un largo y agotador día recorriendo distintas zonas, empapándome del espíritu porteño que se respira, internándome peligrosamente en La Boca, andando sola y hablando con cualquiera que se me cruzara y quisiera charlar, para lo cual en Argentina no hay que esforzarse en absoluto, tenía intención de retirarme a reposar hasta que llegase la hora de acudir al espectáculo de tangos que por nada del mundo quería perderme.

Y es entonces cuando, viniendo de Puerto Madero, subiendo por Guido, me doy de bruces, al desembocar en Junín, con el Cementerio de la Recoleta y, claro, entré.

No era una visita que me hubiese programado cuando preparaba el viaje; al fin y al cabo, por famoso que sea un cementerio, no deja de ser un cementerio; y cuando visito una nueva ciudad, lo de conocer su cementerio no es lo último que se me ocurre, es lo siguiente.

Sin embargo en esta ocasión la brisa me susurraba al oído presagios ininteligibles que me azuzaron a cruzar el magnífico pórtico orlado por trece alegorías de la vida y la muerte. Una vez dentro el pasmo ya no me abandonó. Esperaba, no sé por qué, el habitual ambiente de recogimiento y arrullo que siempre se me impregna en los cementerios; o el olor a incienso que embota, al menos a mí, el entendimiento; incluso esperaba, tampoco sé por qué, que el cielo se tornase gris y la brisa, ligeramente bochornosa, arreciase en aire frío que te atraviesa.

Nada de esto sucedió. Al contrario, todo lo que veía me parecía luminoso, festivo, incluso, por qué no decirlo, carnavalero. No cabe duda que estas sensaciones estaban influenciadas por el hecho de que el cementerio esté considerado museo histórico nacional desde 1946 y que, por ende, sea objeto de infinidad de visitas turísticas. Pero siendo objetiva, me inclino por pensar que, el hecho de que la Recoleta no sea un camposanto, añade un valor superior al atractivo que emana; el arzobispo de Buenos Aires le retiró esa condición en 1853 por el empeño del entonces presidente de la república en enterrar aquí a un conocido y recalcitrante francmasón. Desde entonces se ha convertido en un auténtico babel del más allá; y se nota; para bien.

De entre los muchos y muy impresionantes mausoleos, allá los llaman bóvedas, que fueron jalonando mis pasos, escogí la del poeta José Hernández, creador del Gaucho Martín Fierro, para sentarme y ojear, inspirada, el libro que llevaba en el bolso, mi Cortázar, mi Rayuela.

Leí en voz alta. Cuando levanté la vista tenía a mí alrededor los ochenta gatos que viven en la Recoleta.






No hay comentarios:

Publicar un comentario