Me
apetecía una enormidad pasear Belgrano, perderme por Recoleta, hablar con la
gente de San Telmo, preguntar a unos y a otros en Monserrat, imbuirme del
ambiente de Puerto Madero; en definitiva, comerme la ciudad de Buenos Aires.
Era
la meca de mi infancia, el imposible, el más allá de mis aventuras imaginadas,
el alfa y omega de todos mis cuentos y mis ensoñaciones.
Después
de un largo y agotador día recorriendo distintas zonas, empapándome del
espíritu porteño que se respira, internándome peligrosamente en La Boca,
andando sola y hablando con cualquiera que se me cruzara y quisiera charlar,
para lo cual en Argentina no hay que esforzarse en absoluto, tenía intención de
retirarme a reposar hasta que llegase la hora de acudir al espectáculo de
tangos que por nada del mundo quería perderme.
Y
es entonces cuando, viniendo de Puerto Madero, subiendo por Guido, me doy de
bruces, al desembocar en Junín, con el Cementerio de la Recoleta y, claro,
entré.
No
era una visita que me hubiese programado cuando preparaba el viaje; al fin y al
cabo, por famoso que sea un cementerio, no deja de ser un cementerio; y cuando
visito una nueva ciudad, lo de conocer su cementerio no es lo último que se me
ocurre, es lo siguiente.
Sin
embargo en esta ocasión la brisa me susurraba al oído presagios ininteligibles
que me azuzaron a cruzar el magnífico pórtico orlado por trece alegorías de la
vida y la muerte. Una vez dentro el pasmo ya no me abandonó. Esperaba, no sé
por qué, el habitual ambiente de recogimiento y arrullo que siempre se me
impregna en los cementerios; o el olor a incienso que embota, al menos a mí, el
entendimiento; incluso esperaba, tampoco sé por qué, que el cielo se tornase
gris y la brisa, ligeramente bochornosa, arreciase en aire frío que te
atraviesa.
Nada
de esto sucedió. Al contrario, todo lo que veía me parecía luminoso, festivo,
incluso, por qué no decirlo, carnavalero. No cabe duda que estas sensaciones estaban
influenciadas por el hecho de que el cementerio esté considerado museo
histórico nacional desde 1946 y que, por ende, sea objeto de infinidad de
visitas turísticas. Pero siendo objetiva, me inclino por pensar que, el hecho
de que la Recoleta no sea un camposanto, añade un valor superior al atractivo
que emana; el arzobispo de Buenos Aires le retiró esa condición en 1853 por el
empeño del entonces presidente de la república en enterrar aquí a un conocido y
recalcitrante francmasón. Desde entonces se ha convertido en un auténtico babel
del más allá; y se nota; para bien.
De
entre los muchos y muy impresionantes mausoleos, allá los llaman bóvedas, que fueron jalonando mis pasos, escogí la
del poeta José Hernández, creador del Gaucho Martín Fierro, para sentarme y
ojear, inspirada, el libro que llevaba en el bolso, mi Cortázar, mi Rayuela.
Leí
en voz alta. Cuando levanté la vista tenía a mí alrededor los ochenta gatos que
viven en la Recoleta.
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