lunes, 23 de febrero de 2015

ES POSIBLE QUE SI



(Relato ganador del II CONCURSO INTERGENERACIONAL DE ENSAYO Y RELATO BREVES 2014 “VALORES UNIVERSALES” organizado por Fundación UNIR)

Es posible que si, ¿quién lo sabe?. No creo que nadie pueda aseverar con certeza que exista algo así como el Destino con mayúscula que tenga prefijado de antemano la vida que  cada uno va a llevar, las vicisitudes por las que pasará y cómo o cuándo se va a terminar su devenir por este breve lapso de tiempo que es la vida. Pero lo que sí creo es lo que en cierta ocasión alguien me dijo: “Todo sucede por algo”.
Si revisamos los episodios vitales de cada uno de nosotros nos daremos cuenta que, efectivamente las cosas no pasan porque si, no son fruto de la casualidad, sino que obedecen a unas consecuencias directamente enraizadas con lo que nos ha pasado anteriormente, o con lo que hemos decidido, o con lo que hemos pensado. Es algo así como el juego mental al que todos hemos jugado alguna vez. “¿Qué hubiera sido de mi vida si…..?”.
Mi historia comienza en Fada, soy de Fada, un pequeño pueblo? que actualmente tan solo tiene una treintena de habitantes descendientes de la orgullosa tribu Teda, aunque dispuso de su momento de esplendor en los albores del siglo XX cuando su censo llegó a alcanzar la escalofriante cifra de 228 personas. El pueblo nace cuando, en un momento del pasado, cansados del pillaje y asalto de caravanas comerciales que se atrevían a peregrinar por el desierto, varias familias deciden establecerse en la Meseta de Ennedi al suroeste de las montañas Tibesti, no muy lejos del Guelta de Archei.
Fada es posiblemente el pueblo más pequeño y recóndito de la Región de Borkou que, con sus cerca de 100.000 habitantes es la región más inaccesible e inhóspita de las veintidós que componen el estado del Chad, país que tiene el dudoso de honor de figurar en el top ten tanto de los países más pobres del mundo como de los más corruptos. Por todo ello, parece obvio que Fada no es el centro del mundo.
Como decía, mi historia comienza en Fada y nada podía hacer suponer que fuese a diferenciarse lo más mínimo de las historias de todos mis conciudadanos desde hace generaciones; nuestro pueblo se dedica poco más o menos que a sobrevivir procurando ser autosuficientes por pura necesidad. La base de nuestra economía (de nuestro sustento y de nuestra vida) es la agricultura y la ganadería. Dentro de este reparto de roles, a mí, desde temprana edad se me asignó el de la ganadería, es decir, pastoreo y cuidado de los escasos animales que poseemos, principalmente cabras y camellos que son los que mejor se adaptan al clima que padecemos.
A pesar de estar en tierras desérticas donde la época de lluvias dura muy poco y apenas se diferencia del resto del año, no podemos quejarnos de falta de agua. Entiéndaseme, no se puede decir que sea abundante, pero no falta, debido principalmente a la formación de gueltas (charcas) en las profundidades de los cañones que forman el macizo montañoso del Tibesti. Son necesarias estas aclaraciones para explicar el motivo por el que yo estaba allí aquel día en el que, como tantos otros había llevado el rebaño hasta las orillas del Archei para que abrevaran. A diferencia de ocasiones anteriores, de lo que siempre habíamos hecho en nuestro pueblo con el ganado, ese día tuve que bordear la guelta por su parte más oriental debido a unos extraños derrumbamientos que habían dejado totalmente inaccesible el vado que siempre utilizábamos. Jamás utilizábamos esa orilla oriental puesto que, dada su orientación, es la más soleada, las temperaturas que se alcanzan entre las arenas y las rocas, sin vegetación ni sombra alguna, son absolutamente insoportables; pero con todo, no es eso lo peor. El verdadero peligro lo constituye la extraordinaria proliferación de cocodrilos que aprovechan esas altas temperaturas para hacer de esa zona su hábitat natural y preferente.
En aquella época me hubiera sorprendido que la gente se extrañase que en estas latitudes estemos hablando de cocodrilos ya que era nuestra realidad del día a día, era parte de nuestra vida, de nuestra cultura; la convivencia de nuestro pueblo con los cocodrilos existía desde siempre. Pero actualmente entiendo que provoque altas dosis de incredulidad tan solo explicables en el estudio de la evolución climática de África en los últimos 9000 años. Efectivamente, en esa época nuestra zona disponía de un clima que configuraba paisajes muy diferentes de los actuales y, por ende una fauna que nada tiene que ver con la actual. Los cocodrilos son el último vestigio de aquellas épocas, pero hasta no hace mucho aún se podían ver leones, antílopes e, incluso alguna leyenda de transmisión oral habla de una raza de tigres de largos colmillos de sable.
Pues, como iba relatando, aquel día tuve necesariamente que acceder a la guelta cruzando el territorio de los cocodrilos; no era la primera vez y con un poco de cuidado no tenía por qué pasar nada, pero pasó. Un mal paso, un tropezón y cuando me di cuenta me vi en el suelo con varios reptiles rodeándome; me atacaron, me mordieron, el rebaño huyó, me di un golpe en la cabeza, me revolví, noté los dientes de otro en el muslo (debo aclarar que los cocodrilos de esta zona no son de gran tamaño, raramente alcanzan los dos metros de largo, lo que explica que los accidentes, con ser graves por las secuelas que dejan, no suelen resultar mortales), notaba que perdía el conocimiento cuando me pareció oír voces humanas, alguien se acercaba gritando desaforadamente, dando golpes a diestro y siniestro con un palo,… después nada, la oscuridad…
Cuando recobré el conocimiento estaba atado a lomos de un camello, la pierna me dolía horriblemente más que por las dentelladas recibidas, por el torniquete que aquel extraño me había practicado y, como puede comprenderse, mi confusión y desorientación era total.
El hombre, que caminaba al lado del camello, se dio cuenta de que volvía en mí, dirigió el camello hacia una oquedad que se abría en la roca y una vez allí, después de apearme del camello, me explicó (mediante palabras sueltas de varios dialectos de la zona, signos y buena voluntad) que me encontraba bastante mal (me había dado cuenta), que había perdido bastante sangre, que me había practicado alguna cura con cataplasmas de varias hierbas que crecían entre las rocas y que la única posibilidad era llegar a un hospital donde me pudiesen tratar en condiciones; y que en esas estábamos, dirigiéndonos a lomos de un camello de mi huido rebaño hacia La Faya-Largeau, la capital de la región de Borkou y distante de mi pueblo nada menos que 276 Km. en línea recta ¡¡¡una locura!!!.
Aquel viaje de cuatro días y tres noches sin casi descanso del que tengo luces y sombras debido a mi estado de semiinconsciencia en gran parte del mismo, no solo me salvó la vida sino que me la cambió por completo. El Hombre, me van a permitir que le nombre así con mayúscula, sin más datos, me fue relatando su vida, supongo que por mantenerme despierto, prestando atención y que no “me dejase ir”.  Recuerdo de forma vaga que me habló de una familia, su familia, una esposa, un hijo; de su trabajo, parece ser que era maestro, de una existencia feliz, de una vida tranquila, conceptos occidentales que por entonces me eran totalmente ininteligibles, me costaba trabajo seguir su cháchara pero tenía una voz agradable, un sonido que transmitía serenidad y a la vez un deje de tristeza, un poso de amargor y añoranza. Después recuerdo que me hablaba de un accidente, de muertes, de perderlo todo, de querer escapar, de desaparecer. Su voz ahora sonaba más desgarradora, no hablaba conmigo, hablaba para sí mismo, se culpaba, sufría,…poco a poco recuperaba la serenidad y volvía a ese tono de voz reconfortante y me decía que nada de eso me pasaría a mí, que conseguiría llegar a tiempo, que “esta vez sí me salvaría”.
No recuerdo muy bien la agonía final del viaje, mi siguiente recuerdo es despertar en una cama del hospital, era la primera vez que estaba en una cama en mi vida, y el Hombre estaba a mi lado. Estuvo a mi lado siempre, en todo momento de las cinco semanas que permanecí hospitalizado. Creo que se sentía en la obligación de no dejarme, de llenar todo mi tiempo, de redimir alguna culpa que yo no entendía. Su vocación de maestro salió entonces a relucir, mi analfabetismo significó todo un reto para esa parte de él que creía dormida, ya pasada. Para mi aquello fue un verdadero descubrimiento, desconocía que pudiera tener una avidez intelectual tan desmedida.
Una vez recibida el alta hospitalaria decidimos quedarnos en la ciudad; el Hombre conseguía trabajos eventuales que nos permitían subsistir, no necesitábamos más que eso, y estudiar, leer, escribir, investigar,…, horas y horas todos los días, yo volcado en los libros y el Hombre volcado en mí.
Nunca supe gran cosa de mi mentor; mi estricta educación tribal me impedía preguntar directamente ¿Qué? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Por qué? … Y su dolor, sus recuerdos, le impedían a él volver a hablar tan largo y tendido de su vida como lo había hecho durante nuestro viaje. No volvió a hablar nunca del tema, tan solo supe que cuando nuestras vidas se cruzaron llevaba dos años vagando en solitario por las montañas del Tibesti, porque no había encontrado un rincón más recóndito en el planeta.
No sé qué hizo, ni como lo consiguió, que teclas de su pasado tuvo que tocar ni que favores tuvo que pedir, pero a la vuelta de unos meses me dijo que él ya no tenía más que enseñarme y que mi potencial no podía desaprovecharse, por lo tanto me había conseguido una beca para proseguir mi educación en su país; allí alguien, antiguos conocidos, compañeros, amigos suyos se harían cargo de mí, de mi vida, de mi educación, de mi existencia. Todo sucedía de forma tan rápida e inesperada, el vértigo y la vorágine se habían instalado en mi alma hasta tal punto que los años y los libros de la carrera de medicina fueron cayendo con una rapidez inusitada. Mi vida cambió, tenía ilusiones, esperanzas, objetivos a corto y largo plazo y un futuro muy lleno de cosas, de gente, de trabajo,…, pero vacía de noticias sobre el Hombre. Nada más volví a saber de él. Desapareció de mi vida con la misma brusquedad y misterio con la que había entrado. Pregunté a sus amigos, la gente que me estaba ayudando, pero nadie sabía nada. Me hablaron de lo que había sido su vida antes del “accidente”, de su familia destruida, de su juventud, pero nada de nada sobre lo que había sido de su vida después, o en la actualidad…
Cuando estoy escribiendo esto han pasado varios años, muchos años de todo lo relatado anteriormente. Me licencié, me doctoré, me especialicé, me labré una vida, una reputación como epidemiólogo de postín cuando, de repente en el horizonte de la humanidad empiezan a aparecer oscuras nubes de tormenta en forma de ébola. África, mi África está sufriendo duramente las consecuencias de este jinete del apocalipsis y yo no puedo quedarme al margen, ni por compromiso, ni por origen, ni por formación, ni por conciencia. Me tomo un año sabático y me voy con la Cruz Roja a Sierra Leona. Y aquí estoy, en un suburbio de las afueras de Magburaka, en el distrito de Tonkolili, al norte del país. Lo que estamos viendo es tremendo y descorazonador por la falta de ayudas “oficiales” del mundo desarrollado. Pero hoy, si me he puesto a contar esta historia no es porque me encuentre desanimado por esta falta de respaldo del primer mundo, algo esperado, no se moverán hasta que no les vean las orejas al lobo; es porque hemos tenido que atender a unos niños infectados, seriamente enfermos, y a su maestro, mi maestro,… el Hombre.



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