Hasta ese momento mi vida había sido realmente
azarosa, movida, todo lo contrario de lo que podría presagiar el hecho de que
hubiese nacido en un pueblo perdido de las Hurdes extremeñas, concretamente en
la alquería de Aceitunilla, con no más de un centenar de habitantes y
dependiente del concejo de Nuñomoral.
Todo surgió por las fiestas del pueblo, no la de San
Antonio, que es la más importante, sino la otra, la que más nos gusta a los
mozos, la del “Robo de la albehaca”. En
los años sesenta, cuando era joven, estas fiestas tenían mucho predicamento. Se
celebraba a mediados de agosto y, lo más peculiar, consistía en que los mozos
del pueblo se encaramaban a los balcones de las casas en busca de macetas de
albahaca, coger los ramilletes más vistosos y ponerlas en la camisa o en la
oreja; después se hacía el pasacalles, detrás del tamboril, bailando el picao hurdano, hasta las tantas. Por
supuesto, todo ello bien regado con aguardiente.
La mezcla de la fiesta, el aguardiente y los
dieciocho años es muy explosiva, puede pasar de todo; en mi caso,
concretamente, pasó lo peor. Otros dos mozos y yo coincidimos en el mismo
balcón, agitados, sudorosos, rezumando alcohol y rivalidad de años, nos
teníamos ganas. Forcejeamos, nos empujamos, agarrándonos por la solapa, un
golpe por aquí, un codazo por allá; el resultado fue nefasto, uno de ellos
acabó desnucado en la calle; no había mucha altura, pero en la caída golpeó la
cabeza con una piedra situada a la puerta de la casa que se utilizaba como
poyete y se quedó en el acto. Fue un accidente, lo juro, pero la obcecación del
momento, la mente nublada por el alcohol, el miedo cerval que por entonces se
le tenía en los pueblos a la guardia civil, me hicieron tomar la peor decisión
posible; huí, me eché al monte, que se dice en mi pueblo.
A partir de entonces se inicia un periodo de locura,
una pendiente hacía abajo constante, robando comida en granjas más o menos
solitarias, cada vez más perseguido, más buscado; alguna vez, desesperado por
el hambre, acuciado por el asedio, llegué a perpetrar algún atraco a campesinos
indefensos. Todo ello no hacía más que acrecentar mi fama por la comarca; ya
era un peligroso delincuente, asesino, ladrón,…
Finalmente, aún no sé cómo, conseguí huir lejos de
la comarca, a zonas donde no me precedía la fama, por donde podía andar un poco
más tranquilo. Una tarde, en un pueblo, coincidí con un banderín de enganche de
la Legión que recorría los pueblos en busca de voluntarios. Me pareció la
solución perfecta; sabía de la fama que por entonces tenía la Legión; daba el
perfil, necesitaba “desaparecer”.
A partir de entonces mi vida transcurre durante
varios años con cierta tranquilidad; entiéndaseme, en la Legión jamás se está
tranquilo; me refiero a mi vida de delincuencia, huidas, búsquedas de la
justicia y demás cuestiones que me habían tenido ocupado y preocupado durante
mucho tiempo.
Por eso, cuando aquella mañana el cabo primero me
dijo que el teniente quería hablar directamente conmigo, me temí lo peor. Por
mi cabeza empezaron a sucederse otra vez las imágenes del ya lejano mes de
Agosto de hacía tres años, los meses de constante zozobra, las escaramuzas
huyendo de la guardia civil, todo se me vino de golpe, junto con el sol del
desierto. Me empezaba a encontrar bastante mal, mareado, con nauseas, cuando
una voz, autoritaria, sonó a mi espalda - ¿Se encuentra bien, soldado? – Si, mi
teniente – conseguí articular con cierta marcialidad – debe haber sido un golpe
de calor. – Bien, pues acompáñeme, tenemos que hablar.
Cuando entramos en su despacho las piernas me
temblaban. Por fortuna, en la Legión los diálogos entre mandos y subordinados
no son sutiles en absoluto, sino claros, directos y concisos; a la segunda
frase mis temores había desaparecido. - ¿Lo tiene claro, soldado? – Si, mi
teniente, como el agua. - ¡Pues andando, no pierda más el tiempo!
Estaba bastante confuso, no entendía nada. Al
parecer, desde tiempos inmemoriales, la Legión se había comprometido a escoltar
algunas procesiones de Semana Santa por toda le geografía española. Se escogía
siempre, según me acababa de informar el teniente, entre aquellos legionarios
de pasado incierto, oscuro, sospechoso, que pudiesen tener algo que esconder, algo
que redimir. En este caso yo había resultado ser uno de esos “elegidos” - ¡Alégrese
soldado! – me había dicho el teniente – para la Legión supone un alto honor y
para el soldado, para usted, la posibilidad del perdón de Nuestro Señor, que es
el más importante.
Hasta ese momento mi vida había sido realmente
azarosa, movida, pero en absoluto había sido religiosa. Salvo los contactos
obligados de la época que nos había tocado vivir, el roce entre la religión y
yo había sido inexistente. Mucho menos una procesión de Semana Santa.
Mi destino resultó ser Gijón y, más concretamente,
la procesión del Vía Crucis del Santo cristo de la Misericordia y de los
Mártires; una procesión sencilla, con tan solo un paso, pequeño, un Cristo
crucificado, con el rostro vuelto, ladeado, sereno, irradiando paz. No sé qué
me pasó, posiblemente el silencio sepulcral que casi se podía cortar, el suave
chapoteo de las olas contra el muro por el que transcurría la procesión, el
olor del incienso que la brisa hacía que nos rodease por completo, el tacto
nuevo de los correajes acharolados de mi uniforme de gala, relucientes; o sería
que sentí como me taladraba la mirada verde, infinita, esperanzadora, eterna de
ese Cristo vuelto hacía mí.
Desde entonces, cada vez que me encuentro en un mal
momento, cuando no sé qué hacer con mi vida, cuando creo que todo me desborda, veo
esa mirada clavada en mí, silenciosa, serena; oigo otra vez el silencio de
aquella tarde en Gijón; y sé que no voy solo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario