El
presidente de la CEOE, el señor Rusell, dice que “el empleo fijo y seguro es un
concepto del siglo XIX”.
Paradisíaco
siglo, donde la población trabajadora (censada) era del 30% (menos de cinco
millones), de los cuales 4,3 M. lo eran en el sector primario (agricultura,
pesca, minería), siendo la primera la que más mano de obra empleaba.
En
un país en el que el 80% del terreno cultivable es de secano, muy estacional
(la trilogía mediterránea: olivar, vid y cereal), cabe pensar, sin necesidad de
ser un genio, que la oferta de empleo se reducía a los meses de temporada. Nos encontramos pues, un país
mayoritariamente de temporeros.
Puede
pensarse que estos “picos” del empleo provocarían altas remuneraciones. Craso
error; para evitarlo, los propietarios disponían de dos métodos: la tasa de
jornales (precios pactados con los ayuntamientos antes del inicio de la
temporada) que fue abolida (oficialmente) en 1767 pero utilizada en la práctica
hasta comienzo del S. XX. Y la contratación de inmigrantes de otras regiones
que recorrían el país en cuadrillas, con sus propias herramientas y comiendo o
durmiendo sobre los propios campos (Goya los retrató en su cuadro de Los Segadores).
Tampoco
aliviaron la situación (de los trabajadores) las desamortizaciones (Mendizábal
1836). Se privatizaron las tierras comunales, donde los vecinos explotaban unos
recursos modestos, pero que marcaban la diferencia entre la supervivencia y el
hambre.
Los
trabajadores del S. XIX se estarán partiendo de risa.
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