domingo, 22 de mayo de 2016

DÍA DE REYES



Cuando recuperó el conocimiento se encontró en el suelo, tumbada boca abajo, con el lógico aturdimiento que se presupone en estos casos; lo veía todo borroso, había perdido las gafas al caer, le pareció verlas a poco más de dos metros de donde estaba; intentó alcanzarlas pero un dolor lacerante le taladró desde la rodilla a la cadera impidiéndole cualquier movimiento, a la vez que le arrancó un gemido lastimero. Bueno, lo de no ver con claridad no constituía en ese momento su mayor preocupación. Así todo consultó su reloj de pulsera, un acto reflejo, no pudo ver qué hora era por lo que tampoco supo que había estado más de media hora inconsciente.

Intentó tranquilizarse en la medida de lo posible; ya que no podía ver, debía al menos pensar con claridad, evaluar las posibilidades de solventar la difícil situación en que se encontraba. Estaba claro que lo de moverse debía descartarlo; cualquier movimiento, no ya intentar ponerse de pie o semi incorporarse, sino el simple intento de arrastrarse para alcanzar las gafas le había producido un dolor tal, que incluso temía mover siquiera un brazo. Estaba al final del vestíbulo, en el pasillo de entrada a la casa, no le separaban de la puerta de la calle más que unos cinco metros, pero en esas condiciones, y con sus setenta y tres años a cuestas, se sentía como un náufrago en medio de un océano.

Su hija pequeña, su yerno y los niños se habían ido a eso de las nueve y media de la noche, después de haber pasado juntos un agradable día de Reyes; “¿qué hora sería ahora?”, daba igual, tenía claro que no iban a volver, ni tampoco llamarían por teléfono para avisar que habían llegado a casa por un viaje de apenas tres cuartos de hora. La única solución pasaba por llamar la atención de las vecinas, las más próximas, la de enfrente del rellano, o la de abajo. Lo mejor sería la de enfrente, Palmira, que además tenía llave de casa, pero no veía forma de poder alertarla, al menos esa noche. Mañana se pasaría, como todos los días, para ver si necesitaba que le trajera algo del mercado; pero a lo mejor mañana ya era tarde. La otra posibilidad era la vecina de abajo, Benedicta; podría intentarlo dando golpes con algo en el suelo de madera, pero Bene vivía sola y estaba sorda como una tapia; además, como no diera puñetazos en el suelo, no veía con qué podría golpear. La opción del teléfono tampoco le pareció viable, estaba en el salón, aún más lejos que la puerta de la calle, no podría llegar hasta él. En el año noventa y cuatro los móviles aún eran ciencia ficción, por no hablar de la medalla pulsador de la Cruz Roja, a la que le quedaban años para ser una realidad.

No debería de ser muy tarde ya que, a través de la ventana del vestíbulo que da al patio de luces, aún se entreveían reflejos de luces encendidas en los pisos de abajo. No se le ocurría ninguna solución pero intentaba no desesperarse. Era lo suficientemente mayor para saber que la paciencia daba mejores resultados que perder los nervios; además, no tenía miedo, no le asustaba morir, pero el dolor lo soportaba mal. Le ayudaría pensar en otra cosa.

Le vino a la memoria aquella otra vez que había estado así, tirada boca abajo, sin poder moverse, solo que entonces sí que estaba muerta de miedo. Hacía ya muchos años pero conservaba fresco el recuerdo - ¡cómo olvidar aquellos años! – estaba en Granda, en plena guerra civil, era el otoño del año 37. Las tropas rebeldes intentaban tomar Gijón, la última ciudad que se les resistía en el Cantábrico. La aviación hacía vuelos rasantes en las afueras y pueblos de alrededor, ametrallando todo lo que se movía. Ella, que tenía entonces diecisiete años, estaba en casa de sus tíos, acogida desde tiempo atrás, después del miedo cerval que había pasado en su pueblo, en la cuenca del Nalón, cuando una cuadrilla de falangistas enardecidos la rodearon, la acosaron, la humillaron.

Ayudaba a sus tíos y primas en las labores del campo, con el ganado, en la casa. Aquel día le encargaron que llevase unas botellas de leche a una casa del pueblo vecino; a mitad de camino empezó a oír los motores de los aviones acercándose, antes de verlos. De repente aparecieron por detrás de ella, eran dos aviones que, al verla, empezaron a tabletear sus armas. Dio un grito, soltó las botellas y se tiró al suelo, en la cuneta del camino. Allí permaneció sin moverse hasta que después de un par de pasadas más disparando sus ráfagas, los aviones abandonaron la presa y siguieron su deriva hacia la ciudad. Aún tardó cerca de dos horas en poder moverse, hasta que su tío la encontró rígida de miedo, en la misma cuneta en la que se había encogido, y se la llevó a casa.

Las horas pasaban despacio. Hacía ya mucho tiempo que todo estaba oscuro, en silencio; lo único que oía era su corazón latiendo. Estaba muy desorientada; el dolor le había hecho perder la consciencia en varias ocasiones, o quizá el cansancio la había rendido y se había dormido; o los recuerdos la habían trasladado otra vez a aquellos años de sufrimiento e intenso miedo. O tal vez fuera la suma de todas esas cosas, unidas al arrepentimiento por no haber hecho caso a sus hijas, dejar aquella casa, un quinto sin ascensor, que la ataba a los recuerdos del marido ausente, pasar los pocos, o muchos, años que le quedasen en compañía. Sentirse querida, cuidada, mimada…

Parecía que había algo más de luz, puede que comenzase a amanecer. Había sido una noche larga y dura, pero ahora todo mejoraría. Una fractura de cadera era una buena excusa para un cambio.

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