Vaya
por delante mi más profundo respeto por cualquier tipo de creencia religiosa.
Cosa probada es que fui educado en la rancia fe del neo catolicismo del antiguo
régimen, como correspondía a toda una generación enmarcada en la decadencia de
las postguerra (no caeré en la tentación del anglófono baby boom).
Quizá
sea esa posible saturación infantil de catecismos, rosarios, misas, ejercicios
espirituales, la que me llevó al descreimiento actual y, es más, a considerar
la Religión (con mayúscula que las abarca a todas) una auténtica superchería
que lo único que aporta a la sociedad, al mundo, son problemas, odios,
enfrentamientos, falta de comprensión,…, guerras.
Esto
no contradice mi respetuosa afirmación inicial. Cierto, no respeto las
religiones, pero sí a las creencias de las personas. Están en su derecho.
Viene
esto a cuento porque hoy, por casualidad, entré en una iglesia (católica) y
quedé epatado. Hacía décadas que no pisaba una, a lo mejor es eso. Para empezar,
la puerta de entrada al pórtico era de cristal, corredera, activada con una
fotocélula. En dicho pórtico, en la esquina superior izquierda, una gran
pantalla nos ofrecía, con atractivo diseño, el menú horario de actividades. Una
segunda puerta, corredera como la anterior, nos introducía directamente al…
¿salón de actos?, donde el altar parecía un escenario y los púlpitos, dos, servían
como soporte de enormes pantallas, a imagen y semejanza de un concierto del
Boss.
Huí
despavorido. No fuera a ser que me enganchase.
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