Desde siempre mi natural, imaginativo y aventurero, así
como la atávica cultura de costa cantábrica, de la que provengo, me habían
llevado a fantasear historias de mar, de viajes, de peligros. El hecho de que
autores como Melville, Verne o Stevenson
se contasen entre los que moldearon mi afición a la lectura, estoy seguro que
también influyó lo suyo.
El caso es que, aunque ya adulto, este viaje estaba
colmando todas mis ilusiones infantiles; llenando de realidad lo que hasta
entonces tan sólo había sido imaginación. No lo dudé ni por un momento; cuando
mis padres comentaron la posibilidad de hacer un viaje por Argentina para
celebrar sus bodas de plata, mi respuesta fue inmediata: ¡Me apunto!
Y aquí estoy, por fin, embarcado en un pequeño pesquero
de Puerto Madryn, reconvertido, el barco en reclamo turístico para el
avistamiento de ballenas, y yo en improvisado Capitán Ahab oteando ansioso
todos los confines del océano.
Aparece, por fin, cual leviatán, una enorme ballena con
su cría, rondándole, arriba y abajo; mi particular Moby Dick, aunque no era
blanca; es igual, me vale. Pasa por debajo del barco, emerge y desaparece
después de dejarnos en la retina unos segundos impagables de su cola extendida
contra el azul del mar y el dorado del sol…
De repente sucede, ¡no me lo puedo creer!, un
traicionero, enorme e irrefrenable retorcijón de intestinos me hacen huir,
pálido, doblado, presuroso, urgente, muy urgente, a la búsqueda de un cuarto de
baño.
Cuando conseguí salir nuevamente al aire libre ya
estábamos en el puerto, de vuelta.
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