La
mesa estaba reservada para las ocho de la tarde, lo cual no tendría ninguna
importancia si estuviéramos hablando de un restaurante en una calle del Soho
londinense, o de un bistrot del Quartier Latin en París, pero no es el caso. En
España es muy raro que se reserve una mesa para las ocho de la tarde; para
empezar, a esa hora la mayoría de los restaurantes aún no están abiertos, o al
menos no han abierto el comedor; en segundo lugar, si algún restaurante está
abierto a esa hora, tiene todas las mesas vacías, por lo que es absurdo
reservar, salvo que se trate de un restaurante en zona de turismo inglés o
alemán; pero esto es Gijón, aquí el turismo es gastronómico y sabe a lo que
viene, además estamos en invierno, no hay turismo, qué más quisiéramos.
La
mesa estaba reservada para las ocho de la tarde, y a fe que fueron puntuales.
Inusualmente elegantes, pero sin estridencias; cuando digo que inusualmente me
refiero a que, en realidad podría decirse que iban disfrazados, sí, parecían
salidos de los años cincuenta, de una película americana en blanco y negro, no
sé si me explico, él llevaba un abrigo largo, sombrero, guantes, paraguas, la
verdad es que llovía, como de costumbre; cuando se quitó el abrigo me fijé en
que vestía un traje de corte impecable, pero pasado de moda, solapa ancha,
pantalón con dobladillo, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, raya
diplomática. Ella también llevaba lo suyo, no se vayan a creer, abrigo largo
con cinturón anudado y capa superpuesta, traje de chaqueta súper ajustada en la
cintura, con falda tubo por debajo de la rodilla, medias con costura, zapato de
tacón alto, pero fino, no como esos ordinarios, que hay ahora, de suela que
parece un ladrillo, y sombrero, sí, uno de esos discretos, ajustado a la cabeza
y aderezado con una pluma de faisán.
La
mesa estaba reservada para las ocho de la tarde y lo primero que hicieron, una
vez que él, caballerosamente, le ayudó a desembarazarse del abrigo, le acercó
la silla para que se sentara, justo a la medida, y yo me hice cargo de sendos abrigos,
paraguas y sombrero, fue mirarse a los ojos y sonreírse, en silencio. ¿A los
señores les apetecerá tomar algo antes de encargar la cena?, les apetecía, ella
pidió un pastís, receta original de Pernod Ricard con anís estrellado, anís
verde y regaliz, añadiendo un toque de azúcar, él, más tradicional, se inclinó
por un clásico, Martini seco, con ginebra, no con vodka, la noche prometía.
Hablaban en voz baja, acariciándose con la mirada, se veía complicidad, los
silencios se hacían mucho más elocuentes que las palabras.
La
mesa estaba reservada para las ocho de la tarde y el cocinero, al que había
hecho acudir más temprano que de costumbre, que había accedido refunfuñando, se
trata de un encargo especial, una celebración, de acuerdo pero me tendrás que pagar
horas extras, bueno ya hablaremos de eso, estaba empezando a impacientarse,
tenía ganas de ponerse manos a la obra, es que venir para estar mano sobre mano
es una tontería, tranquilo, déjales un rato, ahora les llevaré la carta. ¿A los
señores les apetecerán unos entremeses para acompañar el final del aperitivo?
Por supuesto ¿qué nos aconseja? Yo apostaría por unas cigalas en salsa bearnesa
que están exquisitas, se miraron aprobando mutuamente la sugerencia, pero
dígale al cocinero que añada una pizca de pimienta molida antes de dejar la
bearnesa al baño maría, por favor, si señora, faltaría más.
La
mesa estaba reservada para las ocho de la tarde, y a esa hora ellos fueron los
únicos clientes, pero el tiempo había ido pasando, con lentitud, desgranándose
los minutos como sin querer del racimo de las uvas, con todo el personal
pendiente de ellos, de cómo se miraban, de cómo se hablaban, de cómo se rozaban
las manos, mientras ellos también estaban pendientes tan sólo de ellos mismos,
ajenos a cuánto les rodeaba, y poco a poco el local fue llenándose, al
principio con un pequeño goteo que se iba convirtiendo en chorro según se
acercaban las diez de la noche, hora mágica en la que el mundo, Gijón, decide
que es el momento de cenar. Ellos seguían allí, con sus confidencias, sus
palabras a medias, sus silencios enteros; a las cigalas, la bearnesa excelente,
felicite al cocinero, de mil amores señora, le siguió una lubina al horno ¿será
fresca?, naturalmente señora, pescada esta misma mañana, se lo aseguro ¿qué vino
les apetecerá?, pues un blanco seco de pinot blanc, por ejemplo, excelente
elección, señor.
La
mesa estaba reservada para las ocho de la tarde, y no era normal que cerca de
las 11 de la noche aún estuviera ocupada por los mismos comensales; se lo habían
tomado con calma, todos, el personal y los clientes, no había prisa, ni motivo
para tenerla. Ellos, los clientes, la pareja, estaban de celebración, se
notaba, no les importaba hacer la digestión entre plato y plato, al contrario,
cuánto más alargasen el momento más mágico les parecería; el personal se
convirtió en cómplice, sin quererlo, sin proponérselo, pero deseando
contribuir, fomentar esa magia que se palpaba alrededor de aquella mesa, ¿puedo
sugerir un postre a los señores?, se lo ruego, usted dirá, creo que, si me lo
permiten, la ocasión se merece un postre memorable como lo es, sin duda,
nuestro napoleón con confit de manzana, les aseguro que servido con helado de
mantecado constituye una experiencia difícil de olvidar, nos parece una
sugerencia excelente pero tráiganos tan solo uno y lo compartiremos, si señora,
por supuesto.
La
mesa estaba reservada para la ocho de la tarde, cuando llamaron para reservar
le habían pedido que, por favor les reservaran la mesa del rincón del fondo, que
tenía un significado especial para ellos, que se trataba de una celebración muy
íntima, que buscaban un momento único, por eso, en el momento de la despedida, les pregunté si
todo había estado a su gusto, a la altura esperada, por supuesto que sí, todo
excelente, de verdad, muchísimas gracias por su atención y la de todo el
personal, y podrían decirme, si no es indiscreción, qué es lo que celebraban,
naturalmente, mi esposo ha superado recientemente un infarto que le ha tenido
cerca, muy cerca de la muerte.
Superar
la muerte invita a festejar la vida.
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