El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue
forrada de cretona, profundamente dormido.
Ella le mira, atentamente, es observadora, está acostumbrada a sacar
conclusiones rápidas, con un solo vistazo; mira hacia un lado y hacia otro, no
la ve nadie, el vestíbulo de la estación está vacío, tampoco hay cámaras, sería
una cosa rápida, nadie la había visto entrar, fácil, limpio.
A simple vista el golpe va a resultar muy rentable, un buen reloj,
de los que tienen fácil salida, una pulsera de oro en la otra muñeca, se
observa una abultada cartera en el bolsillo interior de la chaqueta, por donde
también asoma el capuchón dorado de una estilográfica, seguramente que también
es buena. Todo eso no le llevará más de treinta segundos, cuarenta a lo sumo; y
eso sin contar con la bolsa de viaje que está en el suelo, a su lado, se la ve
antigua, de cuero repujado, no son frecuentes hoy día.
Vuelve a revisar la situación, mira hacia un lado, hacia otro,
baja la cabeza y tira de las correas que lleva enrolladas en la muñeca, donde
van amarrados los siete perros que pasea cada mañana. - ¡Venga, vamos, que se
nos hace tarde!
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