Aquel
día no parecía diferenciarse de cualquier otro y, sin embargo, por algún motivo
que no acertaba a discernir, me sentía extraño. Todo estaba en su sitio, funcionando
correctamente, igual que otros días. Los microprocesadores tenían batería para
aguantar el trajín diario sin problema; hacía frío, si, pero los calentadores
incorporados en guantes, sombrero y calcetines estaban cumpliendo su función;
comprobé el dial de la temperatura programada en mi reloj de pulsera,… ¿mi
reloj de pulsera? ¿Dónde tengo mi reloj?,… ¡ah!, que tonto, no me acordaba, el
día anterior me había comprado las nuevas gafas de control total y había
reprogramado todas las funciones de mi antiguo, de mi obsoleto reloj de
pulsera, a un leve golpe, una caricia en el lateral de mi gafa.
De
súbito un estruendoso timbrazo me sobresaltó; pegué un salto en la cama, le di
un manotazo al despertador de campana y me di cuenta que aún estábamos en 1960.
Los
calcetines seguían siendo de lana normal y corriente.
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