lunes, 25 de mayo de 2015

EL 118

(Relato presentado al 5º Certamen Literario de Relato Breve La Fragua del Trovador)

Él esperaba sentado, como cada día en los que le tocaba el turno de tarde, en la parada del bus. Hacía tan solo dos meses que había conseguido el trabajo, había tenido suerte, quién se lo iba a decir, el bus del barrio que siempre cogía para ir al centro, era ahora su centro de trabajo, sí, era el conductor del bus de su barrio, el 118. Vivía cerca de la parada, en Pinar de San José, en pleno Carabanchel, por eso, cuando le dieron su primer destino creyó que le estaban tomando el pelo, le había tocado la lotería cuándo consiguió el trabajo y ésto era el especial al décimo, el 118.
Ahí llega ya; el compañero al que sustituye, el que termina el turno de la mañana también vive en el barrio, un poco más lejos que él; lo malo del turno de la mañana es que hay que madrugar para sacar el bus de cocheras. No sabe si se le nota mucho, pero la verdad es que está encantado con su trabajo, su primer trabajo, después de años de coleccionar envíos de currículos a todo lo que se movía, de una licenciatura en química, de dos master, uno en química orgánica y otro en química avanzada aplicada, en fin, todo eso ya era pasado, lo que ahora importaba era concentrarse en la línea, la 118, las paradas, los pasajeros, el cobro de los billetes, estaba con contrato temporal, se sabía a prueba, quería convertirse en fijo. Naturalmente que no renunciaba a su vocación, a su pasión, la química, pero lo más urgente era sobrevivir al día a día, comer, pagar el alquiler, esas cosas anodinas pero imprescindibles; ya llegaría el momento de volver a retomar la química.
Fin de la primera vuelta, Glorieta de Embajadores, todavía tenía unas cuantas vueltas por delante, diez minutos de descanso, aprovechó para bajar a echar un cigarro y charlar un rato con el de la línea 27, le conocía de vista, todo un veterano que llevaba cuarenta años conduciendo autobuses. Cuando volvió a su coche y abrió las puertas para permitir el acceso al público se fijó en aquellos dos, tenían una pinta un poco rara, pero nada extravagante viendo lo que se ve actualmente aunque, la verdad, no les cuadraba mucho con la edad que parecían tener, ya no eran unos críos, calculaba que ambos pasaban de los treinta; se sentaron al fondo, en la última fila, le dio la impresión que querían pasar desapercibidos.
Cuando arrancó, después de la parada de Belzunegui, notó una presión en el costado, miró por el retrovisor y les vio, allí estaban los dos, encuadrados en el espejo, mirándole a los ojos, tranquilo tío, le dijeron, no te la juegues, métete por Vía Lusitana hacia la M-40, sin rechistar, mientras la presión del costado se hacía bastante más punzante. Vaya hombre, que suerte la mía, chicos, chicos, no hagáis locuras que llevo el bus lleno de gente, pues por eso imbécil, obedece y no le pasará nada a nadie.
En cuanto tomó la salida de Vía Lusitana, en la rotonda, las protestas de los pasajeros no se hicieron esperar, pero que haces, que te equivocas, que no es por aquí, estos chavales jóvenes no tienen ni idea, a ver por qué ponen a gente que no conoce la línea, hasta que unos de los dos, el más alto, se volvió hacia atrás y poniendo una cara de malo que casi nadie miró, porque todo el mundo tenía la vista clavada en la pistola que llevaba en la mano izquierda, les dijo algo así como que todo el mundo a callar, y que no se mueva nadie, y que las manos donde pueda verlas o empiezo a pegar tiros. Después de los alaridos de pavor lógicos en estas situaciones se hizo un silencio sepulcral.

Cuando llegaron al cruce de la M-40 Pedro les preguntó con la mirada, sigue de frente, hacia Leganés, lo atraviesas y sigues directo a Fuenlabrada. A pesar de la ferocidad que manifestaban sus rostros, los tipos no debían de ser muy profesionales, el caso es que alguien del pasaje, posiblemente la quinceañera que mascaba chicle aparentemente ajena a todo lo que le rodeaba, con los auriculares puestos, debió de pasarle aviso a la policía, la cuestión es que, en pleno centro de Fuenlabrada, en el cruce donde la calle Leganés se convierte en Luis Sauquillo, se dieron de morros con un control; salían de una curva, Pedro lo vio con antelación, la suficiente como para pisar a fondo el acelerador para, acto seguido quemar las ruedas sobre el asfalto en el frenazo de su vida. Se la jugó, pero los secuestradores, que no se habían percatado de la maniobra, rodaron por el suelo, debajo de varios pasajeros, inutilizados, reducidos, a salvo.

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