Él
esperaba sentado, como cada día en los que le tocaba el turno de tarde, en la
parada del bus. Hacía tan solo dos meses que había conseguido el trabajo, había
tenido suerte, quién se lo iba a decir, el bus del barrio que siempre cogía
para ir al centro, era ahora su centro de trabajo, sí, era el conductor del bus
de su barrio, el 118. Vivía cerca de la parada, en Pinar de San José, en pleno
Carabanchel, por eso, cuando le dieron su primer destino creyó que le estaban
tomando el pelo, le había tocado la lotería cuándo consiguió el trabajo y ésto
era el especial al décimo, el 118.
Ahí
llega ya; el compañero al que sustituye, el que termina el turno de la mañana
también vive en el barrio, un poco más lejos que él; lo malo del turno de la
mañana es que hay que madrugar para sacar el bus de cocheras. No sabe si se le
nota mucho, pero la verdad es que está encantado con su trabajo, su primer
trabajo, después de años de coleccionar envíos de currículos a todo lo que se
movía, de una licenciatura en química, de dos master, uno en química orgánica y
otro en química avanzada aplicada, en fin, todo eso ya era pasado, lo que ahora
importaba era concentrarse en la línea, la 118, las paradas, los pasajeros, el
cobro de los billetes, estaba con contrato temporal, se sabía a prueba, quería
convertirse en fijo. Naturalmente que no renunciaba a su vocación, a su pasión,
la química, pero lo más urgente era sobrevivir al día a día, comer, pagar el
alquiler, esas cosas anodinas pero imprescindibles; ya llegaría el momento de
volver a retomar la química.
Fin
de la primera vuelta, Glorieta de Embajadores, todavía tenía unas cuantas
vueltas por delante, diez minutos de descanso, aprovechó para bajar a echar un
cigarro y charlar un rato con el de la línea 27, le conocía de vista, todo un
veterano que llevaba cuarenta años conduciendo autobuses. Cuando volvió a su
coche y abrió las puertas para permitir el acceso al público se fijó en
aquellos dos, tenían una pinta un poco rara, pero nada extravagante viendo lo
que se ve actualmente aunque, la verdad, no les cuadraba mucho con la edad que
parecían tener, ya no eran unos críos, calculaba que ambos pasaban de los
treinta; se sentaron al fondo, en la última fila, le dio la impresión que
querían pasar desapercibidos.
Cuando
arrancó, después de la parada de Belzunegui, notó una presión en el costado,
miró por el retrovisor y les vio, allí estaban los dos, encuadrados en el
espejo, mirándole a los ojos, tranquilo tío, le dijeron, no te la juegues,
métete por Vía Lusitana hacia la M-40, sin rechistar, mientras la presión del
costado se hacía bastante más punzante. Vaya hombre, que suerte la mía, chicos,
chicos, no hagáis locuras que llevo el bus lleno de gente, pues por eso
imbécil, obedece y no le pasará nada a nadie.
En
cuanto tomó la salida de Vía Lusitana, en la rotonda, las protestas de los
pasajeros no se hicieron esperar, pero que haces, que te equivocas, que no es
por aquí, estos chavales jóvenes no tienen ni idea, a ver por qué ponen a gente
que no conoce la línea, hasta que unos de los dos, el más alto, se volvió hacia
atrás y poniendo una cara de malo que casi nadie miró, porque todo el mundo
tenía la vista clavada en la pistola que llevaba en la mano izquierda, les dijo
algo así como que todo el mundo a callar, y que no se mueva nadie, y que las
manos donde pueda verlas o empiezo a pegar tiros. Después de los alaridos de
pavor lógicos en estas situaciones se hizo un silencio sepulcral.
Cuando
llegaron al cruce de la M-40 Pedro les preguntó con la mirada, sigue de frente,
hacia Leganés, lo atraviesas y sigues directo a Fuenlabrada. A pesar de la
ferocidad que manifestaban sus rostros, los tipos no debían de ser muy
profesionales, el caso es que alguien del pasaje, posiblemente la quinceañera
que mascaba chicle aparentemente ajena a todo lo que le rodeaba, con los
auriculares puestos, debió de pasarle aviso a la policía, la cuestión es que,
en pleno centro de Fuenlabrada, en el cruce donde la calle Leganés se convierte
en Luis Sauquillo, se dieron de morros con un control; salían de una curva,
Pedro lo vio con antelación, la suficiente como para pisar a fondo el
acelerador para, acto seguido quemar las ruedas sobre el asfalto en el frenazo
de su vida. Se la jugó, pero los secuestradores, que no se habían percatado de
la maniobra, rodaron por el suelo, debajo de varios pasajeros, inutilizados,
reducidos, a salvo.
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