Hace unos días me pasó una cosa
realmente curiosa. Mi hija me pidió que me encargase de Alicia, mi nieta, ya que ella como digna
representante de la generación actual de madres trabajadoras, responsables del
hogar, los hijos, etc., tenía cosas que hacer y la guardería ese día estaba
cerrada. Por supuesto, mi apretada agenda jubilar me permite este tipo de
imprevistos que, por otra parte me entusiasman.
Así que, ni corto ni perezoso la
vestí con un pantalón vaquero, el jersey fucsia que le encanta, la abrigué con
el anorak, el gorro y los guantes y nos fuimos a pasear por el parque.
Alicia es una niña de poco más de
dos años, lista, cariñosa, simpática, con un pelo ondulado de un color miel de
alforfón, oscuro y sedoso y unos ojos entre azules y grises con una mirada
limpia, cristalina; unos ojos que no dicen nada y lo sugieren todo. Por lo
demás, Alicia parlotea sin cesar con esa media lengua de trapo que, salvo su
madre, nadie entiende pero que todo el mundo celebra.
Después de un pequeño paseo le
apeteció meterse en un arenero de esos en los que los niños se rebozan en
condiciones y las madres sufren como las hemorroides, en silencio, pensando en
que tendrán que sacudir muy bien toda la ropa antes de meterla en la lavadora.
Y allí fue donde sucedió lo inaudito. Se juntó con otros dos niños de su edad
aproximadamente y empezaron con su parloteo. Yo estaba sentado en un banco, justo
al lado, ojeando el periódico cuando oigo que uno de los niños dice de forma
clara e inteligible:
-
¿Te has enterado Alicia? Ha habido otro intento
masivo de saltar la valla en Melilla.
-
¿Otra vez? – contestó Alicia – Esto es
increíble. Me parece una estupidez que nadie ponga vallas en ningún sitio. Cada
uno que vaya donde quiera.
Mi cara era de auténtico estupor.
No daba crédito a mis oídos; sin embargo miré hacía un lado y hacía otro, y la
gente que estaba cerca seguía a lo suyo, como si no estuviera pasando algo
extraordinario.
-
Pues a mí – intervino el tercero – lo que me
parece demencial es lo de las pateras.
-
Es que yo lo veo muy claro – volvió a terciar
Alicia – Nadie querría irse de su casa si estuviera a gusto en ella. Si se
quieren ir es que están muy mal y pasan hambre y tienen guerras y enfermedades.
Bueno, pues habrá que ayudarles para que estén bien y puedan ser felices sin
necesidad de que se tengan que ir otro sitio.
-
¿Y por qué no les ayudan, Alicia? – Inquirió el
primero.
-
Pues no lo sé Dani, pero a lo mejor es que no lo
han pedido. Cuando se pide ayuda, siempre se da, ¿verdad que sí, Arturo?,
¿verdad que si yo te pido ayuda tú me la darías?
-
¡Pues claro! – respondió el aludido – mi papá
dice que hay que ayudar a todo el mundo que lo necesite.
-
¡Ya lo tengo! – dijo Alicia levantando la voz,
casi gritando – Vamos a decirle a nuestros papás que les digan a los señores
que salen en los telediarios que tienen que ayudar a que la gente de esos
países estén contentos, y así se darán cuenta.
-
¡Si, si, eso! – jalearon al unísono Dani y
Arturo.
Yo seguía sin salir de mi
asombro; las gafas se me resbalaban por el puente de la nariz hasta quedar en
un imposible equilibrio gepetiano, los ojos se me salían de las órbitas y en mi
boca abierta podría haber anidado hasta una familia de golondrinas; pero ellos
seguían a lo suyo.
-
Pero ahora que estoy pensando – oí decir a
Alicia – no sé si eso resultará, porque a veces veo gente sentada en el suelo,
o a la entrada del super que están pidiendo ayuda y no veo que nadie les ayude.
-
Mira, Alicia, - respondió Arturo – yo creo que
lo mejor es que escribamos a los Reyes Magos. Al fin y al cabo son magos ¿no?,
seguro que pueden hacer algo.
-
O si no a Pocoyó – terció Dani – él siempre lo
arregla todo.
Alicia se quedó pensativa un
rato, metiendo su manita en la arena, levantando un puñado y dejado que se
escurriera entre los dedos; al cabo de unos instantes sentenció´:
-
Me temo que no. Pocoyó nunca está cuando se le
necesita y además se pasa el día riendo, cantando y bailando. No nos vale. Y lo
de los Reyes Magos tampoco me parece que pueda valer, porque mi papá dice que
los Reyes son portadores de ilusiones, de magia, de fe en las cosas buenas de
la gente; y a mí me parece, cuando les miro a los ojos, que lo que necesitan es
algo más que ilusión o fe. Aunque a lo mejor un poco de magia les vendría
bastante bien.
En estas estábamos cuando de
repente noté que me zarandeaban por el hombro – Papá, papá, despierta que me
tengo que ir y Alicia ya se ha levantado.
Cuando me recuperé del susto y me
froté los ojos vi que Alicia me miraba, sentada en el suelo, haciendo una torre
con piezas de plástico, sonriéndome, picarona, con esos ojos entre azules y
grises de mirada limpia, cristalina; unos ojos que no dicen nada y lo sugieren
todo…..
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